Publica tu libro con Letralia y FBLibros Saltar al contenido

Confieso que he besado

domingo 14 de febrero de 2016
¡Comparte esto en tus redes sociales!
“El beso”, de Auguste Rodin (1898)
“El beso”, de Auguste Rodin (1898).

Mi conflicto con el besar comenzó con mi formación en la Doctrina Cristiana. ¡Tanta condena de la concupiscencia!, y esa idea pervertida de estigmatizar la carne con la marca del Diablo; de aceptarla como un castigo, como una materia despreciable, si acaso buena para someterla al sufrimiento, debiendo el creyente evitar cualquier sensación destinada a complacerla, y, en cambio, dedicar su mejor empeño a buscar con avidez el tormento, el cual es un camino a la salvación del alma. Los maestros sacerdotes bajo cuya tutela estuve hasta lograr mi independencia de criterio, se esforzaron en troquelar en mi mente una ideología al mismo tiempo virilista, antisexista, misógina, martiriolátrica, sadomasoquista y necrófila. La visión de un pecho hermoso es tan peligrosa como un basilisco. ¿Cuál oscura perversión pudo impulsar al abate Boileau a decir una frase tan emponzoñada como esa? ¡Señor, tanta maldad merece castigo: si los pechos son la cosa más bella puesta por Dios en la mujer, después de su boca! ¿Pedir indulgencia para la belleza? ¡Imposible en el pensamiento cristiano más rancio!; la belleza es arma del demonio y está condenada. La mujer bella es el paraíso de los ojos, el purgatorio del bolsillo y el infierno del alma —escribió el vocero de la Jerarquía José Luis Chivarino en tiempo tan reciente como el año 1961—; ¡ah, pero el ensañamiento viene desde los tiempos medievales! San Pablo el Anacoreta tuvo la turbia inspiración de comparar la vulva de la mujer con las fauces de una bestia depredadora. San Juan Crisóstomo amplió el concepto; según su pensamiento, toda la naturaleza de la mujer está determinada por su sexo; para ese monje morboso y pederasta la mujer es un mal necesario, una tentación natural, una calamidad deseable, un peligro doméstico, una fascinación mortal, una dolencia pintada. En resumen, un agente del demonio, si acaso no el mismísimo Diablo transfigurado; más peligrosa todavía si a su sexo se suma la belleza. Clamó san Jerónimo: la mujer es la puerta de Satanás, el camino de la injusticia y el dardo del escorpión; lo coreó con opinión semejante el patrístico Tertuliano. La siguiente letanía misógina nos la hizo aprender de memoria un sacerdote visitador: ¿Quién destruyó la fe, la piedad, la paz en la casa de Abraham? Una mujer: Agar. ¿Quién trató de perder a José? Una mujer: la esposa de Putifar. ¿Quién hizo a Sansón un desgraciado? Una mujer: Dalila. ¿Quién hizo culpable a Salomón del pecado de la lujuria? Una mujer: la Reina de Shaba. ¿Por qué se hizo el rey David adúltero y asesino? Por su insano deseo de una mujer: Betsabé. ¿Quién hizo de Acab un impío y un homicida? Una mujer: Jezabel. ¿Quién pidió a Herodes la cabeza de Juan el Bautista? Una mujer: Salomé, ¿Y quién lo empujó a satisfacer esa horrenda petición? Una mujer: Herodías. ¿Por qué Enrique VIII se hizo un hereje y separó Inglaterra de Roma? Por una mujer: Ana Bolena. ¿Por qué Lucero se rebeló contra Dios? Por una mujer: Catalina Bora. ¿De quién se valió Lucifer para hacer pecar a Adán? De una mujer: Eva. Hoy se sirve el diablo de nuevas evas para hacer caer con la mujer al hombre en el pecado y a la sociedad en la corrupción. La feligresía lo corrió a palos del pueblo al ser descubierto masturbándose en el confesionario inspirado por los pecados sexuales de una confesante; invocando al Cordero de Dios, el mañoso sacerdote lograba que las mozas describieran al detalle sus desviaciones de la castidad.

Al no tener a mi alcance una compañera dispuesta a practicar ese besar conmigo, lo ensayé haciendo algo semejante a una boca al juntar el índice y el pulgar, dándole forma a una protuberancia carnosa en el punto de la mano donde esos dedos se unen.

Al colegio una vez se presentó un cura mercedario responsable de la misión de dictar las llamadas “charlas íntimas” para muchachos en los internados. Las charlas del caso venían a ser una especie de curso de educación sexual al revés; digo, porque tenían como único y primordial objetivo convencernos de la enormidad del pecado consistente en tener relaciones con mujeres; no obstante, el calificado por la propia Iglesia de pecado nefando, punible, en ciertas épocas —¡gracias a Dios! superadas— con el martirio en la hoguera, vale decir, la sodomización entre hombres, no le parecía tal a ese tonsurado, por cuanto se la aplicó, al parecer “entre otros” y a este con absoluta seguridad, a un mariquito de cuarto grado conocido como Nestorio, culo del pueblo; debidamente ensartado con anticipación por tres cuartos de colegio. En sus charlas el cura exponía saberes, a su decir, alcanzados por médicos eminentes a partir de sesudos estudios, como este: “Un individuo en un estado álgido de turgencia genital, tiende a frotar sus órganos sexuales introduciendo el pene en el órgano femenino, para llevar al máximo la tensión y producir el orgasmo”. Me preguntaba yo, ¿cuánta investigación debió hacerse para llegar a tan asombrosa conclusión? Pero el acto amoroso es corrupto y apestoso, según san Buenaventura, y lo más vil y bestial, en la opinión de una autoridad de tanto calibre como santo Tomás de Aquino.

