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Retazos 2010

viernes 22 de enero de 2016
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Domingo 25 de julio

No me acostumbro a escribir a diario. No sé si es falta de dedicación, prurito de anotar cada detalle nimio de mis días o, simplemente, aburrimiento. Un diario es deshacer el día en una reflexión o, al menos, en un ensimismamiento. Los momentos son evocados por palabras que distan de aquellas impresiones que saboreamos en un principio. Escribir produce cierto resguardo por más que no asegure nada.

Incluso las expresiones y los gestos que somos se han acumulado de las personas que nos rodean como si fueran sedimentos constituyendo parte de un suelo.

Toda esta semana he estado inquieto por escribir, pero es ahora que la inquietud, acompañada por una llovizna de madrugada, me ha sentado al frente de estas hojas.

Esta es una semana acontecida. De la misma manera como acontece que mi corazón prefiere percatarse de los cambios más palpables, llamamos acontecimientos a lo que nos transforma desde afuera mientras acallamos los cambios internos hasta que surjan ante nosotros. Preferimos lo visible.

Ignoramos lo sutil así como no me percaté de este otro lado de mi tía M. como actriz de teatro. Fue una casualidad, la de ir a ver a la abuela de A. en una obra, que me permitió compartir con mi tía una nueva faceta de ella, como si fuera descubrir otra parte o un detalle de una máscara ya vista. Nuestra incapacidad por detallar mejor los gestos y las acciones de la gente la denominamos “una novedad”. Y fue una sorpresa profundamente alegre la que me conmovió al ver que ella también estaba en esa obra; que sus chistes o sus gestos joviales asomaban pistas de sus dotes como actriz; que ya me había comentado que hacía teatro; sí, pero que toda la situación surgiera como sorpresa para mí fue lo que me fascinó e inquietó, así como necesité de esta casualidad para conocer que el nombre de quien siempre había llamado “tía M.” era M. T. P. Una situación “nueva”, como un gesto nuevo en apariencia, brinda otras resonancias a los nombres que hacen eco dentro de nosotros.


“No se te pierda el camino”. A. finalmente se mudó a El Hatillo. Te mudas como la serpiente muda su piel, pero la pregunta es si ella recuerda tanto como tú las habitaciones abandonadas. Acumulamos cosas que nos moldean una manera de estar en el mundo —una manera de caminar, de entrar a los lugares, de movernos— pero poco a poco, sometidos al abandono, nos olvidamos de esto: que incluso las expresiones y los gestos que somos se han acumulado de las personas que nos rodean como si fueran sedimentos constituyendo parte de un suelo. Ayudar a A. a sacar, escoger y guardar también ha removido algo en mí. Habitamos lo que acumulamos, sean cosas o experiencias. Esta manera de atravesar el pasillo hacia su habitación, esquivando la puerta corrediza de madera, queda en mi memoria. Esta manera de entrar en su cuarto, cerrándolo con seguro lo que nos brindaba más privacidad, queda resguardada en mi cuerpo como una necesidad de compartir con él en la intimidad: entramos y salimos de (la vida de) alguien así como entramos y salimos de cada lugar. Cada objeto configura mi manera de relacionarme con A. no como una manía por el significado, sino porque cada descubrimiento actúa como un vínculo entre él y yo.


“Hablar es otra forma falsa de olvidarnos” (Pessoa, El marinero).

Caracas nos expone nuestras miserias a diario. Es en el metro donde más desfila el catálogo de nuestra pobreza. Este es un prolongado circo en el cual hacerse visible no tiene la espectacularidad de la representación, sino la cercanía de la fragilidad. Este es el hacerse visible como si fuera a exhibir las heridas. Y nuestra compasión pareciera depender de si les damos algo de dinero. Si no, parecemos indiferentes de una manera parecida a como hoy el conductor del metro calló las palabras de uno de los mendigos por el altoparlante. Las acalló con fórmulas corteses apelando a la seguridad y al buen servicio; interrumpió el acto del mendigo y éste, mientras intentaba retomar su número, más reducido a una queja quedaba. Hablo de “acto” y de “número” no con ironía, sino con la intención descarnada, esta misma con la que ellos nos someten a la exhibición de nuestra pobreza más profunda: manifestar sus necesidades y carencias, incluso físicas, para obtener lo que sea de dinero. ¿La mendicidad es nuestro desdén propio pidiendo algo de atención? La calle es la herida abierta que nos permite sobrevivir al día a día de los mendigos. La mendicidad son las artes rasgadas, desnudas, en plena necesidad. En la calle el arte es el manifiesto, el canto, el instrumento, del dolor y la pobreza. En la calle el teatro no tiene escenario porque todo es una escena y olvidamos con facilidad que somos personaje y público. Nos engañamos de ser sólo público pasivo, pero la incomodidad nos inquieta la posibilidad de que somos personas dentro de la escena de los demás, que ser público es exhibir las heridas del personaje en nosotros.

