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La edad de hierro, reflexiones sobre una novela de Coetzee

sábado 21 de abril de 2018
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A José Ramón Orta, in memoriam

Uno. No siempre detrás de un viaje existe un río, una ciudad, un abrazo; sin embargo, a veces la vida nos sonríe y entrega sin pedir mucho a cambio su pasaporte a la esperanza, a pesar de que el verano y la canícula hagan estragos y la tierra se arquee clamando una mínima gota. Desde el avión se observa el latigazo de plata de la corriente del río Orinoco devastado por la sequía; enormes bancos de arena jamás vistos emergen como advertencia silenciosa de lo que el Homo sapiens está haciendo con el planeta.

Tal vez no sea momento para languidecer ante los pesares de una época que hiere con aguijones de acero, necesario será resistir y confrontar el drama-país que nos agobia: resiliencia llaman los sicólogos a la capacidad de responder a situaciones difíciles, catastróficas, y no sólo salir indemne, sino con una actitud positiva y esperanzadora: ¿será mucho pedir?

El panorama invita a la reflexión; de gran utilidad podría ser volver al luminoso ensayo de Thomas Merton La lluvia y los rinocerontes, donde el filósofo cuestiona los principios del ciudadano de las urbes de mediados del siglo XX (cuando lo escribió), e inicios del XXI (nos atrevemos a considerar como elogio a la vigencia de su texto), víctimas de un estilo de vida dispendioso, superfluo, cautivo del hedonismo.

Por contraste, el también sacerdote y poeta norteamericano propone dos posibles salidas: un activismo liberador de las necesidades ficticias creadas por la sociedad de consumo y orientado hacia la solidaridad en procura de colaborar con el prójimo en satisfacer sus necesidades reales, y la contemplación, pero no como aislamiento ni culto de prácticas cenobitas, sino como confrontación a la pobreza material y espiritual que faciliten una aproximación a la verdad.

“No hay reloj que pueda medir el discurso de la lluvia que cae toda la noche sobre el bosque inundado y solitario” (Merton, p. s/n), es uno de los párrafos de este bello texto que postula un modelo de vida ecológico y que nos recuerda a Benedicto XVI cuando en la encíclica Caritas in veritate propone que “la clave del desarrollo está en una inteligencia capaz de entender la técnica y de captar el significado plenamente humano del quehacer del hombre” (Benedicto XVI, p. 52), y que se sostenga en una bioética para luchar contra el absolutismo tecnológico que engañosamente ofrece un “mundo feliz”, denunciado por Aldous Huxley en su clásica distopía.

 

Dos. Desde la ventana del avión el azar me regala un paisaje de diminutas casas, árboles, carreteras, avenidas, puentes y chimeneas industriales. Los hombres aún no se ven, lo cual demuestra que cuando apenas se toma distancia del globo terráqueo, a muy pocos metros, desaparece aquel ser quien se cree dueño y señor absoluto de este hogar que comparte con otros seres vivos.

La señora Curren, anciana mujer, ha sido informada de que padece cáncer; ella vive sola en Suráfrica pues su hija, hace algunos años, se fue a Norteamérica. ¿Puede haber historia más común y sencilla?

Curiosa y paradójicamente, en el texto de Merton también hay un furtivo avión del Comando Aéreo norteamericano, que en horas de la madrugada cruza las cumbres boscosas del valle donde él se encuentra disfrutando del sonido de la lluvia. En “La isla a mediodía”, de Julio Cortázar, un avión permite al personaje del relato descubrir una realidad que nadie ve y que sólo él observa. No hay que abundar más para llegar a una conclusión objetiva: es necesario tomar distancia para mirar lo que está acá, muy cerca de nosotros, quizás adentro de nuestra propia alma.

