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Néstor Rojas y sus recuperaciones desde todos los íntimos naufragios

domingo 27 de septiembre de 2020
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Néstor Rojas
Néstor Rojas: “Ahora me doy cuenta de lo mucho que le debo a las bibliotecas en general”. Fotografía: Guanipa Noticias

Resonancias que vienen desde lejos

Hay un largo, larguísimo, camino entre El Tigre, un pueblo petrolero del suroriente venezolano, y Astorga, un conglomerado agropecuario situado en la provincia de León, en España. La única semejanza que uno puede encontrar entre ambos lugares es que El Tigre es una encrucijada que asume las vías agrícolas y los caminos que llevan al sur minero, ese enclave a medias legendario, a medias trágico, donde se confunden el oro de El Dorado y el ancestral Macizo Guayanés, y Astorga es también encrucijada en la que desde antiguo se recibía a los que transitaban la Ruta de la Plata, cuyo tramo principal unía las dos ciudades fundadas por Augusto, Augusta Emerita (Mérida) y Asturica Augusta (Astorga), pobladas ambas por veteranos de las guerras cántabras (libradas por las legiones romanas contra los pueblos cántabros, astures y galaicos entre los años 29 a.C. y 19 a.C.). Más largo y más abrupto es el camino poético que ha transitado Néstor Rojas para asentarse en ese lugar.

Como emanaciones de la sangre,
las palabras me convocan sonoras a las fauces de la noche.
Circundan el breve gozo que vivo en el papel.
Sus resonancias vienen desde lejos,
arrastrando naufragios.
Rasgan el viaje que hago del ayer al cabo de la página.

El lenguaje de las metáforas alivia el insomnio.
Me desprenden de la realidad.

Cada signo es un modo de salir de la tormenta.
Una manera de entrar liviano a otro mundo.
Los puntos al final de las líneas metafóricas
llenas de estrellas
me dan luces y aliento para no desfallecer
y seguir adelante.

 

La vida, la biografía

Néstor Rojas es un poeta nacido en El Tigre el 27 de febrero de 1961. Sus padres fueron Maura Esther Mata, ama de casa, y Publio Rojas, maestro de panadería. De su madre apenas si recuerda una imagen en el balcón del hospital desde donde ella saludaba a la prole de seis reunida allí, bajo algún árbol, pues falleció cuando él tenía nueve de una hemorragia interna después de haber parido a la séptima hija. El hombre desolado y desorientado que fue en aquellos momentos su padre los llevó a casa de la abuela paterna, Dominga Rojas, una mujer endurecida en los campos de cultivo del cacao que hizo lo que pudo para afrontar, ya en la vejez, la tremenda responsabilidad que se le vino encima. Y allí crecieron.

Recuerdo la casa de mi abuela, los árboles, la penumbra. Esa penumbra me ha ido penetrando hasta el tuétano de los recuerdos. Mi abuela fumaba tabaco por las tardes, en el alero que daba al patio, siempre a oscuras. El bombillo se prendía, si acaso, cuando llegaba alguna visita. La cocina se iluminaba solamente con la candela de las hornillas. Mi abuela tomaba café colado y cerrero. A veces nos contaba algunas historias de su travesía desde las costas de Sucre hasta las sabanas de El Tigre y solía cantar galerones y tangos.

Casi todos nosotros sufríamos de asma, unos más que otros, pero mi hermana Elisa y yo éramos los más afectados. Como no podíamos salir nos quedábamos en un cuarto cuyas únicas fuentes de luz eran las rendijas entre la pared y el techo de zinc. Allí jugábamos mi hermana y yo a inventar historias, pues poco más se podía hacer. A mi hermana le gustaba fugarse al patio y comerse unas flores rosadas que se daban silvestres pegadas a la cerca. No recuerdo si en alguna de esas salidas se mojó, quizás sí, y débil como era del pecho, murió. Aquello me dejó íngrimo y asustado. A cada instante me preguntaba si también yo iba a morir.

Mi papá siempre hizo lo que pudo para ayudar a Minga, pero no era fácil. Recuerdo que ella salía con una cesta grande a vender pan, porque después de la viudez papá se las vio difícil, pues perdió su propio negocio y se encargaba de hacer panadería artesanal. También hacía cucas, caledonias, que es una especie de galleta blanda muy solicitada. Pero, a la hora de la verdad, trabajaba en cualquier cosa que le permitiera llevar comida a la cada vez más exigente mesa. Porque éramos muchos y estábamos creciendo. Y fue después cuando consiguió ocupación en una panadería. Mis hermanas mayores ayudaron también. Después de mí estaban dos hermanitos, uno de los cuales, Alexis, tenía dos años cuando mamá murió. Recuerdo siempre, siempre recordaré, que mi padre me llevaba con él a los bares. Era un hombre jovial, cuentista ameno, con un fondo de tristeza. Iba a los bares y se sentaba a conversar y a mí me sentaba cerca para poder colocarme el tratamiento de inyecciones que seguramente me mantuvo con vida.

