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Marco Antonio Campos
“Nunca dudé que escribiría poesía hasta el final de mi vida”

domingo 29 de septiembre de 2019
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Marco Antonio Campos
Campos: “En el siglo XIX los poetas, escritores y artistas se jugaban también la vida en el campo de batalla; ahora sólo se juegan las becas”.

Abogado de profesión, ¿cuál fue el primer encuentro y gusto con la poesía?

En 1967. Poco antes de entrar a Derecho. Empecé a leer y a escribir cerca de los diecinueve años, pero lo hice febrilmente. Leí muchísimo pero desordenadamente. Empecé a leer best-sellers y luego, casi inmediatamente, a León Felipe, a Gibran Jalil Gibran, a Pablo Neruda y a García Lorca, y a narradores como Giovanni Papini, Somerset Maugham, Gabriel García Márquez y Hermann Hesse. Fue como un vértigo. Podía leer entre ocho y doce horas diarias. ¿Cuánto asimilé? No lo sé, pero de allí me vino el gran gusto por la lectura y di los primeros pasos en la escritura.

 

Yo no sé si haya hecho algo medianamente importante en la poesía, pero vocación, Fernando, siempre la tuve.

¿Qué generaciones y épocas han marcado su camino literario?

Es difícil responderlo. Como época, más como gran deleite que como influencia, me gustaron mucho los líricos arcaicos griegos (los leí en las traducciones de Juan Ferraté y de Rubén Bonifaz Nuño), los rimadores del Dolce Stil Nuevo, en especial Dante y Guido Cavalcanti en el Duecento toscano, el Romanticismo inglés y alemán, y la poesía latinoamericana del siglo XX.

 

Los talleres literarios justo son una suerte de curaduría estética, una manera, también, de construir alguna generación o época, ¿cómo fue su experiencia en el taller de poesía de Juan Bañuelos?

Entré al taller en junio de 1969. Estuve casi cuatro años con él, pero yo siento que lo importante ya lo había aprendido el primer año. No se debe estar más de un año y se debe ir con un buen maestro. Aprender las primeras armas y seguir su propio camino.

Después seguía asistiendo al taller porque era un grupo amistoso y Juan se volvió para mí a la vez un maestro, un hermano y un amigo. Juan fue el primer poeta importante que me hizo sentir que podía tocar la guitarra. Después de varios meses de asistir, en el que era duramente golpeado por Juan y los compañeros de taller, una vez Juan me dijo: le diste en el clavo. O con una imagen de él: “Diste el corcholatazo”. No me acuerdo ahora ni qué poema era. Yo sentí un profundo alivio y empecé a tener confianza en mí. Yo no sé si haya hecho algo medianamente importante en la poesía, pero vocación, Fernando, siempre la tuve. Nunca dudé desde los diecinueve años que escribiría poesía hasta el final de mi vida.

Otros que me dieron consejos esenciales en mis inicios, es decir a principios de los setenta, fueron José Emilio Pacheco y Tito Monterroso. José Emilio en las conversaciones y Tito en los dos meses que estuve en el taller de narrativa que dirigía por el Instituto Nacional de Bellas Artes en la Capilla Alfonsina.

 

En su libro El café literario en Ciudad de México en los siglos XIX y XX habla del impacto del café, como lugar público, para el desarrollo de la literatura y la configuración de la ciudad. ¿Qué tanto influye el hecho de que este tipo de lugares, los cafés, vayan desapareciendo, en la formación de grupos, en los propios procedimientos poéticos?

A la verdad yo creo que se puede escribir en cualquier parte. Hay poetas y escritores mexicanos que se confunden con el café, como Tomás Segovia y Las Chufas y Juan Rulfo con El Ágora. Para Segovia era su estudio, su oficina, y de alguna manera, su casa. Fue el poeta por excelencia que escribía en cafés. Rulfo iba a los cafés a conversar. Nunca se le ocurrió ir a leer o escribir o para hacer proyectos literarios y culturales.

Pero es cierto: ya no se habla de grupos literarios que se reúnen en tal o tal café literario. Pero me da la impresión de que eso pasa también en París, Madrid o Buenos Aires. El declive de la literatura y de la poesía en Occidente va aparejado también con el de los lugares de reunión como el café.