No obstante tanta acumulación de horrores, fue capaz de producirme una laceración más candente cierta lectura de uno de los discípulos de Juan Crisóstomo, un tal Cristóbulo, cuyo texto se refería explícitamente al vero objeto de mis ansiedades. Alude Aristóbulo a las dos bocas de la mujer, ¡la cual más infame! Este asceta estítico, en razón de lo cual murió podrido a partir de sus propios excrementos, junto al papa Gregorio VII, virtuoso de la sodomización homófila e impositor del celibato sacerdotal, fueron los creadores del aspecto más nefasto de la doctrina; sostuvieron ellos la suficiencia de la imaginación para configurar el pecado; no es necesario, pues, perpetrar el acto: es suficiente pensarlo. Entonces yo era un pecador condenado a la quinta paila del infierno, a causa de esas fantasías mías, soñándome desnudo y pulsada mi carne de la cabeza a los pies por infinidad de bocas femeninas; bocas carnosas, rojas, entreabiertas, húmedas, perfumadas, succionantes, lamedoras, mordelonas; bocas autónomas, desprovistas de cuerpos, aunque dotadas de alas, como las de las mariposas; gracias a ellas las bocas-mariposas revoloteaban inquietas en torno a mí.

Fui torturado por esas enseñanzas a todo lo largo de mi niñez y durante buena parte de mi adolescencia; hasta alcanzar un punto de saturación, cuando me dije: Si hay que ir al infierno, se va, ¡pero no me jodan más! No es de extrañar, entonces, mi súbita vocación de hacerme musulmán a partir de mi primer contacto con los valores de esa religión en una de mis tantas lecturas subversivas juveniles, una suerte de tratado de religiones comparadas, cuyo autor he olvidado. Uno de sus capítulos ofrecía una descripción minuciosa del cielo, tal como lo conciben los diferentes credos, o al menos, tal como el autor suponía que esas creencias lo concebían. Según el libro, siendo cristianos, quienes logran la salvación eterna, en el más allá conforman una colectividad de entes desprovistos de atributos materiales y de apetitos terrenos; tal masa infinita de los absolutamente purificados, espíritus prístinos libres de toda mácula, yace en disposición reverencial después de los ángeles, arcángeles, tronos, serafines y demás entes celestiales organizados en círculos en torno a Dios; giran con ellos siguiendo un solemne tempo de adagio. Sólo en Él piensan, a Él aspiran, fusionados con Él están: Él los ha hecho parte de su esencia; están ciegos por la luz deslumbrante emanada de Él y no ven porque no tienen necesidad de ello: a Dios lo miran con el alma, no con ojos mortales; tampoco tienen necesidad de oír; hablan, pero dicen una única palabra salmodial: ¡Santo! al mismo ritmo de su austero movimiento; y la repiten sin variación alguna por toda la eternidad. Sin necesidad de mayor elaboración, se entenderá lo muy poco atractivo de ese cielo para un muchacho animado por apetitos más sustantivos, especialmente al tomar en consideración la condición de eternidad señalada para el estado beatífico; ¡es demasiado intenso! El cielo islámico, en cambio, es un lugar idílico pleno de placeres sensoriales; existen en él dos clases de cada fruta, palmeras y verdes, muy verdes praderas; al servicio de los creyentes están las huríes, vírgenes núbiles de piel muy blanca, bocas rojas de labios melados, como apetitosas manzanas del Shabit-al kaal y ojos grandes y muy negros; de cinturas delgadas y esbeltas, vestidas con colores vivos con sus gargantas adornadas y su perfume característico apto para todas las naturalezas; mujeres jóvenes y bellas de movimientos suaves, espíritus nobles, ademanes amables, pechos altaneros, vulvas secas, besos suaves y nariz recta. De acuerdo al olvidado autor, el número de huríes disponible para cada varón muerto en la fe no aparece especificado en el Corán, pero “estudiosos modernos” de ese libro sagrado lo establecían entre setenta o setenta y dos; las huríes tienen como principal cualidad la de regenerar su virginidad luego de cada desfloración, en consecuencia, son eternamente doncellas; en el paraíso islámico también se halla a disposición del creyente un número indeterminado de efebos, cuyo papel en ese eterno juego de complacencias sensoriales me resultaba oscuro; de ser el conjeturado en un atrevimiento de mi imaginación, me lucía francamente repulsivo; terminé borrando la desagradable idea de mi mente, porque no podía concebir a los valerosos, gallardos, viriles y altivos árabes de las lecturas de mi infancia tardía y despertar a la adolescencia, inclinados a retozos con esos llamados efebos. El maniqueísmo característico de la limitada visión del cosmos de un adolescente provinciano, me hacía radical: a uno le gustan las mujeres, como las preciosas huríes, y es un hombre, o le gustan los muchachos, y es marico; a esas alturas de mi vida no admitía la posibilidad de una tercera opción. Pasando por alto este punto de ambigüedad, el hecho es que el cielo islámico resultaba un bellísimo y pródigo jardín, pleno de árboles frutales, de flores cuyo perfume se esparce en el ambiente, de arroyos de leche, miel y vino que no embriaga y de seres hermosos sometidos a tus caprichos; es comprensible entonces la seducción ejercida por esa vívida descripción celestial en quien pasaba más o menos normalmente el tránsito de la infancia a la temprana juventud.

