
En un mundo cada vez más urgido por tomar conciencia de la importancia del medio ambiente y la preservación de la naturaleza, la poesía se alza como un poderoso vehículo para expresar la conexión profunda entre el ser humano y su entorno. Desde tiempos inmemoriales, los poetas han sido capaces de capturar la belleza, la fragilidad y la trascendencia de la naturaleza en sus versos, llevándonos a reflexionar sobre nuestra relación con el mundo que habitamos. Es en este contexto que surge el libro Ecopoesía, una obra que nos invita a sumergirnos en el poder transformador de las palabras y a revalorizar la importancia de vivir en armonía con el entorno que nos rodea.
Hoy nos adentraremos en las páginas de este libro en el que el escritor argentino Aldo Parfeniuk (Villa Carlos Paz, Córdoba, 1945) rinde homenaje a grandes poetas latinoamericanos que dedicaron su obra a exaltar la necesidad de preservar la naturaleza. A través de cinco ensayos, Parfeniuk nos sumerge en la esencia creativa de Leopoldo Castilla, Edith Vera, Romilio Ribero, Manuel J. Castilla y Dulce María Loynaz, quienes a través de la poesía articularon un lenguaje para resaltar el valor de nuestro entorno y alertarnos sobre los peligros de la destrucción provocada por la tecnología y la irresponsabilidad humana.
Licenciado en Filosofía y magíster en Comunicación y Cultura Contemporánea, Parfeniuk es una figura destacada en el panorama literario y ambientalista internacional. Cofundador del colectivo literario/ambientalista Bosques de Poesía, ha dedicado gran parte de su carrera a explorar las intersecciones entre la naturaleza, la poesía y la conciencia humana. De su vasta y diversa obra destacan títulos como Provincia verde y espinosa, Un cielo, unas montañas o Los días verdaderos.
Lee también en Letralia: reseña de Ecopoesía, de Aldo Parfeniuk, por Alberto Hernández.
Aldo Parfeniuk: la sensibilidad del poeta es la clave para oír a la naturaleza
—En Ecopoesía haces un llamado a la sensatez en el sentido de comprender la urgencia de proteger la naturaleza. ¿Qué papel tiene en esto la poesía, a tu juicio?
—Un papel importantísimo, como el resto de las expresiones artísticas, que si uno mira bien se originan en el mundo de la naturaleza: el hombre cantó por imitar a los pájaros; dibujó y pintó para entenderse con la naturaleza y sus otros habitantes (a los que llamamos animales). Pero avanzando en el tiempo te diré —y todos lo sabemos— que los poetas y los cantores populares nos dieron las primeras lecciones de ecología: yo —en Argentina— aprendí ecología con los versos del Martín Fierro, de Juan L. Ortiz, Manuel J. Castilla —entre muchos más— y las canciones de Atahualpa Yupanqui, entre tantos otros.
—Los ensayos reunidos en tu libro analizan la obra de Leopoldo Castilla, Edith Vera, Romilio Ribero, Manuel J. Castilla y Dulce María Loynaz y su relación con el tema ecológico. ¿Puedes comentarnos cómo llegas a esta selección de autores?
—El criterio de tal elección responde a que fueron ellos —poetas que siempre leí y me gustan—, con sus poemas y canciones, quienes también me enseñaron tanto cómo se sostiene y celebra la vida, la naturaleza, y cómo sufre en manos de quienes en lugar de dialogar con ella la someten en función de sus intereses económicos.

—La idea de progreso que mucha gente se hace en su mente suele representarse en la forma de grandes ciudades y una apabullante tecnología. ¿Qué tiene que decirnos al respecto la ecología?
—Lo que desde hace tiempo nos viene diciendo la ecología, como intérprete y portavoz de la naturaleza, es que en vez de usarla hay que INTERACTUAR con ella: como en el reciente caso de los niños extraviados en la selva ecuatoriana, que más que amigos eran familiares de la naturaleza y esa interactuación es lo que les salvó la vida. No debemos emplazar a la naturaleza a entregarnos solamente lo que nosotros queremos. Y es la sensibilidad artística la que percibe y entiende su lenguaje, sus necesidades y sus padecimientos. Y a esto es el poeta quien también lo traslada a su trato con el lenguaje, que nuestra época articula cada vez más utilitariamente, o para mentir y pelear. La sensibilidad artística, la sensibilidad del poeta, le permite escuchar y entender lo que las cosas dicen. El productor extractivista sólo escucha sus intereses y no se da cuenta de cómo reclama ser escuchada la naturaleza: muchas veces con su lenguaje de terremotos, tempestades, sequías, etc… Si eso es “progreso” creo que ha llegado la hora de replanteárselo.
