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Dos cuentos de Christian Morana

martes 14 de noviembre de 2017
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Una noche cualquiera de un músico cualquiera

Una mañana me levanté y todo había cambiado, la soledad latía en mi pecho como resultado de una sensación ermitaña que había dicho presente el último tiempo. Despertar y darse cuenta de que las únicas cosas que te gustan hacer no traen más que soledad, pobreza y una vida llena de adversidades, no es lo más recomendable para un domingo soleado de un hombre depresivo. La noche anterior había estado tocando el violín con mi cuarteto en un bar destinado a que los turistas paguen un sobreprecio exagerado por una cerveza de mala calidad. Oscar, Aarón y Fortuna, tocábamos en la tarima mal acondicionada los clásicos que nos habían hecho efervescente la sangre y disfrutábamos de eso. Lo hacíamos bien, mis dedos bailaban en el violín con una soltura inédita en mi desempeño, sumaba mi facilidad para el ritmo con la falta de sustento teórico, eso me daba una libertad que excedía todos los límites que las teorías proponían. Mientras paseaba por las notas chillonas pensaba en el corral que nos proponen la religión, las leyes, la moral, la teoría y hasta la manera correcta de elegir, simplemente porque así debe ser. La gente miraba (no puedo asegurar que escuchaba también) nuestro número, cuatro músicos desprendiendo su supuesto talento, en silencio, observaban con ojos de inspector de sanidad en primera fila y, como ya solía pasar, estaba sentado un joven violinista que intentaba copiarme cada movimiento, yo lo sabía pero disimilaba mi molestia. Me observaba directamente a los dedos y se sentaba del lado del escenario que me tocaba en cada ocasión.

Me han contado que en Europa los músicos son valorados, que la paga es aceptable, no tienen que rebajarse para enseñarles a tocar a pobres chicos arrastrados por sus padres para que los dejen a solas un par de horas.

Afuera hacía frío, pero ya la buena estación le iba ganando lugar al invierno más aterrador y depresivo para los solitarios. Mientras ejecutaba una melodía sugestiva y alegre, bajo la mirada del joven violinista, reparé en un grupo de jóvenes mujeres que estaban sentadas del otro lado del escenario. Miraban atentas y movían la cabeza o el pie al ritmo de la música, señal de agrado y bien estar. Continué tocando la melodía casi sin pensar, por repetición, por inercia, mientras en mi cabeza se hizo presente la idea de penetrar violentamente a una de las señoritas que clavaba sus ojos en los míos con una fuerza que me asustó. Llevaba una pollera roja que dejaba ver la parte menos importante de las piernas que, a su vez, estaban cubiertas con una media de red negra que dejaba salir un tatuaje lleno de color que no pude ver qué era con exactitud. Enseguida me olvidé de lo que estaba tocando pero nunca lo dejé de hacer, mantuve la mirada para no salir perdedor en el primer encuentro (cosa que hubiese marcado mi eterno segundo puesto en la relación), pero ella dobló la apuesta y sonrió sin disimulo, jugó su turno y me dio los dados. Yo seguí tocando por un rato más.

Al terminar me dirigí hacia la barra para cobrar mi parte de la paga.

—Un vino, por favor.

—¿Cuál querés? —me dijo el encargado de mala manera, sin levantar sus ojos de la computadora con la que no sólo controlaba el bar.

—Cabernet.

—A los músicos sólo les podemos dar malbec y no el de la casa, una copa. Se creen que vienen a emborracharse y no a trabajar.

—Discúlpame, por algo llamás músicos a tu bar, nos pagan una miseria y encima nos tratan mal, curiosamente al hombre que vende cocaína en el baño lo tratan mejor. ¿Será más honesto?

Clavó su mirada en mis ojos y me sirvió la copa de malbec. Le devolví una mirada poco amena y me dirigí a la puerta con mis amigos.

Al salir, los vi en ronda hablando efusivamente entre ellos.

—Este país no da para más, debemos irnos. Me han contado que en Europa los músicos son valorados, que la paga es aceptable, no tienen que rebajarse para enseñarles a tocar a pobres chicos arrastrados por sus padres para que los dejen a solas un par de horas, que mucho menos te niegan la comida y no hay que trabajar en el puerto quejándote al sol…

Las palabras se vieron interrumpidas en mi mente por el pasar de la mujer de la pollera roja, me miró y se fue sin decir nada. Yo me encontré repasando mis penas mientras esperaba el colectivo envuelto en una madrugada tenebrosa, en soledad y con el alma vacía. Con doscientos pesos en mi bolsillo correspondiente a mi paga y un violín de treinta mil pesos.

 

Recuerdo de una partida de ajedrez

El recuerdo se mezcla con la realidad en varias ocasiones; en esta se trata de un recuerdo de la niñez. Yo era un chico tímido y extremadamente retraído, hundido en una soledad inducida en la que me sentía cómodo, un chico de esos que disfrutan de adquirir conocimiento. Uno de mis mayores pasatiempos era estudiar las banderas y las capitales de los países que aparecían en una lámina de una vieja enciclopedia que mi madre tenía en su biblioteca y que nunca vi que la leyera. Agarraba a cada persona que andaba por mi casa y le pedía que me tome lecciones, que señale una bandera tapando el nombre que aparecía abajo y yo sin dudarlo respondía. “¿Cuál es esta bandera? ¡Rápido!…”, disparaba Rosita, una mujer que vivía en el departamento de enfrente al nuestro y que me cuidaba mientras mis padres trabajaban extensamente para poder mantener a mis hermanos y a mí. No puedo acertar la edad que tenía Rosita por aquellos tiempos pero ante la mirada de aquel niño que soñaba con conocer el mundo era muy mayor. Ella cruzaba por el pasillo lento pero siempre sonriente, me contaba historias sobre algunos héroes y recordaba siempre que había hecho lo mismo con mi madre cuando ella también era muy pequeña, la había visto nacer, eso generaba en mí una sensación de eternidad en la vida de Rosita aunque mi madre me había parido muy joven.