 

Lunes 30 de agosto

Se siente una inquietud al ver cómo las casualidades encauzan la rutina. Hoy, en casa de A., curioseábamos una telaraña tejida por una araña negra y amarilla que permanecía firme. Qué estructura tan resistente y a la vez flexible al viento, diseñada meticulosamente, pegostosa mientras más se teje hacia el centro. Y justo ahora leo en el periódico del cine club Waleker, “araña tejedora” en lengua indígena, organizado por una muchacha para mostrar películas en retenes. Tejemos casualidades y detalles en busca de sentidos. El otro día, el miércoles, entre retraso, gentío y sudor en el metro, un niño a mi lado agitaba su serpiente de juguete por la puerta del vagón mientras seseaba sonidos. Estaba hipnotizado en su juego y, poco a poco, yo me dejaba llevar por lo que él recreaba. Fue suficiente un “Tengo una serpiente en la bota” para que el encanto del juego y de Toy Story 3, tan fresco, se tradujera en un nudo en mi garganta.

 

Lunes 15 de noviembre

Después de varios días de descanso aquí en casa para recuperarme del desvanecimiento y de la gripe, ayer fui, junto con mis padres, a celebrar el cumpleaños de mi tío en casa de mis abuelos. No sé si fue un cambio en el sitio donde me siento, si fue por el alivio de ver otro ambiente, pero disfruté la reunión como si hubiera algo diferente, algo diferente dentro de mí, ya que los cambios interiores suelen pasar desapercibidos, como si fueran costumbre. Una nueva blusa, menos maquillaje, más contextura, los notamos aunque no los mencionemos. Pero una sonrisa o una mirada de alegría al saludar se escapan con más facilidad. Y tal vez por esto permanecen más en nosotros esperando que vuelvan.

Estar acompañados impone una postura, una manera de estar. La diferencia reside en cómo somos según el o la acompañante.

En un momento de la reunión, cuidadoso de mantenerme un tanto distante para evitarle el contagio a alguien, me senté entre el televisor y la entrada. Pude ver, aquí, a mis primos atentos al partido; allí, a mi tía, a su mamá y a mi abuelo conversando entre ellos; y allá, a mis tíos, a mi abuela, mis padres y mi prima echando broma mientras comían. El transcurrir de la reunión se dio con el cambio de unos para allá, otros para acá, carcajadas de chistes en la mesa, asomos de pelea más acá. Y, como siempre, la insistencia por picar la torta. Si una torta de cumpleaños es indispensable en tal celebración, parece más un ritual de cierre: pareciera imponer una despedida.

Ahora, pensando en la reunión, me doy cuenta de que los primos no hicimos nuestro acostumbrado traslado a una de las habitaciones del apartamento. Es un acuerdo tácito para echar broma, como si buscáramos nuestra propia manera de relacionarnos sin los adultos, aunque nuestra relación de primos no se mantengan casi fuera de estas reuniones. Ya fue hace mucho cuando compartimos L., M. y yo, y ya han pasando meses desde que salí la última vez con O. y D. Es como si sólo pudiéramos coincidir en familia y para desentendernos de ella mientras dure la reunión. Me pregunto cómo serán ellos en otros contextos, con sus amigos, enamorados, en la universidad, en el trabajo, a solas. Estar acompañados impone una postura, una manera de estar. La diferencia reside en cómo somos según el o la acompañante.

 

Miércoles 17 de noviembre

Cuán distintos pueden ser los episodios de nuestra vida cuando son contados. Estoy convencido de que una frase, una palabra, puede brindarle otro matiz a nuestra manera de ver, otro recoveco, una esquina apenas descubierta en el espacio que inquieta nuestro lenguaje. Ayer le comenté a mi mamá sobre la impresión de la reunión del domingo. Al contarle, desperté la relación entre mi cambio de asiento y las veces que mi bisabuela está en casa de los abuelos y se sienta ahí mismo. Tal vez inconscientemente esta asociación que descubrí ayer fue la que me alegró aquel día: sentir, en apariencia, siempre en apariencia, cómo se siente la bisabuela sentada allí, callada, sonriente. O tal vez fue que desde ese punto de vista se puede observar y, por ende, disfrutar con más detenimiento las diversas atmósferas de la reunión. Cómo un solo gesto puede despertar tantas impresiones.

