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Poemas de Ana Zhennamir Rivas Delgado

lunes 26 de octubre de 2015
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Versos errantes

I

Nace la noche y en la angosta soledad
una luna me crece dentro del pecho.
El observatorio de mi lecho pronostica
que hoy habrá eclipse de alma.

 

II

He rodado de ti —cielo—
tantas veces,
que me urge el secreto
de flotar como la estrella.

 

III

Solamente el silencio.
Sé que a lo lejos,
sin embargo,
algún arbusto flora.

 

IV

No es la esperanza, sino el asombro
lo que me demora.
Zarpo a la vida cada día
con una nueva mirada.

 

Desahucio

Lo que se toma, lo que se deja
un horizonte que era el eje de la Tierra
—en su vértigo iniciaba la sonrisa—
y ahora
al tiempo del destiempo
viento mudo que borra las huellas de la aurora.
La noche es un cristal quebrado
ajando el pie desnudo del camino
con el libro impreciso en donde ahoga
el polvo del destino
y los sueños trajinados de los hombres,
y sus ruegos abriendo la ventana
a ver si de repente Dios se asoma.

Cuando la sombra se hace
la fe se vuelve una promesa
de alas que huyen de la boca,
como un gran pájaro que atraviesa el pecho
y te deja abandonado al pie de una cornisa.
¿De quién, el ojo moribundo con que inquieres
un límite herrumbroso en la puerta de salida?
¿Y dónde, dónde se retorna al día,
si hoy no hubo amanecer
y el calendario te encontró nublado?

Acunándose en los bordes de tu pena,
algún sensible ángel se conduele
y llora.

 

Retorno a mí misma

I

Ahora se agita
mientras late infinito en las entrañas
y cosecha el olor de cada instante
allí donde es abismo,
desde la cicatriz salvaje de la herida.
No sabía que el temblor sobre las huellas
inmolaba la sangre de mi estirpe
ante la costa patriarcal de la corriente
por no escarbar al río,
bajo el río,
bebiendo el barro ancestral
de nuestro origen.

Mujer:
Divina bestia amordazada
prisionera en los caparazones de los caracoles,
con tu instinto
envuelto en baba,
baba de hiel
y mortífera salina.

Pero ahora se agita:
hablo
de este aullido que crece y su carrera,
del trueno en que revienta mi tormenta
o de la eclosión sagrada de una flor,
antes de que el sueño
la entierre en su espesura.

 

II

Madre
¿en dónde estoy?
el bramido de un tambor martilla la maldita
aureola con espinas sirviendo mi cabeza
en la mesa de un banquete banal,
civilizado,
con su lengua que amortaja en narcótica
obediencia.

Madre
¿hacia dónde voy?
tus manos revelan el hilo original
para hacerme un camino entre la niebla,
pero aún todo está oscuro y mis dedos no adivinan
las orillas cristalinas de tu tela.

 

III

Renaceré
dejando al mundo atrás
o acaso, al renacer,
yo misma seré el mundo.
Aún en duermevela comienzo a descifrar
que la mayor verdad
habita en la semilla gestándose en la tierra
y me marcho a correr junto a los lobos.

 

Conjuración de la herida

Le tengo miedo a tu tristeza,
niña,
al horror de tus pies desnudos y pequeños
jugando a hacer sombras en mi almohada
y al cántaro roto que estrelló en guijarros
los gritos soeces del día.

Tras la puerta
donde nos vigilaba aquella araña
se quedó esperando tu muñeca,
porque sólo ella vio cuando te fuiste
a vivir en el fondo de un espejo
(los cuentos después huyeron de la casa
y aquí me quedé yo,
creciendo en tu lugar,
con la voz de los muertos para velar el duelo
).

Ayer regresó tu letanía
y vino tras de mí
trepando las entrañas,
pero ¿qué puedo yo?
Yo, que no aprendí
aquel idioma puro y feliz de los conejos.
Si tuviera una llave de universos
le abriría la puerta a los planetas
que escondiste
sollozando
debajo de la cama.
Pídele a Alicia
que le pregunte al Sombrerero
en qué mágico borde
por el desván del tiempo
no me tragaría,
al nombrarte,
un gran hueco
y tal vez entonces
podré liberarte
con una sonrisa
que cave el espejo.