Muchas cosas imprecisamente perfiladas en esos días terminarían clarificándose con el correr del tiempo y a partir de mi exposición a otras influencias diferentes a la Doctrina Cristiana; gracias a ellas, si bien no solucioné del todo mi conflicto en torno al besar, al menos logré ver otras maneras, menos retorcidas, de entender esa práctica.

En mis libros de cuentos feéricos encontré besos de amor presentados como influencias benéficas. Leí de un príncipe transformado en rana por obra de un maleficio, vuelto a su forma humana al ser besado por una doncella. Bella Durmiente sale de su letargo gracias a un beso estampado en su boca por un enamorado suyo. Blancanieves, envenenada por la perversa madrastra, retorna a la vida gracias a un beso de amor.

Llegó también a mis manos un libro cuya lectura, por entrar en flagrante contradicción con todas mis enseñanzas de sesgo religioso, me perturbó intensamente; fue El Libro del Jardín Perfumado, sitio de las Delicias del Corazón; en sus páginas bebí cosas como esta: El beso más delicioso es aquel que se planta sobre unos labios húmedos y ardientes y que va acompañado por la chupadura de los labios y de la lengua…

¡Dios mío! ¿Cómo es, cómo se hace? ¡Ay, jeque Nefzawí, encendiste en mi juvenil alma un fuego, sin darme un bálsamo para aplacar este ardor! Al no tener a mi alcance una compañera dispuesta a practicar ese besar conmigo, lo ensayé haciendo algo semejante a una boca al juntar el índice y el pulgar, dándole forma a una protuberancia carnosa en el punto de la mano donde esos dedos se unen, capaz de responder a los movimientos de mi boca y hasta de apretar mis labios. Con los ojos cerrados, dejando a rienda suelta la imaginación, podía fantasear con la idea de tener a una mujer próxima a mí, respondiendo mis caricias. Pero eso no saciaba.

Al fin, apareció la mujer.

Yo tendría unos trece años; ella sería apenas un par de años mayor, pero ya estaba moldeado en su cuerpo el perfil de la hembra de la especie humana; era una chica espigada, algo más alta que yo, provista de senos prominentes, plenos, aptos para cumplir su doble función de reclamos eróticos y de glándulas nutricias; sus caderas anchas, las características de una “buena paridora”, al decir de las matronas de antaño.

La muchacha tenía la boca frutal y unos dientes ferinos; por lo demás, no era bonita, pero su boca de mestiza, grande, de labios prominentes y pulposos, siempre dispuesta a exhibir los dientes al abrirse y trazar un precioso dibujo en sus estupendas sonrisas, pródigamente distribuidas, por cuanto la jovencita poseía un envidiable sentido del humor. La boca sola venía a ser de sobra suficiente para hacerla atractiva; su boca se convirtió en la imagen recurrente de mis evocaciones eróticas masturbatorias; imaginarme besando sus labios según las reglas del jeque Nefzawí, era estimulación suficiente para ocasionarme turgencias heroicas. A parir de ese atributo fisonómico, me prendé de ella desde el primer instante, feliz acontecimiento ocurrido en este mismo lugar; comprensiblemente, no le revelé mis sentimientos ni mucho menos cómo la involucraba en mis prácticas íntimas; nuestra relación era una buena, sana e ingenua amistad entre dos compañeros de la Juventud Católica.

Tengo la impresión de que las evocaciones de esas escenas delirantes llevaban a un estado similar a mi compañera; ahora sé que si en esos instantes de vulnerabilidad yo hubiera tenido el coraje de ir más allá, ella habría cedido.

La pía Juventud Católica fue la razón de nuestro encuentro; ella pertenecía a la asociación desde hacía tiempo; yo me incorporaba captado por un compañero de estudios, más motivado por la curiosidad y por la natural tendencia humana a la pertenencia a grupos que por la fe o el deseo de realizar servicios sociales; y permanecí en ella después de familiarizarme con sus pacatísimas normas y reglamentaciones porque estaba prendado de esa muchacha y estar ahí era la forma más expedita de encontrarme con ella; pero en nuestra relación, no me atrevía a llegar más allá del límite de la camaradería; ardía por el deseo de abrazarla, de sentir sus senos aplastados en mi pecho, de oler su aliento, su sudor, su sebo, sus secreciones vaginales.