En el interior de la cabina del avión, en mis manos, acaricio un ejemplar de La edad de hierro, de J. M. Coetzee; abajo, en algún rincón desconocido del área destinada para los equipajes, mi maleta alberga: El viaje vertical, de Enrique Vila-Matas; El gran salto, breve novela de Alberto Ciáurriz; y Oh Dios o pájaro, antología poética de José Antonio Yépez Azparren, poeta nuestro arrebatado por la muerte a muy temprana edad. Todos estos libros esperan por mí, serán mi salvoconducto para trasegar la vida en estos breves días que estaré en Guayana.

No es casual que la vida sea un viaje, que crucemos este territorio como aves que buscan su nido. Hoy, esas aves son un pájaro de acero, sí, como Superman quien atraviesa el espacio terráqueo huyendo de la kriptonita. Los libros son mapas, sirven de bitácoras para orientar el camino. ¿Cuándo, vida y literatura, se cruzan, superponen y complementan?; ¿cuándo la vida, nuestra vida, mi vida, deja de ser una ficción escrita en el aire y pasa a la realidad de la hoja en blanco?

 

Tres. De esto se trata, de reflexionar acerca de la obra de Coetzee, de su novela La edad de hierro. La trama es muy sencilla, para no aburrir a mis lectores y frustrar a los futuros lectores del Nobel surafricano, resumiré sin dar muchos detalles: la señora Curren, anciana mujer, ha sido informada de que padece cáncer; ella vive sola en Suráfrica pues su hija, hace algunos años, se fue a Norteamérica. ¿Puede haber historia más común y sencilla?, también eso es una trampa, creer que la vida es una épica, suponerla grandilocuente, presuntuosa, rodeada de luces y abalorios.

Quizás por lo dicho antes ocurre que: “No miramos las cicatrices, que son sitios por donde el alma ha intentado marcharse y ha sido obligada a volver, ha sido encerrada, cosida dentro” (Coetzee, p. 222), frase concluyente que muy rápido nos pone en sintonía de los temas que se abordan en este texto. La señora Curren escribe una larga misiva a su hija, en ella comenta los avatares que le suceden luego de su enfermedad, el momento es propicio para cavilar, hacer filosofía: “Intento mantener viva mi alma en una época que no es hospitalaria con el alma” (Coetzee, ob. cit., p. 149).

La expresión anterior una vez más nos lleva a Merton, quien cierra el vínculo mágico entre literatura, personajes y nosotros, como el misterio de un hecho consumado, ¿determinista?; es la cabeza y la cola del uróboros que se cierra en un círculo perfecto: la novela es como la vida misma, la novela es la vida misma, novela-vida, una fórmula conclusiva.

Coetzee narra su historia como nos tiene acostumbrados (hay un hilo comunicante entre esta novela y Desgracia, escrita años después): sin mucha estridencia, sin ruidos ni pirotecnia; en el telón de fondo transcurre una Suráfrica convulsa que emerge del apartheid, sencillamente transfigurada en los personajes de Florence y sus vástagos: Hope, Beauty (Esperanza y Belleza, en español) y Bheki, el mayor, quien junto a su amigo John terminan siendo víctimas de la violencia tribal en unos acontecimientos oscuros que poco importa al autor aclarar, sin duda porque la muerte no tiene justificación por causa alguna, jamás podrá tenerla.

A ellos se suman el señor Thabane y Vercueil. De hecho, la señora Curren escribe para conjurar la muerte y sostiene que es el “último gran enemigo de la escritura” (Coetzee, ob. cit., p. 133); de allí que cuando se escribe, se mantiene la muerte a raya. Es decir, que en este acto de escritura, en esta acción de revelarme a través del papel, de dejar mi alma aquí, ¿estoy combatiendo la muerte?… y quien me lee, quien reescribe esta nota, ¿también la combate? Muerte y destino, vida y novela, Coetzee y nosotros, Suráfrica y nosotros, Suráfrica muy parecida a lo que vivimos en Venezuela: violencia, muerte, esperanza, ternura, silencio, grito.