—En el ensayo introductorio destacas la necesidad de legislar para defender la naturaleza. ¿Eres optimista en este sentido? ¿Crees que llegará un momento en que la humanidad volteará a ver a la madre Tierra?
—Creo que a los seres humanos, por el hecho de que queremos sobrevivir, no nos queda otra alternativa que considerarla un organismo vivo, que nos hace vivir a nosotros y que reclama lo mismo: ser un sujeto con derechos que deben ser respetados. Repito, tratado como lo que es: fuente de vida y posibilidad de permanencia en el universo. No es gratuito que la reacción ambientalista que estamos viviendo venga acompañada por los derechos de las minorías, entre las cuales cabe incluir a las lenguas minoritarias, que hacen que haya diversidad, riqueza de vida. Y no es casualidad que venga acompañada también por movimientos como el que reivindica los valores conculcados de la mujer: a quien, debiéndole la vida, hemos vivido quitándole derechos y haciendo que trabaje para nosotros, los hombres. Hemos olvidado que la Madre Tierra es la mujer de la cual nacimos y que es quien nos sostiene.
Lee también en Letralia: “Ecopoesía: palabras en acción”, uno de los ensayos de Ecopoesía, de Aldo Parfeniuk.
Ecopoesía: cinco poetas a la defensa del ambiente
—En el ensayo sobre Leopoldo Castilla comentas su cualidad de viajero infatigable y hablas de cómo ha influido esto para que el poeta considere el todo como su casa. ¿De qué forma se aprecia esto en su poesía?
—Se aprecia simplemente leyendo la mayor parte de su producción poética (que es voluminosa), que es de una gran calidad estética. Hay que adentrarse en su capacidad de diálogo, de interacción con lo que lo rodea: animado o inanimado, que es lo mismo, porque para él los humanos, los bichos, las plantas y la geografía entera del planeta somos una sola cosa: somos hierro, fósforo, litio: todos compartimos un mismo código, y es por eso que podemos —y debemos— interactuar. Él, su poesía, hace mucho tiempo que salieron al mundo —continente por continente— para verificarlo y decirlo: ahí están sus poemas. Cada “nuevo” lugar que Leopoldo “Teuco” Castilla conoce y siente, le es familiar. Es su casa, porque en definitiva la naturaleza (un árbol, un río, una montaña…) y los elementos del universo entero podrán tener diferentes formas y nombres pero —al igual que los humanos— son una misma cosa; dentro de una misma inmensa casa.
—Cuando escribes sobre Edith Vera, quien escribió El herbolario basándose en conocimientos ancestrales sobre las propiedades del mundo vegetal y haciendo poesía con la vivencia sencilla, le asomas al lector el concepto de predadores del lenguaje. ¿Puedes explicarnos esto y contarnos cómo se relaciona con la obra de Edith Vera?
—Lo de Edith Vera es una suerte de retorno a las fuentes, a los orígenes, en los que siempre hay verdad (y lo verdadero siempre es bello). Así como desde las palabras más simples y las metáforas elementales se construyen los afinados conceptos unívocos que usará cada disciplina científica, sabemos que desde las propiedades de cada yuyo, hierba o planta se construyen los medicamentos y drogas específicas para tratar un sinnúmero de enfermedades. La química (tanto en lo verbal cuanto en lo biológico) sintetiza y multiplica artificialmente lo primero, lo básico, y con ello quizás beneficia a muchos pero por un costoso precio a pagar: siempre habrá “daños colaterales”. Alguien decía: “La verdad de lo pequeño es casi toda verdad. La verdad de lo grande es casi toda duda”. Las “verdades” que contiene lo grande significa que mucha gente cuenta con drogas para sus dolencias, o no se muere de hambre gracias a la ingeniería genética en los alimentos. El problema del hombre actual es que se ha excedido en lo artificial, utilitario y generalizado, y perdió de vista las fuentes: la naturaleza, que es de donde sale todo, y la experiencia directa de la naturaleza. Hace tiempo que Macedonio Fernández contaba —en broma— que, para muchos chicos de la ciudad, el campo era el lugar donde “los pollos pasean crudos”. Edith Vera, con la poesía de El herbolario, pretende mostrarnos eso: que no hay necesidad de depredar, ni a la naturaleza ni al lenguaje.