 

Jueves 2 de diciembre

Un día, hace unas semanas, iba en un autobús y me distraje con el bebé que cargaba una muchacha sentada cerca de mí. Sus ojos bien abiertos, bien atentos, me conmovieron. Daban la impresión de que ver era descubrir: inocencia y curiosidad de la mirada sin la pretenciosa reflexividad que después adquirimos. Al rato me pregunté si es con los años cuando, muy poco a poco, sin darnos cuenta hasta tarde, se nos van cerrando los ojos, con los párpados cansados de sostener una rutina que nunca es igual por más que la volvamos costumbre.

Ahora mismo recuerdo este momento, pero no soy capaz de precisar el día, ni la semana, ni la hora. Pertenezco más a la vaguedad del tiempo que a la evocación del lugar, por mucho pretender lo contrario.

 

Domingo 5 de diciembre

De cuán diversas maneras un momento cuaja en los géneros de la escritura; de cuán diversas maneras la palabra cambia según los gestos del momento.

Cuánto pasa desapercibido por la mirada humana. A diario incluso. Esto hace la escritura del diario tan reconfortante y fútil a la vez.

El viernes, cuando fui a casa de mis abuelos, se montaron en el autobús dos hombres mendigando dinero. Uno de ellos, entre sus intentos de que su discurso no sonara repetido, dijo que con “ese trabajo honrado” le llevaba sustento a su familia. Para mí, el resto de sus palabras se escurrieron por mis oídos, justo después de que “honrado” se quedara incrustada como una espina que apenas asoma el dolor que producirá nada más de verla. ¿Hay honradez en depender de la bondad de la gente? ¿Es honrado salir a pedir? En nuestras conveniencias llegamos a ser tan mediocres que no hacemos un esfuerzo ni siquiera por detenernos a reflexionar. Al rato dejé de escuchar al hombre, o tal vez ya se había callado, pero vi en sus ojos una mirada de tal tristeza que los gestos de honrar o de pedir se deshicieron en caprichos del lenguaje.

Después, en la noche, entre el reunirse para preparar hallacas, esta sensación de ritual con sabores, olores y gestos de compartir tan diversos, descubrí una reconciliación: la del sabor de la hallaca. Comí un primer pedazo, indeciso, y me sorprendió: la masa deshaciéndose con el guiso. Comí un segundo pedazo, emocionado: los adornos chorreando sabor dentro de mi boca. Comí un tercer pedazo, como un niño inocente, perplejo porque cada mordida era más sabrosa. Cómo cambian nuestros gustos, pero nosotros no percibimos que cambiamos. ¿Acaso nuestros gustos no transforman nuestros gestos? Y así como una hallaca cambia mi día, una palabra cambia mi manera de ver el mundo. Cada palabra es el género de un mundo.

 

Viernes 17 de diciembre

De qué maneras tan particulares y curiosas nos sorprende cada día. El martes finalmente llamé a S. después de meses sin llamarla. Conversábamos, así, entre anécdotas, bromas y novedades; de repente, de alguna manera llegué a preguntarle cuál era su segundo nombre, pero al decirle que sí recordaba su apellido, “S. B.”, me dijo: “Eres un gran amigo: recuerdas mi nombre completo”. La sorpresa de estas palabras me aguó los ojos. Como si tras el recuerdo del nombre residiera la fidelidad, siempre frágil pero que permanece, del sentimiento. Entre risas reconocimos que la situación nos había conmovido. Es una lástima no poder compartir más con ella.

Igual hoy: L. me regaló una cerámica hecha por ella y envuelta por ella misma también. Su gesto me encantó, tan sincero y natural.

Y es impresionante cómo estas sorpresas pueden pasar desapercibidas si uno no mira atentamente. Es tan breve cada impresión que a veces me parece aterrador. Cuánto pasa desapercibido por la mirada humana. A diario incluso. Esto hace la escritura del diario tan reconfortante y fútil a la vez. Cómo detallo esos gestos. Cómo silencio, no los olvidados nada más, sino los pormenores (que, igualmente, son esenciales al tiempo y al lugar porque me trasladan y devuelven adonde mi atención queda atrapada, puente y pasadizo). Cuánto olvido, cómo vuelvo a hilar, con la memoria, lo que mi cuerpo entramó. Si el olvido hace tanto de mí como el recuerdo, por qué o cómo me es tan difícil notar que soy un continuo rearticular el lenguaje de mis gestos.

Eduardo Elechiguerra
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