 

Para mí los grandes libros de poesía de Occidente son la Ilíada y la Comedia dantesca.

Sus libros de ensayo o investigaciones giran en torno a la literatura de los siglos XIX y XX, por ejemplo el libro Joven la muerte niega el amor joven, que transita entre la ficción o el ensayo novelado. ¿Por qué su interés por dar testimonio sobre los autores de estos periodos?

Por algo inesperado. Cuando entré a Filológicas en 1996, gracias a una plaza que me consiguió Bonifaz Nuño, el director, Fernando Curiel, me destinó a Poética, pero me hicieron una mala jugada, que agradezco muchísimo, y me desplazaron. Jorge Ruedas de la Serna me incorporó al Centro de Estudios Literarios. Jorge me dijo que por qué no tomaba como objeto de estudio el romanticismo mexicano, o mejor dicho, los romanticismos mexicanos. Y así fue. El primer libro que escribí fue sobre la Academia de Letrán, la primera asociación literaria realmente importante luego de la Independencia. Tenga en cuenta que el siglo XIX es mi objeto de estudio en la Universidad Nacional Autónoma de México. Después siguieron rescates como los de Marcos Arróniz, las crónicas de Luis Martínez de Castro y las cartas de Manuel M. Flores a Rosario de la Peña, una compilación de crónicas de ese siglo, diversos estudios sobre Manuel Acuña, la parte del libro sobre el café literario…

El gran poeta chileno Gonzalo Rojas me dijo alguna vez que el siglo XIX era su siglo; le dije que el mío también. En el siglo XIX los poetas, escritores y artistas se jugaban también la vida en el campo de batalla; ahora sólo se juegan las becas.

 

¿Cuáles son los poetas que forman su canon?

Centrémonos en la lírica. Diría: Safo, Alceo, Catulo, Propercio, Cavalcanti, Villon (El testamento), los sonetos de Góngora y Quevedo, Shelley (“Adonais”), Hölderlin, Novalis (Fragmentos), Bécquer, Baudelaire (Pequeños poemas en prosa), Rimbaud (Una temporada en el infierno), Apollinaire, Trakl, García Lorca (Poeta en Nueva York y “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías”), Pessoa, Eliot, López Velarde, Neruda, Vallejo (Poemas humanos), Borges (El otro, el mismo), Ungaretti (La alegría). A cinco o seis de ellos los he traducido. Estos son los que me sellaron en determinado momento. O eso creo. Para mí los grandes libros de poesía de Occidente son la Ilíada y la Comedia dantesca.

 

El trabajo como traductor que ha construido es muy importante: ¿qué beneficio, si puede decirse en tales términos, le ha generado en su escritura lírica o en sus procedimientos?

He traducido más de treinta libros de poesía. No sé si haya hecho una obra de creador, pero me enorgullece creer que la he hecho de traductor. Yo seguí mucho el consejo que daba Julio Cortázar de que cuando vinieran las épocas de sequía en nuestra escritura nos dedicáramos a traducir para que la pluma siguiera agilizándose. De joven, traducía sobre todo en las noches, cuando estaba cansado de leer y escribir. La traducción de los grandes autores es un deleite. Todo lo contrario cuando uno tiene que traducir a los malos.

Algunos autores que he traducido me han influido en momentos de mi desarrollo creativo. Me sucedió con Rimbaud, Baudelaire, Ungaretti, y muy pronunciadamente con Trakl. Vaya esta pedantería: con Vincenzo Cardarelli —con quien tengo una gran afinidad— sentí al traducirlos que en varios poemas me parecía que los estaba escribiendo yo. Ninguna traducción me dio más deleite —en forma y contenidos— que los Pequeños poemas en prosa. Baudelaire es un verdadero clásico. Pero también fue una experiencia inolvidable traducir poco a poco a Trakl en Salzburgo, su ciudad natal, el año y medio que viví allí. Como si la lectura y el lugar se unieran para que fuera doble cada hallazgo estético.

 

Entre cada libro de poesía que he publicado hay una media de cinco años.

¿Qué diagnóstico da sobre el momento actual de la crítica literaria en México?

Leo y releo ante todo a quienes me formaron: Borges, Paz, Villaurrutia, Valéry, Eliot, Pacheco. Sus páginas me llenan de ideas.