El poeta es el hacedor, el fundador de las lenguas: llámese Homero para Grecia, Dante para Italia, Shakespeare para Inglaterra.
—Romilio Ribero vivió poco más de cuarenta años, y en su obra destacas su cualidad de demiurgo y el tema recurrente de los ciclos. Nos gustaría que nos hablaras un poco de este autor.
—Romilio era un artista —pintor y poeta— del interior del país (Capilla del Monte, en la provincia de Córdoba) que también “se buscó” en los orígenes, sobre todo de su lugar de vida. Y en los primeros habitantes, en la gente incrustada desde siempre en ese paisaje natal. Por la época en que escribía se sentía, asimismo, identificado con aquella corriente universal de los poetas malditos, dispuestos a entregar su propia existencia física, con el uso de estimulantes y viviendo situaciones límites, en la búsqueda de La Verdad. Y a esa Verdad también había que buscarla en los originarios, en sus mitos y fábulas con las que se posesionaba para escribir y pintar: él también, como digo de todo poeta, de todo artista, dejaba que “lo otro” le hablara. Y es por esta capacidad que tiene el poeta de “entrar” al interior de cada cosa, por pequeña que ésta sea, para que ella hable y diga qué es: por eso el poeta es el hacedor, el fundador de las lenguas: llámese Homero para Grecia, Dante para Italia, Shakespeare para Inglaterra, Shevchenko para Ucrania… Ellos nominan la identidad, fundan lenguas y culturas, dan nombre a la realidad, a la vida. Luchando contra la contaminación, cuidan que no se diga una cosa por otra, y que no haya desperdicios: palabras vacías o mentirosas. Es por esto que el poeta es el ecólogo del lenguaje.
—En la poesía de Manuel J. Castilla el hombre está profundamente arraigado a la tierra. Hay en sus textos una noción de equilibrio ambiental. ¿Cómo influyó en este autor la cultura de su región, Salta?
—Manuel J. Castilla es un poeta salteño, de Argentina, definitivamente consagrado como una de las voces ineludibles de la poesía en habla hispana. En su palabra hay tal grado de identificación con la naturaleza que cuando uno lo lee siente que está hablando un árbol, un pájaro, un río… Y su consagración no es solamente a través de las coincidencias de críticos, estudiosos o de los numerosos premios que acreditan su valía. Manuel Jota (El Barbudo, como lo llamaban sus amigos) ha entrado en el alma del pueblo no sólo a través de sus libros sino de sus creaciones para un cancionero popular que es marca de identidad de su región, pero también de Latinoamérica misma. Sin su voz el mapa continental estaría incompleto. Él sintió que su palabra la dictaban su tierra y su gente. Y decía por los que no podían decir, naturaleza incluida por supuesto. Quizás por estas razones yo siempre sentí que él estaba equilibrando cosas, aspectos, situaciones, que estaban muy desparejas. Todos sus libros están encabezados por una copla anónima, perteneciente a la memoria del pueblo, de cuya cultura él se sentía parte y era su voz.
—En Dulce María Loynaz, poeta nacida en una isla, el agua cobra especial importancia. En el ensayo que le dedicas a la autora cubana manifiestas que su obra intenta responder a la pertinencia de considerar lo ecológico como fundamento de lo humano. ¿Puedes hablarnos más de esto?
—Por supuesto, aunque creo que en el libro a esto se lo contesta mejor. De cualquier manera a esta interpretación me condujo lo sostenido por varios filósofos presocráticos que postulaban elementos de la naturaleza como el fundamento de todas las cosas: el agua, la tierra, el aire… En la gran poeta cubana esto (sobre todo el agua, de la que ella vive rodeada) se cruza con dos aspectos esenciales y a su puesta en valor: el amor y lo femenino. Podría decir que nos recuerda que la Madre Tierra se origina en el Agua. Y que Agua y Tierra no serían vida si no hubiese de por medio una profunda relación amorosa. El desorden ambiental se debe a que desoímos este principio, este mandato.
La poesía es un género en extinción que requiere ser conservado.
La poesía alimenta al sistema ecológico del lenguaje
—Junto con Pedro Jorge Solans y Leopoldo Castilla has emprendido la iniciativa de los Bosques de la Poesía. ¿En qué consiste esta idea?