¿Cuál es el modo de tener cerca a una mujer en condiciones socialmente aceptadas?; la respuesta es obvia: en el baile; urdí, en consecuencia, un plan, a mi parecer de ribetes maquiavélicos, destinado a lograr el propósito de abrazar a la muchacha de mis desvelos. Me había impresionado nuestro guía espiritual como un sacerdote de pensamiento un tanto liberal, al punto de no encontrar mal la participación de muchachos y muchachas en quehaceres de caridad y otros de carácter cívico-religiosos, y hasta en juegos inocentes; naturalmente, siempre bajo la debida vigilancia de las inevitables chaperonas. Arteramente, decidí aprovecharme de esta digamos debilidad en su carácter, y en la ocasión de hacerse próximo el cumpleaños de algún miembro de la asociación, en una reunión propuse mi idea: celebrémoslo con un baile… ¡Coño, habría sido preferible mentarle la madre al cura! El tonsurado palideció, me envolvió en una escalofriante mirada de odio, guardó silencio y se estrujó las manos; al mismo tiempo una de las beatas de su entorno íntimo cercana por ahí, parecía a punto de sufrir un soponcio. A mis compañeros la proposición los tomó por sorpresa; en efecto, debido a mi inexperiencia en maniobras políticas, había omitido el paso de lograr una corriente de opinión favorable a la idea de algún modo divergente de lo canónigo mediante contactos y acuerdos previos a la exposición de la misma ante el poder. Una intensa tensión se dejaba sentir en el ambiente; los chicos, en el más absoluto silencio, miraban al levita, aguardando su reacción. El clérigo, con toda seguridad, durante el rato de su silencio evaluó la situación: “¿Será esta suerte de proposición subversiva una iniciativa individual del nuevo, o contará con el respaldo de los demás?”, se preguntaría para su coleto; finalmente, logró la serenidad de su espíritu; esbozó una sonrisa meliflua y en lugar de reprimir frontalmente, utilizó la maniobra de poder de retardo táctico; dijo: “Lo discutiremos en otra reunión especial mañana”, y, sin más, siguió con el asunto de nuestro interés el día de hoy.

Lo del baile escandalizó a la comunidad; pero los muchachos, sin excepción, se habían entusiasmado con la idea; razón suficiente para condenar al promotor de la misma con el calificativo denigratorio de mala semilla, al decir de algunos de los adultos involucrados en los asuntos parroquiales. Se hizo grande la expectativa ante los acontecimientos por venir en el evento al que se dio el nombre de la reunión del baile; la concurrencia a dicho encuentro también fue extraordinaria: nunca había estado tan repleto el recinto de las reuniones de la Juventud Católica parroquial.

El sacerdote entró al salón con una actitud solemne; luego de las consideraciones preliminares de rigor y del rezo colectivo de un Avemaría, también de rigor al iniciar cualquier actividad de la JC, abordó su homilía. Considerado en abstracto, el baile no es malo —comenzó el presbítero— y hasta podría admitirse como una práctica o ejercitación física saludable, pero en la praxis, “muchos modos de bailar modernos son pecado grave”… “y muchas personas van al baile con el único deseo de lograr impuros deleites por medio de apretujamientos y rozamientos del cuerpo”; a continuación trajo a colación citas de autoridades teológicas y médicas para respaldar sus razonamientos. “El Congreso Antituberculoso de Nueva York señaló como una de las principales causas de la tisis o tuberculosis pulmonar, el baile moderno”, reportaba el padre benedictino Germán Prado; el presbítero Carlos Salicrú Puigvert apela a la opinión de “médicos eminentes”, quienes sostienen “que es preciso combatir enérgicamente los bailes actuales, por cuanto son sumamente perjudiciales para la salud individual y para la perpetuidad de la especie, a causa de las excitaciones deplorables, de las perturbaciones físicas y psíquicas que producen, y por cuanto de ellos se derivan flagrantes y progresivos errores de juicio, las incoherencias de tono, de gusto, de medida, que se desarrollan entre seres cultos; la abulia, la indulgencia general de la conciencia en provecho de las manifestaciones del instinto, y el escepticismo por pereza y, sobre todo, por fatiga intelectual”. Ciertos bailes, en particular, encendían la pasión condenatoria de los canónigos, así el misionero apostólico José Bateman apostrofaba: “Si se han prohibido siempre los bailes, para evitar los peligros que en ellos puede correr la virtud y para huir de la disipación que traen consigo, ¿qué habremos de pensar respecto de los tangos y demás bailes modernos, inventados visiblemente por Satanás para perder las almas?”. No obstante, el reverendo escolapio Luis Obregón asumía una posición un tanto más comprensiva: “Distancia en el baile: la suficiente para mirarse y hablar a la cara. El deseo de acercarse, ¡señal de pasión!”. Y por ahí siguió durante algo así como una hora y media. Al terminar su exposición hizo repartir una hoja contentiva del Tetrálogo del Baile, con las siguientes normas rectoras de la conducta del joven católico respecto a esa actividad social: 1ª. Cuando los bailes son gravemente deshonestos por sus gestos, tactos, vestidos y otros adjuntos, es pecado grave participar en ellos. 2ª. Todo baile en el que haya peligro general próximo a la deshonestidad, es malo y no se puede ir a él, a no ser por grave causa y con esperanza de no consentir. 3ª. Todo baile en que haya peligro remoto, no es malo y se podrá ir a él sin culpa, existiendo una causa justa; si no es levemente ilícito. 4ª. Es mucho más laudable la organización de bailes por familias honestas o por instituciones serias religiosas, que puedan vigilar la moralidad de ellos, antes que la organización por clubes o entidades laicas que los hacen sólo con finalidades de lucro sin cuidar mucho su honestidad. Recomendó su atenta lectura y dio por finalizada la sesión sin mencionar siquiera el asunto principal de interés de los concurrentes: la celebración del cumpleaños de un idiota mediante un baile. No obstante la permisividad de la cuarta norma del Tetrálogo, ni en esa ocasión ni nunca se realizó uno auspiciado por la parroquia en tanto yo estuve vinculado a la Juventud Católica.