 

Cuatro. Para volver a los planteamientos de Benedicto XVI, debemos recordar que la caridad es un don que recibe el hombre por virtud divina. Para explayarnos en abundancia en estas ideas, pediremos excusas por esta cita profusa:

Al ser un don absolutamente gratuito de Dios, irrumpe en nuestra vida como algo que no es debido, que trasciende toda ley de justicia. Por su naturaleza, el don supera el mérito, su norma es sobreabundar. Nos precede en nuestra propia alma como signo de la presencia de Dios en nosotros y de sus expectativas para con nosotros (Benedicto XVI, ob. cit., p. 25).

La Suráfrica que Coetzee retrata en La edad de hierro, de la década de los ochenta, se parece a la Venezuela de hoy.

En resumidas palabras, la caridad es un don que antecede a nuestra propia existencia y en cuyo milagro está presente la misericordia de Dios. Estas cavilaciones podrían explicar claramente la relación “extraña” que se produce entre la señora Curren y Vercueil, un indigente que un día cualquiera aparece en la casa de la anciana enferma. Ella le encomienda cortar el césped y las hierbas de su jardín, para así justificar un modesto pago de dinero; sin embargo, le advierte que no se pueden hacer las cosas (contratarlo como jardinero) por simple caridad; y Vercueil le pregunta: “¿Por qué?”, a lo que ella responde: “Porque usted no lo merece”.

La evolución de los acontecimientos de la novela demostrará lo falso del argumento de la señora Curren; tanto el proceder de ella, como el de Vercueil, se conjugarán en un elevado diálogo espiritual de reconocimiento y apoyo mutuos: serán dos “soledades” que, a pesar de su empeño y de sus posturas, de su inercial proyección hacia el individualismo, el temor, la desconfianza y el deber “ser ciudadano” (otra vez, Thomas Merton), se rendirán en un necesario, humano, único y absoluto reconocimiento del otro para poder ser ellos mismos.

 

Cinco. Suráfrica y Venezuela se parecen mucho. Tal vez no se parecen en nada y compararlas sea una necedad, una desmesura. Son países tropicales, ubicados en continentes pobres, complejos. La Suráfrica que Coetzee retrata en La edad de hierro, de la década de los ochenta, se parece a la Venezuela de hoy. Aunque, pensándolo bien, cualquier comparación es peligrosa, descontextualizada, fuera de lugar.

“Como la vida en este país se parece mucho a la vida en un barco que se hunde” (Coetzee, ob. cit., p. 30). Quizás sea esta frase que se parece mucho a nuestro país y en consecuencia he pensado que Suráfrica y Venezuela se asemejan. Me arropa la incertidumbre, la duda. Lo cierto es que leyendo a Coetzee he sentido la desazón, el dolor y la angustia de hermanos, es decir, hijos de la misma madre que se confrontan y hieren. “Diálogo de sordos” es una frase que revela claramente el dilema.

No siempre detrás de un viaje existe un río, aunque un río es parte de un país y es un viaje en sí mismo. Un río es la mejor metáfora que ideó un filósofo para explicar la vida y su transcurrir. Jamás Heráclito vio estos territorios de Guayana que, empequeñecidos, asemejan un país de hormigas que ocurre a los pies de quienes viajamos en este avión. Heráclito no los pudo ver, pero los predijo, los intuyó para todos los hombres y para el tiempo infinito.

En este país hay grandes ríos que tributan hacia un mar infinito: es tierra de sueños, de riquezas ingentes y maravillosas. Aquí también llueve, aquí también debe haber hombres que como Thomas Merton, escuchan caer la lluvia en su gratuidad pasmosa sin hacer mayor caso de los rinocerontes; es decir, de los ciudadanos que, oprimidos bajo su coraza de seres libres, sólo tienen libertad para elegir cómo comprar una felicidad que dura poco.

 

Referencias

Julio César Blanco Rossitto
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