—Como bien dice Teuco Castilla: “Para que los Bosques de Poesía nos devuelvan la poesía de los Bosques”. En cuanto a aspectos sociales y culturales, la idea es invitar a crear libremente (quiero decir, más allá de imperativos o pertenencias políticas o religiosas) y en cualquier porción de tierra disponible en cualquier ciudad, pueblo o paraje, espacios abiertos repoblados con ejemplares vegetales de cada lugar y en riesgo de extinción. De paso —y en esto tuvo que ver el encierro obligatorio del Covid-19—, generar espacios abiertos para educar a los escolares, reunirse a decir o leer poesía, y hacer visible el desorden de la naturaleza y la necesidad de protegerla también desde la poesía, que siempre pareció ser una práctica cerrada y descomprometida con su entorno cotidiano. También porque la poesía es un género en extinción (según ya lo diagnosticara la Unesco en el 2000) que requiere ser conservado, para que las palabras no sean apropiadas totalmente por los políticos y publicistas y religiosos mentirosos, y por todos quienes usan el lenguaje sólo para comerciar y obtener ganancias: en el campo de la literatura: la poesía es la única que no vende (“porque ella no se vende”, diría un poeta…). Otra razón de peso es recordar, en cada uno de estos Bosques (que ya suman decenas en Latinoamérica y otros países), a los poetas de cada lugar, generalmente olvidados y que mantuvieron viva la naturaleza del lenguaje más allá de todo beneficio personal.
—En Ecopoesía haces una propuesta interesante consistente en “lograr la incorporación oficial de la figura de la naturaleza como sujeto de derechos”, y citas a Galeano quien critica “la ficción de que una empresa tenga derechos” mientras que la naturaleza carece de ellos. ¿Puedes profundizar en este tema?
—En nuestro continente, nuevamente y como en tiempos coloniales, el capital transnacional entrampó a la región. Las leyes permiten que la naturaleza sea malherida y hasta exterminada. Es urgente legislar ya mismo, en todos los continentes, para evitar seguir siendo, como en nuestra Latinoamérica, las víctimas preferidas del extractivismo mundial: el mismo que después viene a vendernos a precios usurarios lo que se llevó prácticamente gratis, dejándonos de regalo monstruosos pasivos ambientales. Además de la celebración de la naturaleza o sus padecimientos —reitero—, la poesía alimenta al sistema ecológico del lenguaje, funcionando como una fuente de crecimiento y “control de calidad” de las palabras que dan vida a cada lengua y al lenguaje humano en general. En un mundo cada vez más plagado de discursos tóxicos, en los que ya no es fácil saber qué es verdadero o no (y en el cual a las grandes sequías geográficas se suma la sequía de ideas creativas o innovadoras), los poetas, a quienes consideramos todavía al margen de la mercantilización de la palabra, se presentan como los únicos que más se acercan a la posibilidad de hablarnos desde la verdad de cada cosa. La época que nos ha tocado en suerte ha puesto de manifiesto, como nunca antes, la urgente necesidad de que la naturaleza sea reconocida, de una vez por todas, sujeto de derechos, con poder para reclamar y obtener reparación ante cualquiera de los cada vez más numerosos y cuantiosos daños que le ocasionamos. Hace ya bastante tiempo Clarice Lispector decía que su vida, por ser más usada por la tierra que por ella misma, es “…tanto más grande que aquello que llamaba ‘yo’…”: y esa es una entre mil razones que se podrían enumerar. No se puede sino defender y pedir vivamente, poética y socialmente, por la perentoria aplicación de normas que establezcan este derecho en la legislación argentina y de todos los países de la Tierra. No puede discutirse que se trata de uno de los más importantes derechos humanos, puesto que hombre/mujer y naturaleza no son sino una sola y misma “cosa” viviente.
—Las iniciativas ambientales de los países desarrollados, comentas en tu libro, han sido financiadas con los intereses de las deudas externas de los países pobres. Hay todo un entramado de corrupción, y quizás también de ignorancia, en el desastre en que se ha convertido el planeta. Ante este oscuro panorama, ¿crees que hay esperanza?
—Es lo último que se pierde: la esperanza. Cabe a los Estados y a la verdadera inteligencia política lograr los cambios fundamentales y no dejarse comprar por quienes se dan el lujo de ser “ecologistas” a sabiendas de que en cualquier país del tercer mundo, endeudado de por vida con el poder económico del primer mundo, a la mayoría de la gente apenas si le alcanza para vivir bajo un techo de chapa y lona, sin poder acceder a los servicios básicos que necesita cualquier ser humano. El Gran Mercado nos quiere educar para que recojamos el plástico y los desperdicios de los que deberían hacerse cargo ellos, que son los que lo producen. Y esto sólo lo puede exigir un gobierno, no la gente de a pie.
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