Comenzó el partido, me sentía exultante, confiado y poderoso, sentía a mis compañeros de mi lado, a Rosita orgullosa y a mis padres felices.

“Esa es la bandera de Nepal”, contestaba yo haciéndome el superado, el que sabía todo. “Y esa es la de Zimbabue, esa es la de Francia y su capital es París, aquella de allá es la de Yugoslavia y la capital de Egipto es el Cairo”. Sonreía orgulloso y pensaba que era el chico más inteligente de toda la cuadra, con tan sólo unos seis años me sentía sabio y quería serlo tanto como lo era Rosita. En un momento, aparecía alguno de mis hermanos y terminábamos jugando al fútbol por el comedor destrozando todo lo que había a nuestro paso, el deporte también era mi pasión por aquellos tiempos. Un gran deportista ilustrado, le decía a mi madre cuando ella volvía de trabajar en su puesto en el banco estatal… Un día, al llegar mi madre, me comenta que en el colegio iban a hacer un campeonato de ajedrez para los chicos de primer grado, yo sabía jugar y me encantaba aquel juego que para mí no era violento ni bélico, disfrutaba de matar a mis oponentes y quedarme con sus piezas. Un sábado a la mañana me levanté temprano, desperté a mi padre y le pedí que me lleve al campeonato en su moto, mi madre escuchó y dijo: “De ninguna manera, iremos caminando”. Está de más decir que así fue. Del torneo de ajedrez no tengo demasiadas imágenes en mi cabeza pero recuerdo que había muchos bancos con tableros preparados. En ese momento me parecieron un montón, pero probablemente no eran más de cinco, empecé a jugar y a ganar, era una máquina, recuerdo haber ganado más de un partido en dos o tres jugadas. Llegó el momento de la final, iba a jugar la final del torneo de ajedrez para chicos de primer grado de mi colegio, quería destrozar a mi oponente y llevarme esa medalla, volver corriendo y decirle a Rosita que había triunfado y que iba a ser tan inteligente como lo era ella. Mi oponente, el hijo de uno de los dueños del colegio privado donde me enviaban mis padres.

Sentía las venas vibrar como nunca antes lo habían hecho, tenía enfrente a ese agrandado y repugnante que detestaba día a día, que abusaba del poder que le daba su posición, que molestaba a todos los chicos porque tenía beneficios. Una muestra pequeña de la sociedad. Quería destrozarlo, cortarle una pierna y regalarle la cabeza a todos los compañeros que sufrían como yo de su maldito abuso de poder. Llegó la directora y sacó el tablero especial con el que se iba a jugar la final. Las piezas eran enormes y de madera, talladas a mano y con detalles brillantes en la reina y el rey, exquisito para que el hijo millonario del dueño se sienta afín. Lo miré a los ojos y me dije que lo iba a destrozar. Comenzó el partido, me sentía exultante, confiado y poderoso, sentía a mis compañeros de mi lado, a Rosita orgullosa y a mis padres felices. Hice un movimiento en diagonal con un alfil y un sorpresivo jaque mate apareció para dejar a ese miserable indefenso y su rey blanco pidiendo auxilio desesperado mientras la ciudad su Roma ardía en llamas ante los ojos llenos de fuerza de Atila o Aníbal Barca… ¡grité con fuerzas!, había ganado, me enceguecí y mi sonrisa fue tan grande como la comisura de mis labios lo permitió.

Pero no parecía ser así para la directora; de manera rápida anuló la jugada argumentando que mi alfil negro con sus flechas filosas partió de un casillero blanco y terminó en uno negro… ¡No fue así!, grité, realmente no había sido así pero lo anularon de todas formas y comenzamos de nuevo la partida; desmoralizado y enceguecido por las ganas de arrancarle un brazo a mi contrincante y escupir a la directora, perdí en pocas jugadas, me destrocé en un llanto y comencé a insultar a todos… La directora, en seguida, premió al pequeño arrogante millonario y llamó a mi padre para que me agarre, me levantó con facilidad y me llevó pateando hacía afuera. Me sentó en un escalón y compró una coca. Cuando me calmé, me dijo: “Bienvenido al mundo, nosotros vamos a tener que pelear siempre contra los poderosos, los que más tienen no soportarán nunca vernos alzarnos sobre ellos, no lo harán, tendrás que pelear el doble para vencerlos, esto va a marcar el lado del mundo en el que estarás, estoy orgulloso de que hayas dejado en evidencia que necesita la ayuda de su poder”.

Un mar de tranquilidad me asaltó y me quedé sentado mientras escuchaba a mi madre discutir a los gritos por semejante injusticia. Ese día mi vida cambió, mis padres me dieron una lección sobre de qué lado tenía que estar. Cuando volvimos a casa en silencio, me esperaba Rosita. Nunca más jugué ajedrez y el año siguiente comencé en un colegio estatal y con delantal blanco que nos mostraba a todos iguales aunque todavía no lo éramos.

Christian Morana
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