 

La hilandera de almas

Fue en la hora de Hécate,
cuando rendida a las alas
de mis sombríos dones
abandoné mi cuerpo
y partí por la ventana.
Me sentenció la noche
llevándome a una tienda
umbría y solitaria,
al filo de un paraje
hervido en mil coronas
de fríos crisantemos
¡Las flores de los muertos!

Mentiría,
por la paz de mis ancestros
mentiría si negara,
con cuánta prisa incierta
de huir me vi tentada,
pero apreté los pasos
al grito de la luna
que me miraba impávida
y atravesé la entrada…
Aquel modesto espacio,
de tímida escasez
urdida en el colgajo
de un eco abandonado
se despertó acechante,
y aún de haber podido
¡ligero habría corrido
con salto galopante!

La carreta de mis venas
se inundó de adrenalina
cuando casi desmayada,
de terror atropellada,
vi de pronto en un rincón
—malgastada y mortecina—
a una figura dolorida.

Qué digo la mujer,
aquel viejo esperpento,
me pareció una costurera
vomitada por el viento
del infierno,
con sus labios
en rictus tembloroso
apenas dibujado
sobre el rostro macilento.
Aunque entonces yo era vaho
me quedé paralizada
y rogándole a los cielos,
les pedí que por mi vida
¡por favor, no me mirara!
Mas la burla del destino
rompió cruel mi pedimento
y como si fuera nada,
se levantó su mirada
hacia mí sin aspaviento.

¡Pero, ay! ¡Ay, qué ventanas
para ver con tristeza y gran encanto
embellecían al espanto!
Dulcemente nos velamos
con el candil de los ojos,
pues comprendimos al vernos
que éramos luces sensibles
perdidas en los abrojos.
Y fui a dar hasta su falda
para hacerle compañía,
mientras el pobre espantajo,
con sus manos de esqueleto,
sólo cosía y cosía…

—Hilandera —pregunté—,
hilandera ¿por qué zurces
entre dejos y oscurana,
escondida entre la espuma
con tu lámpara de bruma
que no alumbra casi nada?

Y respondió la hilandera:
—Para atrapar los recuerdos
arrancados al lamento
de las pieles de las almas.

—Hilandera… —le insistí—
hilandera, ¿por qué bordas
con los hilos de las lágrimas,
que son cantos lastimeros
descosiendo los luceros
en los cielos de las ánimas?

Y susurrando me dijo:
—Porque estoy labrando mantos
desmembrados desde el llanto
de llamados que no callan.

—Tampoco entiendo, hilandera,
para qué tejer con huesos
de cuevas y tumbas rancias,
que son una negra estela
para armar con triste tela
seres de lúgubre estancia.

—Porque trenzo los encuentros
de los que escapando al tiempo
aún se buscan y se extrañan…

¡Ah! las respuestas
de aquella cosedora
se marcaron en mi mente
cual puntada soñadora.
Era una Ariadna marchita
deshilando el laberinto,
para juntar las pasiones
que evadiendo al inframundo
se buscaban por instinto.
Y supe que hilando a otros
mientras hacía su oficio,
deliraba en sus angustias
recuperar de la muerte
a su adorado Dioniso.
Sentí una profunda pena
por tan oscura faena
donde inventaba el alivio,
pues se iba secando triste
sin hallar al gran amor
que era la luz de su cirio.

Despuntada al rato
el alba,
me llamo de nuevo el cuerpo
para retornar al vuelo;
pero antes de retirarme
quise ver si había un amor
inmortal en mi sendero…

—Hilandera: ¿hay para mí
alguna hebra en tu canasta?

Y sonrió la hilandera.
Sonrió con la confianza
de un demonio redimido
y partí con la esperanza
de una rosa del desierto
sobre mi paso perdido.

Ana Zhennamir Rivas Delgado
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