Fue en la escuela secundaria cuando descubrió el mundo que ofrecían los libros: el anhelo y el consuelo. Comenzó leyendo lo que le imponían las tareas escolares, pero pronto se dejó arrastrar por la lectura.

Leía de todo: hasta los papeles de anuncios y los periódicos y las revistas y todo cuanto encontraba. Yo era un buen estudiante, es decir, me gustaba mucho estudiar, pero intervenía poco en clases porque no me sabía expresar bien en voz alta y también porque me daba vergüenza mi forma de vestir. Entonces mis notas no eran especialmente buenas.

Ejerció varios oficios: fue auxiliar de panadería, dependiente y, en algún momento, albañil. En 1982 comenzó como participante en un taller literario que reunió a varios jóvenes escritores en El Tigre. También formó parte de la primera directiva de la Asociación Venezolana de Escritores en la que se reunían los que hacían vida literaria en el pueblo. A partir de allí, sus lecturas se hicieron más nutritivas y encaminadas. Y comenzó a publicar, en las páginas literarias del diario Antorcha, poemas, pero también artículos de opinión y textos en prosa poética.

En 1984, circunstancias personales me impulsaron a irme a vivir a Caracas. No diré que fueron días fáciles y tranquilos, pero sí enriquecedores. Yo vivía en una pensión por los alrededores de la iglesia dedicada a Santa Rosalía de Palermo. Desde muy temprano se escuchaban allí las campanadas llamando a la misa diaria. Y si uno pasaba por el atrio se sentía fuertemente el olor del incienso. En aquellos tiempos yo escribía una poesía más bien órfica. Por consejos de Manuel Bermúdez, un hombre generoso al que muchos escritores le debemos, comencé a leer a Olga Orozco y Humberto Díaz Casanueva. Pero también leí muchos materiales sobre los misterios eleusinos y sobre Orfeo. Sobre los griegos. Leí a Platón. Y, por supuesto, a Rilke.

Yo tenía una pareja que trabajaba en la Biblioteca Simón Rodríguez, y ahora me doy cuenta de lo mucho que le debo a las bibliotecas en general. Por ejemplo, en la Biblioteca Nacional, que queda a unas cuadras de la Simón Rodríguez, leí sobre ángeles y Swedenborg y a Hermes Trismegisto, y todo lo del I Ching, pues hubo un tiempo en que eso me atraía mucho. Cuando escribí los Hexagramas del vértigo, por ejemplo, lo hice con la estructura del I Ching. Ya no escribía solamente sino que ya asumía conscientemente que hacer literatura implicaba pensar en el acto literario. Eso se me reforzó cando supe que André Breton, el padre del surrealismo, no sólo no era partidario de la escritura automática sino que corregía sus poemas.

Aprendí mucho en esos tiempos en contacto con el cine, al que iba con frecuencia, y con los museos. Visitaba librerías, aunque casi nunca podía comprar libros, pero ese estilo de vivir me permitió entrar en contacto con otros poetas, como Armando Rojas Guardia, Miguel Márquez, Alfredo Chacón, Luis García Morales, Gustavo Luis Carrera, estos últimos de generaciones anteriores, pero que se dispusieron a apoyar mi trabajo en todos los sentidos, y también con grandes lectores, como Roger Michelena, el bibliotecario mayor de la Simón Rodríguez. Es verdad que hubo también rechazos y zancadillas, pero aprendí a lidiar con todo eso.

Una de las cosas importantes y que hicieron crecer mi quehacer literario fue que comencé a organizar los poemas, es decir, a darles organicidad como libros. En parte para enviar a concursos y en parte para visualizar qué era lo que estaba haciendo. Así nacieron Transfiguraciones, El diario de El Fulmar, Friso de máscaras, Hexagramas del vértigo y Salmos testimoniales. A finales de 1985 me trasladé a la Ciudad de México y allí seguí en la misma tónica de las lecturas, de la escritura sistemática, del contacto con poetas e intelectuales, en especial dos generosos venezolanos vinculados a la Universidad Autónoma de México y a la poesía: Josu Landa y Abraham Salloum Bitar. También estuve en contacto con escritores como Adolfo Castañón, Rafael Santiago, Rosa Amelia Díaz.

