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La desgracia de Eugenia

domingo 3 de abril de 2016
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María Eugenia Corrado Algaraz es mi mujer desde hace quince años. Hace exactamente cuarenta y cinco días fue atacada por un extraño y profundo dolor de espalda mientras hacíamos el amor. El sexo había estado ausente durante varios meses, una falta de deseo incontrolable se apropiaba de nuestras mentes con una ferocidad atroz. Aquella noche, hace 45 días, algo diferente sucedió. Una magia sin precedentes viajaba en el liviano viento de primavera. Una fiesta muy singular tenía lugar en la casa de mi gran amigo, el músico Fernando Estévez. Fernando es un guitarrista de gran éxito que viaja con su guitarra por el mundo emulando las voces más melancólicas de toda África. En su voz se siente el llorar de los esclavos, la crueldad de los blancos y la evocación al demonio. Aquella noche llegamos temprano a la casa de Fernando y fuimos testigos del arribar de cada invitado. Músicos consagrados, y algunos no tanto, pintores vanguardistas, escritores prolíferos otros devenidos en periodistas y hasta algún político que disfrutaba del arte, todos mezclados entre un humo espeso y la música de Django Reindhart. Por una razón inexplicable aquella noche María —o Eugenia, así le gusta que la llamen en realidad— estaba con un humor sin precedentes, bebía vino casi compulsivamente, fumaba cuanto le ofrecían y cada diez minutos pasaba por donde yo estaba, interrumpía mi conversación y me daba un beso sin detener su camino. En varias ocasiones, debo admitir, me sacó una sonrisa. Los grupos que se formaban, a lo largo y ancho de la sala, debatían ideales acerca de los temas más importantes que preocupaban a los artistas; no valoran nuestro trabajo, a la gente le encanta el arte pero no pagar por ello, la riqueza está mal distribuida, el Estado tiene que tener un rol más presente, el problema son los dueños de los bares, las editoriales lucran con tu talento y encima se toman el atrevimiento de modificar tu obra, bla bla bla… Enriquecedoras conversaciones que no llevan a una solución concreta. En medio de ese clima el viento primaveral hizo estragos en el cerebro de mi amada Eugenia.

Al llegar el momento de irnos, ambos teníamos complicada la motricidad por culpa del exquisito vino que siempre había en la casa de Fernando, caminamos riendo como en los viejos tiempos con una impaciencia que nos hacía pesada la ropa. Cuando por fin llegó el momento de deshacernos de ella, Eugenia se meció sobre mí con una dulzura violenta que me destapó el cráneo y lo dejó a su merced. En medio de la desenfrenada lujuria, sin razón aparente y sin indicio, sus ojos se volvieron blancos y se desvaneció, al despertar no pudo mover más la parte inferior de su tallado cuerpo.

Deseo correr y escaparme de este infierno, yo que puedo hacerlo, pero un sentimiento extraño —odiosos sentimientos— me ata a tu desdicha y la siento como mía.

Ahora, acabo de acompañarla hasta que se duerma. La miro y me lleno de compasión, tal vez sea lástima, me gustaría bucear en sus pensamientos pero ella no quiere hablar del tema y me evade continuamente. Los médicos aseguran que va a recuperarse pero no puedo creerles. ¿Y si nunca más puede volver a caminar? Me imagino el infierno que sería su vida, perder de un día para otro la independencia, perder de un segundo para otro el sentido de una vida como la conoció, perder de un día para otro la posibilidad de recorrer los sueños de pie. En medio de su desdicha me encuentro yo, que sí puedo caminar y me siento culpable por disfrutar de eso. Me imagino una y otra vez viviendo todo lo que me queda de vida anclado a esta habitación cuidando de la pobre de Eugenia. ¿Debo acompañarla renunciando a mi sexualidad? ¿Debo quedarme a su lado incondicionalmente o buscar escapar y rehacer mi vida caminando, corriendo, bailando, haciendo el amor con otra mujer? Recién, cuando le llevé el té que toma cada noche, tuvimos una extraña conversación. Pude ver en su mirada la culpa que me transmitió por arrastrarme al infierno que la vida le proponía, bajando la mirada para centrarla en el humo que despedía el té mientras se mezclaba con la luz del velador, dijo:

—No podré conocer Jurere, es mi sueño.

Sorprendido, tratando de no sonar frustrante ni lastimero, contesté.

—Nunca me hablaste de eso. ¿Dónde es Jurere?

Sonrió sin correr la mirada del humo mientras afirmaba con las dos manos la taza que estaba apoyada en su inerte entrepierna.

—En Brasil. Me extraña que la persona con mayores conocimientos de geografía que conocí en mi vida no sepa dónde es una de las playas más hermosas.

—Ignoro la geografía de Brasil.

—Sería más coherente que ignores la geografía de Europa del Este que la de un país limítrofe.

En otro momento le hubiese dicho que lo coherente sólo limita la fuerza de la imaginación, que en lo coherente se esconden los mandatos y que la gente más brillante tiene como cualidad no aferrarse a lo coherente, pero no era momento para discusiones de interpretación o filosóficas, por lo tanto opté por la paz.

—Sí, realmente, pero no puedo elegir qué me interesa y qué no. ¿Por qué decías que no vas a poder ir?

—Porque estoy postrada en una cama. Sin razón aparente, desconcertando a los médicos, arrastrándote a cuidarme de por vida con lástima, pesándote como una roca atada al cuello, viendo cómo tu mirada se tiñe a cada instante de desgracia, viendo cómo tus ojos desean mi cuerpo que parece muerto pero no se descompone ni tiene gusanos, notando cómo la pena te comienza a carcomer violentamente debatiéndote entre vivir con la culpa de abandonarme o vivir con la culpa de no hacerlo. Muerta en vida.

No supe qué contestar, sólo atiné a abrazarla y mentirle profundamente.

—Voy a estar a tu lado, las circunstancias no cambian lo que siento por vos.

Casi al unísono mi mente pensaba; deseo correr y escaparme de este infierno, yo que puedo hacerlo, pero un sentimiento extraño —odiosos sentimientos— me ata a tu desdicha y la siento como mía.

Caminé entre la oscuridad y el silencio y me senté a escribir. Eugenia quedó sola tomando el té, tal vez dos gotas de veneno la duerman sin dolor y a mí me saquen del problema pero no puedo hacerle eso a una mujer que todavía amo.

Christian Morana
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