Ya plenamente incorporado a la asociación, la muchacha de mi apasionamiento y yo quedamos juntos en varios comités y así se fueron formando vínculos. Descubrimos nuestros intereses compartidos; el baile era de uno de ellos; el amor por los perros, otro; del mismo modo, la lectura, especialmente de poesía y de los libros prohibidos; uno de ellos jamás aludido por nuestros preceptores, pero que no podía ser de ninguna otra categoría, fue el descubierto por mí, curioseando entre las cosas de un buhonero, titulado Gamiani; leí repetidas veces esa extraña novela resuelta en el discurrir de dos únicas noches inconcebibles; mi amiga también; en ambos tuvo el efecto de quebrantar la inocencia, pero, dada mi inexperiencia en asuntos del amor y mi timidez puberal, no me atreví a ir más allá de comentar con ella sus más escabrosas secuencias y de recitarle párrafos que sabía de memoria. ¡Cómo se besan los tres protagonistas de esa historia!… Los labios ardientes de la condesa se posaban lascivos en los encantos del prodigioso cuerpo de Fanny… Cuando la joven pretendía protestar con sus tímidas palabras, los labios de Gamiani apretaban fuertemente los de Fanny… Nuestras lenguas se cruzaban con frenesí… Obedeció adivinando mi deseo, y pude a la vez pasear mi lengua ardiente y activa sobre el sexo excitado… A mis caricias correspondió la muchacha besándome en la boca con sus labios rojos y frescos… El delicioso contacto me hizo estremecer de gozo… Luego mi boca reemplazó a mis manos; ávido de goce, lamía y mordía, y las palabras de súplica para que cesara en el juego deleitoso enardecían mi afán en lugar de contenerlo… Pensábamos que algunas de las experiencias narradas en Gamiani debían ser imaginaciones del autor, pero no por esa razón dejaban de revolverme las entretelas del alma; al evocar partes de la vívida narración sentía como si una garra halara las fibras de mis nervios genitales y a continuación experimentaba orgasmos brutales en los que un potro furibundo, sudoroso, jadeante, exhalando espuma por el hocico y un vaho hirviente por los ollares, atravesaba mi cuerpo llevándose mis vísceras enredadas en sus cascos metálicos; orgasmos que sólo mediante supremos esfuerzos lograba, más o menos, disimular; y a partir del brillo de sus ojos, del agitarse de su pecho, de sus temblores, del casi como un éxtasis en el que entraba al escuchar mi recitar, del mador que aparecía en su frente, en su cuello, en su seno… Tengo la impresión de que las evocaciones de esas escenas delirantes llevaban a un estado similar a mi compañera; ahora sé que si en esos instantes de vulnerabilidad yo hubiera tenido el coraje de ir más allá, ella habría cedido; claro, no era mucho más lo que hubiéramos podíamos hacer encontrándonos en público, porque siempre nuestros coloquios eran en esa situación, en la que nos aislábamos de los demás sólo por la “burbuja de cristal”, que así llamábamos a la pretendida campana virtual impuesta en torno a nosotros para conversar íntimamente de nuestras cosas preferidas, indiferentes a todo lo demás en el entorno. Gracias a esas intimidades debidas a nuestras comunes preferencias afectivas, cada uno de nosotros se convirtió en el “mejor amigo” del otro; en la burbuja comentábamos las lecturas secretas y jugábamos juegos verbales pervertidamente inocentes, como uno inventado por mí —evidente reflejo de mis ansiedades— que llamamos Quiz del beso, en el cual uno de nosotros proponía una pregunta en forma de un verso y el otro la contestaba asimismo en un verso, siempre sin perder la rima:

¿Cuál es el beso más deseado?
Aquel que es negado.
¿Cuál es el beso más apasionado?
El beso que se da enamorado.
¿Cuál es el beso más inquietante?
Aquel que da la oculta amante.
¿Cuál es el beso que parte el corazón?
El que lleva el veneno de traición.
¿Cuál es el beso más desosegado?
Aquel beso a escondidas, el robado.
¿Cuál es el beso de las cortesanas?
El que se da pagado y sin ganas.
¿Cuál es el beso más dulce y sabrosón?
Aquel apretadito y mordelón.
¿Cuál es el beso que no es halagüeño?
Ese beso que tan sólo es un sueño.
¿Cuál es el beso más torpe y malvado?
Aquel beso que se logra forzado.
¿Cuál es el beso propio de Cupido?
El beso de verdad correspondido.
¿Cuál es el beso que no es ni existe?
Ese es el beso que tú no me diste.
¿Cuál es el beso más fugaz y chiquito?
¡El besito, el besito, el besito!
¿Cuál es el beso sin calor ni pasión?
Aquel que se da por compasión.
¿Cuál es el beso más raudo y elusivo?
Es ese beso que se da furtivo.
¿Cuál es el beso que el dolor mitiga?
Aquel beso que da la buena amiga.
¿Cuál es el beso más ardiente y goloso?
Es el beso florentino o voluptuoso.
¿Cuál es el beso de veras añorado?
Es ese beso que no ha sido dado.
¿Cuál es el beso que parte el corazón?
Ese es el beso de la desilusión.

A partir de esa plática sobre besos, manoseos y castigos, una sola idea había empezado a revolverse en mi mente; además, como de costumbre, sentía la excitación a partir de la situación, que en esta oportunidad resultaba especialmente comprometedora.