 

Promotor cultural y literario

Regresó a El Tigre en 1989 y fundó el Centro de Actividades Literarias, junto con el poeta Marcos González, que presidía el Ateneo. El CAL, además, se conformó como un fondo editorial. Recibían aportes del Estado venezolano (“porque entonces eso se podía hacer, sin que requirieran carnés de partido, ni nada de eso”) y hacían talleres, estimulaban la visita de autores nacionales, publicaban en la prensa regional (“el diario Antorcha siempre fue un gran apoyo para las cosas de la cultura”). En 1992 hizo un viaje a Irlanda, y permaneció en Annaghmakerrig, una residencia de artistas auspiciada por la Unesco y la Fundación Aschberg. Ya antes había estado en Francia. Ese mismo año comenzó a coordinar los cursos del Centro de Estudios Literarios de la Universidad de Guayana y en esas tareas permaneció hasta 1999. Desde 1992 vivió en Ciudad Bolívar, la hermosa ciudad situada a orillas del Orinoco, donde se relacionó estrechamente con artistas plásticos, gente de teatro, poetas y narradores. Fue allí donde surgió en él la veta pictórica.

En realidad, siempre me atrajo la posibilidad de pintar, pero fue a partir de esos primeros ejercicios, en formato pequeño y usando más plaka que óleo, cuando comencé a sentir la pasión de expresarme también a través de la pintura.

Las duras circunstancias de Venezuela comenzaron a golpearlo inclementemente y lo empujaron a emigrar, como ha ocurrido con tantos compatriotas. Se ha exiliado de todo menos de sus recuerdos, de sus afectos, de sus lealtades. El país se le está escapando porque es como arenisca lo que queda después de la catástrofe que se ha venido realizando desde hace más de veinte años. El poeta dice en su selección de poemas de 2018 Íntimos naufragios:

En los predios de esta tierra envuelta en los azules del cielo
voy dejando en el camino algo de lo que recuerdo.
Aquel río que espera por mí, entre piedras y orillas.
Aquella casita con mangales y cañada,
donde dejé olvidadas mis pocas pertenencias,
mi tierra natal, los amores que han sido.
En cada despedida voy dejando parte de mi corazón.

Como viajero insomne me fui un día,
desafiando el temporal.
Agarrado al pecho en sus adentros.

Ahora no atisbo el confín ni ansío con desespero lo que espero.
Tampoco pienso en los días que vendrán,
cargados de promesas y batallas.
Siento el breve instante que se va y sus horas desgastadas.
Los golpes duros los enfrento con lívida sonrisa,
como puedo a flor de labios.
Tiempo no me sobra.
La vida que mengua la vivo por dentro,
con sus lágrimas dulces, penas y alegrías.

 

La nostalgia es como el viento

“¿Qué hemos destruido, de qué casa hablo,
qué odiosa arquitectura
ha acabado por ser, sin remedio, la vida?
Ya no se ve el pasado en las ventanas”.

Joan Margarit

 

Alguien enciende una luz

El más reciente poemario de Rojas es Alguien enciende una luz (Publicatulibro, Editorial Hispano Europea, 2020), que desde el mes de agosto está siendo presentado en las comarcas de León y Castilla. Lejos ya de sus comienzos órficos y de la untuosa voz de los poetas alemanes como Hölderlin y Rilke, la voz poética surge aquí ligera, fresca, memoriosa y esplendente. Es el rescate de su casa y su historia ancestral, pues

Quien olvida sus raíces vive a la sombra del vacío
y cae como jadeo sin futuro por la vertiente del despeñadero

El exilio fue dolorosamente asumido. En 2018 llegó a España en condiciones muy delicadas de salud, apoyado por una amiga.

No es fácil dejar atrás la tierra, los seres queridos, la casa, los libros. Pero sentí que era necesario. Fue un viaje agotador.

 

¿Por qué decidiste instalarte en Astorga precisamente?

Yo me encontraba en Ciudad Bolívar, desempleado y sin recursos, casi encerrado, y aproveché la generosa invitación de una amiga escritora que vive en esta ciudad, que es un antiguo enclave romano donde todavía se encuentran esas ruinas. Aquí en España he logrado al menos abrirme paso en un mundo literario muy exigente y competitivo. En algunos lugares ya conocen mi trabajo, tanto poético como pictórico. He realizado varias exposiciones, recitales de poesía en varias ciudades y, como sabes, he presentado mi libro en varias localidades, con bastante buena acogida.

 

¿Te planteas regresar alguna vez a Venezuela?

En verdad, uno no sabe lo que le depara el destino. Pero por los momentos, en las condiciones cada vez más empantanadas que tiene el país, no contemplo esa posibilidad.

Milagros Mata Gil
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