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Una voz propia multiplicada por doce (y un poco más)

miércoles 13 de marzo de 2019
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“Doce hombres a caballo”, de Jason Maldonado

Las dos primeras publicaciones de Jason Maldonado fueron libros de poesía. Emprendió en narrativa con la novela Verde que me muero (2014) y transcurrieron casi cinco años hasta que publicó una compilación de relatos que estuvieron hibernando por años en aquella dimensión donde perviven los manuscritos inéditos hasta adquirir la forma final que se puede leer en Doce hombres a caballo, editado por FB Libros en diciembre de 2018. La obra en cuestión es un hermano menor (por su reciente data, no por su calidad, que quede claro) que se parece al mayor, pero sin ser una repetición de la fórmula que hizo de Verde que me muero una novela solvente. Si un lector se enfrentase a ambos textos sin saber quién es el autor, bien podría concluir que es el mismo, teniendo claro que una novela y un libro de cuentos son creaciones conceptualmente diferentes. Entonces, si un narrador es capaz de dejar patente en dos obras distintas una voz definida y singular que les ponga sello de origen y que no dé lugar a dudas, nos encontramos ante alguien que demuestra maña y madurez en un oficio tan volátil como lo es el de contar historias. Eso, sin temor a parecer cursi, es admirable, es lo que los narradores están llamados a encontrar para hacerse de una estrella con su nombre en el firmamento literario.

Desde la primera historia, el libro deja un regusto a barriada caliente, con inevitables referencias coloquiales y descripciones de ambientes que harían palidecer a quien no los haya visitado.

Que un libro de cuentos utilice personajes que son principales en unas historias y los presente como secundarios o meras referencias en otras hace pensar que Doce hombres a caballo pudo haber funcionado como una novela coral. Ignoro si tal consideración pasó por la mente del autor durante la concepción. De todos modos la obvia cosificación de ciertos personajes que van y vienen habla de una intención deliberada de retar la atención del lector, quién deberá armar los hechos para establecer las líneas cronológicas y dramatúrgicas que unen a Pega Camacho con Alan Brito, a Carlota con Rufino y con El Enano, apenas algunos de los arquetipos demasiado humanos que alardea el libro, ubicados aquí y allá entre las páginas para que no los olvidemos del todo al final del relato que los presenta por primera vez. Como en la fallida serie Touch, del productor Tim Kring (si, el mismo que produjo Héroes), la premisa de que todos los seres humanos estamos conectados es una punta de lanza con la que Maldonado nos transmite que sabe manejar estructuras más complejas que la narración lineal. Aquí el autor se supera en el uso del humor fino y del sarcasmo para describir y a la vez burlarse de sus personajes y/o del patetismo de los lances que experimentan. Al respecto hace recordar el tono de Alfredo Bryce Echenique en Dos señoras conversan o en La amigdalitis de Tarzán, donde el maestro peruano nos saca una risa aun en situaciones que, vistas por medio de una cámara, serían intrascendentes, pero que se tornan hilarantes y perdurables en la memoria gracias a la alquimia de la palabra escrita.

Desde la primera historia, el libro deja un regusto a barriada caliente, con inevitables referencias coloquiales y descripciones de ambientes que harían palidecer a quien no los haya visitado. La cotidianidad narrada no tiene nada que envidiarle en intensidad y creatividad a aquellos libros que se han atrevido a hacer del neologismo, del lenguaje de la calle o de la vida real un estilo tan digno de respeto como cualquier otro. Quién sabe si es un involuntario guiño o tributo a ese clásico de las letras venezolanas de los años noventa, Salsa y control, de José Roberto Duque, que aborda estéticamente y sin miramientos el quehacer diario y el estilo lingüístico de los cerros caraqueños.

El relato “Cleobaldo Bídente” deleitará a los lectores que aman leer sobre metaliteratura (es quizás uno de los tres mejores cuentos de la obra): un personaje ficticio narra la epopeya de su participación en un concurso literario. El capítulo llamado “Llave 13” alude a esas vivencias imborrables de la infancia, a las anécdotas que nos marcan por años y las que le damos salida a través de las cualidades ilimitadas de la prosa. “Pega Camacho” cuenta a un personaje de esos que desprenden un raro magnetismo que nos hace ponernos de su lado. “Alan Brito” es la historia de una tensa partida de basquetbol donde un jugador del equipo ganador, un guapetón de barrio de condición libérrima y malos modales, sufre una mala pasada del destino ante malos perdedores. En “El padre Orángel” un sacerdote revive en la memoria un episodio libidinoso con una monja mientras al otro lado del confesionario Hirdenia le cuenta de sus pecados carnales con un hombre ajeno. Y esto es sólo una muestra de la galería de peculiares vicisitudes por las cuales pasan los protagonistas del libro.

Doce hombres a caballo se antoja no como el puñetazo en la panza de alguien furioso que nos reprocha nuestras fallas culturales, sino como la palmadita suave en la mejilla de alguien sonriente que nos dice con ironía: “Que no se te olvide que así somos”.

Sería mezquino pasar por alto el relato llamado “Coca”, que cierra la obra, en el cual Maldonado nos da testimonio de la degeneración del mundo y de Caracas, desde la perspectiva de un ente maligno que funge como acomodador del destino, al extremo de asemejarla con Comala, la ciudad fantasma de Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Y este es un rasgo inevitable en la narrativa venezolana en este casi primer quinto del siglo XXI: la denuncia de la destrucción de la venezolanidad como resultado de la inobservancia de la ley, de las malsanas prácticas gubernamentales, de la lucha por la supervivencia, del desprecio a la solidaridad que motiva la búsqueda del bienestar individual. El glosario de razones es extenso, pero al final del día el autor, en este relato largo, prácticamente una nouvelle, deja testimonio del dolor y la rabia con que se ha atestiguado el desmedro del suelo natal y nos propone una motivación más metafísica (pero no por eso absurda) del descalabro actual de la mencionada capital.

Hay tantos rasgos del gentilicio venezolano y latinoamericano mostrados con delicadeza y buen gusto (el hipismo, los míticos parientes que parecen sacados de libros de fantasía, nuestra violencia intrínseca, la arrogancia del hombre que ejerce una posición de poder) que Doce hombres a caballo se antoja no como el puñetazo en la panza de alguien furioso que nos reprocha nuestras fallas culturales, sino como la palmadita suave en la mejilla de alguien sonriente que nos dice con ironía: “Que no se te olvide que así somos”.

Heberto José Borjas
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