Debo decirle que de mi generación admiro ante todo a Evodio Escalante. En la polémica es imbatible. Como crítico es de una probidad intelectual que carecen muchos. Hay buenos críticos y ensayistas literarios en la siguiente generación a la mía como Víctor Manuel Mendiola, Vicente Quirarte, José María Espinasa y Juan Domingo Argüelles, pero después no encuentro mucho. Pienso en Rogelio Guedea, un joven serio, y si me dice otros, bienvenidos. Me refiero sobre todo a quienes escriben más o menos sistemáticamente, que tienen la vocación, y no a quienes lo hacen esporádicamente, y tal vez muy bien.

 

Para mí es esencial la figura del poeta como crítico literario y para mí usted representa a uno de los más relevantes críticos y poetas de nuestro tiempo. ¿Qué relación guarda esta nomenclatura en su estética creativa?

Primero que nada, Fernando, le agradezco mucho su opinión pero no creo merecerla. Segundo, yo creo que la crítica y el ensayo literarios pueden ser tan creativos como la poesía, el cuento o la novela. Reyes, Paz, Villaurrutia y Pacheco, entre nosotros, son un claro ejemplo. Se leen con provecho y con deleite sus trabajos críticos. Yo he aprendido mucho de ellos.

 

¿En qué está trabajando, es decir, qué proyectos están en proceso de formación?

Siempre trabajo en varias cosas a la vez. Sigo escribiendo lentamente un libro con las que me han parecido las más bellas novelas de la segunda mitad del siglo XX, de las cuales la mayoría son latinoamericanas. El siglo XX fue el siglo de la poesía y la novela de América Latina. Debo ya haber escrito acerca de unas veinticinco. Me dio gusto saber hace dos o tres años —no lo sabía— que algo parecido hizo Mario Vargas Llosa en La verdad de las mentiras, claro, él a gran altura. La lectura de Vargas Llosa es más abarcadora en el tiempo. Menos novelas pero más ampliamente tratadas.

Por otra parte, acabo de terminar en una primera versión el espléndido poema largo de Blaise Cendrars “Prosa del transiberiano”. Lo está corrigiendo Jean Portante. También estoy por darle la revisión final a las Cinco grandes odas de Paul Claudel, que he tenido dormido en el cajón por casi un cuarto de siglo. Son extraordinarias.

Como decía Villaurrutia, no soy poeta de todos los días. Entre cada libro de poesía que he publicado hay una media de cinco años. Tengo como parte de ese nuevo libro unas veinticinco páginas. Y ya han pasado cuatro años del último libro de poesía que publiqué, yo, que ante todo me he sentido poeta y en todo lo que he escrito creo que he dejado la manera de escribir de un poeta (pero respetando siempre el género).

Y aquí y allá lentamente asimismo se va formando un libro con ensayos y notas.

 

Premios y distinciones de Marco Antonio Campos

Premio Diana Moreno Toscano a la Promesa Literaria (1972); Diploma The European Feuilleton-Brno (Bratislava), Eslovaquia (1991), por el cuento “El señor Mozart”, como uno de los mejores seis textos satíricos e intelectualmente expresivos en la prensa europea; Premio Xavier Villaurrutia (1992 y 1993), por su Antología personal y la traducción de Un trago amargo, de Humberto Saba; Medalla Pablo Neruda (2004), otorgada por el gobierno de Chile; Nezahualcóyotl (2005), por su trayectoria poética; V Premio Casa de América de Poesía Americana de Madrid (2005), por Viernes en Jerusalén; Premio del Tren Antonio Machado (2008), por su poema “Aquellas cartas”; Premio Ciudad de Melilla (2009), por Dime dónde, en qué país; Iberoamericano Ramón López Velarde (2010), por su obra poética; Nacional de Letras Sinaloa (2013), por su trayectoria y aportaciones al desarrollo de la literatura y la cultura de México; Premio Lèvres Urbaines (2014), otorgado por el Festival de Poesía de Montreal; doctorado honoris causa otorgado por la Universidad Autónoma de Nuevo León (2014); Huésped de Honor en el Encuentro Internacional de Poesía “Paralelo Cero” de la Universidad Central del Ecuador; Presea Ignacio Rodríguez Galván, otorgada por el Festival Internacional de Poesía Ignacio Rodríguez Galván (2016).

Fernando Salazar Torres

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