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Ocio

martes 23 de mayo de 2023
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Ocio, por Heberto José Borjas
Vos, ahora echado boca abajo en el suelo, en posición prenatal, petrificado y con la cabeza protegida por tus brazos.

Urbana, antología digital por los 27 años de LetraliaUrbana. 27 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2023 en su 27º aniversario
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A Eleazar Burgos

Sois un lobo solitario, de esos que evitan las interacciones obligadas por la necesidad del momento. Encontráis cómodo compartir un espacio con alguien sin intercambiar palabras. Tu refugio natural es el silencio, ese reino sin matices donde reina la seguridad de que nada cambia. En una ciudad como Maracaibo este ostracismo no es común. El maracaibero grita de puro instinto, su lenguaje corporal es una constante exageración, cambia el humor de un segundo a otro. Te consideráis una excepción de tu gentilicio, un bicho raro a los ojos de tus paisanos. Jamás cambiarías la fijeza de tus costumbres ni por el oro del Vaticano. Te hace sentir bien que todo acaece según un cálculo previo. El azar se te antoja ese conjunto de manifestaciones dentro de un orden que presenta apenas uno que otro fenómeno imponderable que no modifica el plan general. No te coméis el cuento del libre albedrío: sabéis que se elige con base en condiciones elegidas por otros. Pero siempre habéis anhelado encontrar a ese alguien con quien estar a gusto sin tener que engolar la voz ni adoptar posturas corporales forzadas ni mucho menos disertaciones o concesiones que contravengan tu esquema de pensamiento. Aborrecéis el cigarrillo. Sería el colmo de los colmos tener que hacerlo sólo por agradarle a un tercero. Que se jodan los fumadores con sus cánceres y enfisemas pulmonares. No estáis dispuesto a negociar tu esencia por la mera aceptación.

Llegáis a mediados de diciembre. Comienza tu período de vacaciones. Estáis jovencito, tenéis un buen cargo en una petrolera que todavía paga bien, seguís soltero. Aunque podéis hacer lo que queráis con tu ocio y tu bono de utilidades, te da por abrir una cuenta en Facebook y pasar horas pegado a la laptop. Ni para ir al baño la soltáis. Cambian tus rutinas. Dejáis a un lado tus ocasionales lecturas. El fácil acceso a desconocidos te estimula a la vez que te desencanta. Hay algo indigno en esculcar vidas ajenas: ahora parecen mercancías fungibles que pierden su condición de seres que merecen tu empatía y ahora ganan un estatus de pasatiempo. Siempre te ha asqueado que usen así a la gente. Pero ya no podéis parar de hacerlo. Se ha vuelto adictivo. Escarbar en los demás a través de sus fotos es tu nuevo deporte favorito.

Conocéis a Tania, la chica atrevida de quien habéis recibido un mensaje privado. Te ha obnubilado con su exuberancia y buena labia. Esta interacción es, como todas, un juego de charadas, un tira y afloja para desplegar escaramuzas de ocultamiento de vergüenzas y maximización de virtudes. Facebook sólo alcanza para eso. No le pidáis tanto. Ya tenéis suficiente con los sofisticados filtros para publicar imágenes. Mensajes van y mensajes vienen. Con un día de por medio, luego cada noche, ahora en cualquier momento del día. Saludos que evolucionan en piropos. No se hacen esperar las confesiones sin aviso. La etapa del enamoramiento ha iniciado. Te divierte, como nada, cada línea que le escribís y que leéis de ella en la pantalla. En un par de semanas la confianza sube de nivel y han llegado a la modalidad del sexting, incluidas las fotos sin ropa. En la intimidad de tu apartamento de soltero cualquier lugar es idóneo para enviarle un primerísimo primer plano de tu ingle. Ya para entonces te masturbáis pensando en ella. La riada de semen es profusa, te quema la mano, es una lava que con su temperatura te recuerda el patetismo de tu situación. Dilatáis el flirteo para esquivar el tema de cuándo van a lograr conocerse cara a cara. Ella te insiste, vos no le seguís la corriente.