Horas y horas pasábamos en la burbuja de cristal jugando el Quiz del beso, en lo que hacíamos alarde de ingenio: inventamos centenares de parejas de versos rimados; nos divertía muchísimo ese quehacer, y además, era una forma de hacer lo que decíamos “ejercicio cerebral”; también dejábamos transcurrir muy largos ratos conversando, en serio, de nuestras turbaciones emotivas, de nuestros anhelos y esperanzas. La mayor parte del tiempo ella hablaba; yo escuchaba mirándola fijamente, en apariencia siguiendo su parla, pero en realidad embelesado en la contemplación idolátrica de su boca tan amada; en tales ocasiones me veía obligado a cruzar las piernas y asumir poses un tanto forzadas a propósito de disimular las poderosísimas erecciones originadas por la contemplación combinada con mi fantasía; cuando podía hacerlo disimuladamente, practicaba la sintribación; o, más frecuentemente, me estimulaba mediante la ejercitación de mi músculo pubococcígeo, contrayéndolo durante unos cuantos segundos, como quien pretende contener el flujo de la orina, y a continuación relajándolo; de tal modo me deparaba sensaciones divinas, al punto de lograr generosos orgasmos en más de una ocasión; pese a lo placentero, no los propiciaba por cuanto me resultaba muy complicado disimular la mancha de materia seminal a veces visible en mis pantalones; prefería reservar mis descargas orgásmicas para la manipulación en total privacidad siguiente a nuestros encuentros. Las aterradoras advertencias leídas aquí y allá en las publicaciones religiosas ante los peligros de la autosatisfacción manual, también llamada en algunos escritos fornicación personal, fueron insuficientes a propósito de moderarme en tal complacencia. “Es el peor de todos los vicios; el pecado de los pecados y el vicio de los vicios” —escribió una autoridad— “que ha causado incomparablemente más derroche sexual, parálisis y enfermedades, así como desmoralización, que todas las otras depravaciones sexuales juntas”. “Con la masturbación” —afirmaba un médico católico — “todo el organismo se agita, tiembla y se retuerce. Ello en estado normal. Hay individuos que pierden el sentido”. Peor todavía lo anticipado por un presbítero, articulista de una revista de la Acción Católica publicada en España: “Por la masturbación, el sistema circulatorio y el respiratorio quedan profundamente alterados. De aquí las enfermedades cardíacas y pulmonares, como las palpitaciones y la tuberculosis. El bacilo de Koch prende vorazmente en estos organismos debilitados. A veces sobreviene la epilepsia. Más aun, todo aquel que padeció el primer ataque epiléptico por este pecado, tendrá tantos ataques cuantas veces reincida en él. La macilencia del rostro es cada vez mayor. Los dolores de estómago se agudizan. Aparecen los insomnios, los vértigos, las ideas tétricas, la tristeza, la melancolía, los remordimientos de conciencia, la disminución del sentido moral, de la memoria, de la inteligencia. Su término irremediable suele ser el suicidio”. No obstante, yo no sufría ninguno de esos agobios espantosos; muy en sentido contrario, después de una buena masturbación consagrada a la boca de mi amiga, dormía como un bendito; mi rostro lucía lozano, pese a la administración de una paja al día, más o menos; mi memoria era excelente y destacaba entre mis pares por mi ingenio agudo; ni idea tenía de la epilepsia; en lugar de triste, era un muchacho alegre; melancolía me era familiar como palabra poética, no como experiencia; eso del bacilo de Koch y de la tuberculosis sí me producía alguna aprehensión. Pero, ¿cómo iba a ser perjudicial la masturbación, si a partir de la reiteración de mi ejercicio con el músculo pubococcígeo logré un notorio incremento de mi vigor vergal, al punto de lograr sostener una toalla húmeda con mi pene erecto al activar el mecanismo gracias a la evocación de mi adorada?

Esa vez inolvidable nos encontrábamos aguardando el inicio de una reunión en el vestíbulo de la casa parroquial, un recinto multivalente, al mismo tiempo punto de de encuentro de los muchachos de la comunidad, sala de asambleas de la Juventud Católica y hasta aula de clases ocasionalmente. Conversábamos, como tantas otras veces, en la burbuja de cristal; ella, haciendo gala de su sentido del humor, se burlaba sin maldad del buen cura. Le atribuía el hacer uso de una especie de escala penitencial destinada a evaluar la magnitud de las transgresiones a la moral de las confesantes y a imponerles la consecuente penitencia, cónsona con el valor del pecado. Por ejemplo —explicaba mi amiguita a media voz—, dejarse besar en la boca sin lengua valía tres padrenuestros y tres avemarías rezadas de rodillas ante la imagen de la Inmaculada. Con lengua la penitencia era el doble de esas oraciones, incrementándose el número de las mismas según la duración del contacto bucal. Dejarse tocar las piernas o los pechos por encima de la ropa era asunto más grave cuya punición involucraba, además de cierto número de preces, la participación en tres rosarios. Admitir lo mismo por debajo de la ropa era pecado gravísimo cuya absolución exigía, amén de numerosas penitencias de menor calibre, la participación en la procesión anual de la Divina Pastora portando dos cirios, uno en cada mano. “De modo que si ves a una muchacha haciendo eso, ya te podrás imaginar lo que ha hecho”, acotaba ella fruncida de la risa, tanto como yo. Cualquier penitencia se duplicaba de ser la pecadora miembro de la asociación Hijas de María, por esperarse de ellas castidad ejemplar.