En Maracaibo, a la sombra y sin moverse, se puede perder en cuestión de minutos el trabajo de un largo baño.

Caéis engatusado. Le decís que sí, que no habéis dejado de soñar con sus carnes en contacto directo con las tuyas, que despertáis con una bestia enhiesta en el bajo vientre que, cual potro sin brida, te cuesta domar. Tania (dizque) se excita fácil, te muestra ante la cámara sus dedos húmedos: sabéis dónde los ha metido.

La cita queda pactada para pasado mañana, veintisiete de diciembre, en la plaza La República. El sitio te encanta. En tus años universitarios fuiste incontables veces a ver grupos de gaitas en vivo, espectáculos presentados por el locutor León Magno Montiel. Su concha acústica es elegante, de una blancura que le suma elegancia. Por fin vais a recibir tu regalo de Navidad. A esas horas de la tarde la temperatura derretirá el latón de los carros, te hará sudar a mares; que el desodorante y la colonia hagan bien su trabajo. En Maracaibo, a la sombra y sin moverse, se puede perder en cuestión de minutos el trabajo de un largo baño.

Podrías llevarla a la heladería La Argentina y complacerla con el sabor que ella prefiera. Mostrarle la fachada del Cunibe, donde estudiaste dos semestres de Informática antes de cambiar de carrera. Tomarla de la mano. Presumirla ante los transeúntes. Invitarla a cenar en Mi Vaquita, por qué no. Quizás pasear con ella en el centro comercial Salto Ángel. Complacerla si se antoja de una cartera, un par de zapatos, una blusa. Y en medio de tanta conjetura, de repente la ves en carne y hueso. Flota en lugar de caminar. La envuelve un halo de candela que te hace humedecer la entrepierna. La pugna está reñida entre el caballero y el semental que te habitan. Acusáis el impulso de hacer una pose seductora, tomar su mano y hacer una reverencia. Al mismo tiempo, ardéis por rodear su cintura con tu brazo, atraerla a tu pecho y empapar sus labios con los tuyos. Que tu lengua hurgue su paladar, ah, ese placer que tanto habéis figurado en noches recientes.

Tan pronto se reconocen el uno al otro, corren a abrazarse. Ella no toma la iniciativa de besarte. Nada te parece raro en este detalle. Así son algunas mujeres, te decís en silencio. En añales de evolución humana la mayoría mantiene el convencionalismo que obliga al hombre a dar el primer paso en el flirteo. Se sientan en un rincón de la plaza. El mutismo reina de momento. Los piropos de rigor rompen el hielo. Te tomáis una pausa para contemplarla y saboreas la delicia del momento. ¡La afrodita de Facebook es de carne y hueso! Pensáis alardear los cuatro vientos de este triunfo de tus novatas artes de seducción. Cuando pensáis qué decir a continuación, Tania espeta que no hagáis ningún movimiento raro ni te pongáis a gritar, que El Chino está a tus espaldas y te apunta con una pistola bajo su chaqueta. Movete despacio y no echéis a correr, te dice él, por detrás. Se van los tres juntos, como si de siameses trillizos se tratase. Obedecéis. Tan pendejo no sois como para arriesgar el pellejo por dártelas de intrépido. Te meten en el asiento trasero de un Corsa blanco, donde hay un tercer secuestrador esperando. No llaman la atención de nadie. Qué es esta verga, pensáis, sin reponerte aún de la sorpresa. Tania va al volante; el Chino se sienta a tu izquierda con el cañón bruñido del arma en tu dirección; el otro tipo está a tu derecha con su mano en tu muslo, cerca de tu ingle, por si acaso, presta para darte un apretón que te neutralice.