Mi amiga contaba estas cosas con muchísima gracia, remedando al sacerdote y a las supuestas penitentes confesándose; a duras penas lográbamos reprimir las carcajadas. Al principio, yo la seguía de buena gana, pero, la verdad sea dicha, poco a poco fui distanciándome del lado cómico del asunto, aunque fingía seguir en esa tónica. A partir de esa plática sobre besos, manoseos y castigos, una sola idea había empezado a revolverse en mi mente; además, como de costumbre, sentía la excitación a partir de la situación, que en esta oportunidad resultaba especialmente comprometedora: muy próximos el uno a la otra, sentados en un sofá, charlando confidencialmente, distantes de otros pocos muchachos en tránsito por la habitación o reunidos allá lejos, en un recinto cada vez más penumbroso con el rápido caer de la tarde. Inevitablemente, la combinación de mi imaginación con los diversos estímulos del ambiente dio lugar a la reacción fisiológica anticipable en un adolescente sano y normal; debí cruzar las piernas a propósito de disimularla.

De súbito, obediente a un impulso entonces, para mí, inexplicable, me despojé de la máscara de alegre contertulio y en tono de voz pretendidamente firme, le pregunté:

—Y a ti… ¿qué penitencias te ha puesto el padre?

Mi amiga acusó sorpresa; evidentemente, no se esperaba una confrontación tan directa. Para mi mayor angustia, advertí la formación de una barrera invisible, pero casi tangible, entre mi compañera y yo; incluso, se dio en ella un perceptible intento de distanciamiento al erguir el torso y realizar un sutilísimo movimiento hacia atrás. Debería pasar algún tiempo a partir de ese instante para lograr comprender su reacción como la esperable en cualquier mujer al sentir violentada su intimidad.

—No te lo puedo decir —respondió ella, adusta—. Sería romper el sacro secreto de la confesión.

Rebatí la objeción recurriendo a mis recursos conceptuales adquiridos como efecto de mi formación cristiana:

—El secreto es una obligación del confesor, no del confesante.

—Bueno —dijo ella—, pero de todas formas, no te lo voy a decir.

Supliqué entonces:

—Dime, al menos, si el padre te ha impuesto alguna penitencia…

Luego de un momento de vacilación, mi amiga respondió en un hilo de voz:

—Sí.

—Entonces, tú has besado —mi voz se escuchó temblorosa por la emoción reprimida.

—Sí.

—¿Y te han besado como cuentan en el libro?

—¡No tan así! —respondió, bajando los ojos y dejando brotar un reventón de rubor en sus mejillas, cuello y seno.

—¿Pero te gustó?

La muchacha asintió esta vez con un leve movimiento de cabeza.

—¿Qué sentiste?

Resquebrajada ya la barrera del pudor, su respuesta fluyó espontánea:

—No lo puedo explicar… Un montón de cosas… Fue como una emoción rara, ¿ves? Algo, como un animalito, como un ratón, me corrió por todo el cuerpo; también sentí como un fogaje, como una puntada aquí… —y con la mirada pareció señalar su vientre—. ¡Pero no creas que fue un dolor!

Me muerde el labio inferior: me duele y gimo, pero no me aparto; respondo en idéntica forma y voy más allá: chupo, muerdo, hago daño.

Sentí envidia de aquel bendecido por el privilegio de haberla besado. Quise preguntar quién había sido el afortunado, pero no me atreví a tanto; en lugar de ello dejé escapar mi ansiedad en forma de una especie de lamento:

—¡Qué suerte tienes! —musité.

Una actitud inquisitiva se mostró en sus ojos al fijarlos en los míos; sostuve esa mirada y expliqué el sentido del comentario:

—Suerte, digo, ¡muchísima suerte! Tanto tú, como el que te besó. Tú has besado, y yo creo que eso es lo más grande que puede pasarle a uno.

—¿Y tú? —inquirió ella.

El pecado del orgullo me incitó a mentir, pero otro impulso me llevó a ser sincero; tragándome la vergüenza, respondí:

—No, yo nunca he besado.

La sentí tensa; yo también lo estaba. Jamás antes había hablado con alguien de estas cosas tan íntimas, exceptuado mi confesor, naturalmente, cuando, a vuelo de pájaro, inquiría sobre mis actividades sexuales; en efecto, conmigo no insistía demasiado en el asunto; dada mi inexperiencia, seguramente me había señalado como una fuente pobre de información estimulante de su líbide. En general, las chicas, en lugar de los muchachos, son el mene de datos eróticos útiles a propósito de la satisfacción sexual vicaria de los confesores; a menos que sean de inclinación inversa. La inédita complicidad establecía un nuevo vínculo entre nosotros: tuve la impresión de que comenzábamos a percibirnos recíprocamente de una forma diferente. En ese instante —lo pienso ahora— dejé de ser un niño y devine en hombre.

La expresión de mi amiga era enigmática; no dejaba entrever burla ni desprecio por mi déficit confeso; más bien daba a entender algo así como compasión y comprensión de mi tristeza, sentimientos entremezclados con alguna otra cosa activada en su espíritu, indescifrable para mí en esos tiempos de mi existencia, lo cual, ahora, interpreto como un estado en el ánimo especial en la mujer, una disposición psicológica a ir más allá de los límites de una relación simplemente amistosa.

Impromptu, ella dijo con voz firme y en tono irónico, burlón, buscando quizá con ese acento restarle importancia a la trascendencia de su decisión:

—Pero eso lo vamos a arreglar ahora… ¡Ven! —añadió, ahora imperativa—, ¡yo te voy a enseñar!

A paso firme avanzó hacia la puerta abierta hacia el patio posterior de la casa parroquial, y yo detrás de ella; nuestra actitud era la propia de personas dispuestas a cumplir una diligencia urgente, de ningún modo la de un par de cómplices buscando escabullirse para realizar alguna felonía secreta; nadie, pues, nos tomó en cuenta.

Atravesamos de prisa a todo lo largo la casona parroquial, sin cruzarnos con alma alguna en ese tránsito. Serían como las seis y tanto de la tarde, y las beatas domésticas, de las cuales nunca había en la casa menos de dos o tres haciéndole servicios al cura y vigilándolo a uno, ya se habían marchado a la iglesia aledaña a rezar el rosario habitual a esa hora. Mi amiga me guio hasta detrás de la monumental mata de mango erguida en medio del patio, en torno a cuyo tronco nos hacía bailar la ronda el necio del cura. De ese lado del monumento vegetal, a esa hora, las sombras lucían más sombrías.

Mi cicerone erótica se apoyó de espaldas en el tronco y me atrajo hacia ella, halándome por las mangas de la camisa. Todas las sensaciones del Universo, ¡todas!, se fusionaron en mí en un solo instante. La sensación táctil debida a la percepción de las texturas con mis manos y la parte anterior de mi cuerpo: rugosa la textura en la corteza del árbol y tersa en la piel de la criatura; la consistencia blanda de sus senos aplastados en mi pecho; dura la textura en su musculatura ventral y más abajo otra vez blanda, esponjosa, en el abultamiento púbico, donde encajé de un solo golpe mi virilidad rampante impulsado por el instinto. ¡Es de suponerse cómo la tendría ahora!; si la sola evocación del motivo de mis ansiedades en mis solitarias tandas masturbatorias lograba enaltecerla al extremo de lograr sostener toallas húmedas con ella, ahora la dureza de la turgencia llegaba a lo inaudito, alcanzando su presión el extremo de hacer volar los botones de la bragueta; liberada la verga de sus ataduras, su erección superó el ángulo de noventa grados y gloriosamente, al compás de tímpanos y trompetas triunfales, apuntó hacia las estrellas; la empujé más a fondo: por poco rasgo la falda de su vestido, pero la elasticidad del tejido lo hizo amoldarse al perfil del ariete, que se hundió en la tela; lo afinqué entre sus muslos y casi sin esfuerzo por un instante la sostuve en vilo; ella se retorció y gritó como una alondra herida. Sentí la temperatura de ese joven animal femenino lleno de vida. La impresión del olor de su piel, de su aliento, de su pelo. El gusto de su saliva y del sudor impregnando su tez y su cuello. La percepción de densidad, compacta en sus caderas, fluida en sus pechos y sus nalgas, cuya carne corría entre mis dedos. La elasticidad flexible de su carne moldeable a mis presiones. La pulsatividad de ese cuerpo vibrante adherido al mío, sentida en la tensión al arquearse a partir del momento de haber afincado mi virilidad en el vértice de su cuerpo, en un postrero e inútil intento de proteger su mayor intimidad, seguido de la rendida entrega; en el agitarse de su pecho como a punto de reventarse por tantas ganas contenidas; en los movimientos nerviosos de sus muslos al rozar los míos. La sensación visual a partir de la inspección cercana de su boca tan deseada en mis delirios secretos y de la expresión de su rostro anticipando el éxtasis. Y la sonora, en sus jadeos, murmullos, suspiros, ayes y reprimidas risas, expresiones estas últimas inesperadamente dejadas escapar mientras nos manoseábamos como posesos.

Desde el principio el encuentro fue ferino: no teníamos tiempo para los tanteos amables preparatorios del ánimo, poco a poco, a esas violencias; además, tampoco sabíamos mucho de esos refinamientos. Sólo por instante interrumpíamos el prolongado beso profundo, apenas lo suficiente para tomar una bocanada de aire; así hice realidad la imagen plantada en mi cerebro por el jeque Nefzawí.

Las bocas parecían haberse fusionado. Ella, más experimentada, marcaba la pauta y yo la seguía. Su lengua en mi boca roza la mucosa interior y los dientes; respondo con idéntica maniobra y similar energía. Me muerde el labio inferior: me duele y gimo, pero no me aparto; respondo en idéntica forma y voy más allá: chupo, muerdo, hago daño; ella se retuerce entre mis brazos, se queja, pero tampoco cede, y volvemos a hacer lo mismo con renovado furor.

Súbitamente, un comportamiento de mi compañera desconcertante para mí a la luz de mi ignorancia: un suspiro hondo, muy hondo, nacido en las vísceras, entremezclado con un prolongado ¡Ahhhh!…, seguido de un desmadejamiento de su cuerpo que no cae al suelo sólo por estar sostenido por mis brazos. Y casi al unísono yo experimento algo ya conocido en mis prácticas impuras, así calificadas por mi confesor; pero en esa ocasión memorable no ocurre en forma de pulsiones sucesivas, sino de una manera infinitamente más violenta, como un chorro ininterrumpido y prolongado de materia seminal espesa y ardiente; a continuación me embarga la enervación, las rodillas se me vuelven de trapo; gracias a apoyar mi cuerpo en mi compañera logro mantenerme de pie. La abrazo con fuerza, la beso agradecido; hundo mi cara en su cuello, jadeo; entonces la escucho decir enredadas sus palabras en la plata fluida de una risa pícara:

—¡Con esto me van a salir como dos mil padrenuestros y no-sé-cuántas avemarías!

Rubén Monasterios
Últimas entradas de Rubén Monasterios (ver todo)

¡Comparte esto en tus redes sociales!
correcciondetextos.org: el mejor servicio de corrección de textos y corrección de estilo al mejor precio