Toman la avenida Doctor Portillo. Ahora estáis amordazado, las manos atadas, el orgullo malherido. Tu infortunio se yergue y pavonea su victoria. Pasan frente a la panadería Ciudad de Milán; cuántas veces compraste pan fresco allí. Toda tu musculatura está rígida. Aunque el aire acondicionado del carro hace bien su trabajo, sudáis a mares. Van en sentido del sector Indio Mara. Te llevan al BOD frente al centro comercial Taicupa. Hace tiempo habéis descartado que sea una broma por el venidero Día de los Santos Inocentes. Nadie se juega así con los demás. Si se mide en un torneo el nivel de susto de las bromas pesadas, este llega a la final.

Ahora estáis frente a un cajero automático y tenéis que sacar todo el efectivo que podáis. El Chino a tu derecha, como si fuese un pana que te acompaña en una diligencia de rutina. Mientras metéis la tarjeta en la ranura te da por ver alrededor, quizás un transeúnte detecta algo raro en la situación y te auxilie. Nada. Ya el mundo no prodiga milagros como antes; eso queda para los enfermos pobres de los hospitales, pensáis. El Chino te da un totazo en la mollera. Concentrate en el cajero, te dice. De repente se oyen disparos cerca. No sabéis si es del lado de la avenida donde estáis o enfrente. Los tres malhechores se esconden, te dejan a tu suerte por unos segundos. El mardito no vino solo, grita Tania. El carro arranca de inmediato y se va haciendo chillar los cauchos contra el pavimento. Los captores te creen policía en una misión encubierta. El Chino echa unos tiros al aire y sale corriendo en dirección a la avenida Delicias. Te ha tenido en ángulo abierto para dispararte, pero su prioridad es siempre protegerse.

Y vos, ahora echado boca abajo en el suelo, en posición prenatal, petrificado y con la cabeza protegida por tus brazos.

Quién te diría que saldrías ileso del susto de tu vida por coincidir en tiempo y espacio con el asesinato a Antonio Meleán. Se lo contáis a alguien y no te cree. El cajero automático está ubicado en diagonal a la barbería Doménico, en el centro comercial Taicupa. Allí se dispone a entrar el afamado mafioso, cuando desde un vehículo rojo le dedican una ráfaga de treinta y seis balazos justo después de que el Chino te golpea en la cabeza para que tu mirada vuelva a la pantalla del cajero automático. El buen tino de los sicarios se lleva el alma de Meleán a otros confines. Y vos, ahora echado boca abajo en el suelo, en posición prenatal, petrificado y con la cabeza protegida por tus brazos. Cuando por fin entendéis qué pasa, te vais caminando sin rumbo por la avenida 5 de Julio, sin conciencia de tus movimientos.

Te montáis en un taxi. El joven al volante te ve por el retrovisor y se le enciende una alarma de alerta: la descarga de sustancias en la panza, súbita, irrefrenable. Le da mala espina tu sudor frío, tu mirada imprecisa, tu resuello. Está a punto de pedirte que te bajéis. Tu aire no es de atracador novato. Él se lanza a preguntar el motivo de tu evidente tribulación. Es mejor que respondáis o vais a lucir más sospechoso. Comenzáis tu relato. El chofer no se muestra impresionado. Ha escuchado todo tipo de anécdotas que hacen de la tuya una minucia. Dice, por condescender: Tenéis suerte de no terminar secuestrado o con un balazo en la cabeza. Te deja gratis la carrerita. Cuidate, que estáis vivo pa’ contarla. A pesar del consejo, no dejáis de acusar el prurito de la hombría malograda y el susto entre pecho y espalda. Miráis hacia atrás porque te mortifica un sobresalto de persecución. Le imploráis a Dios, de quien últimamente te habéis olvidado, que te guarde hasta que lleguéis de vuelta a casa. Empezáis a admitir que todo esto te ha pasado por pendejo. Vais bien. Esta lección, como todas, llega por las malas. Ahora pensáis que Dios, ese guardián que ahora invocáis con aprensión, te ha salvado. Ha intervenido con su pesado sentido del humor, el lenguaje con el que mejor sabe manifestarse.

Heberto José Borjas
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