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Dos poemas de Gisela Vanesa Mancuso

miércoles 20 de julio de 2016
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Ya nadie sabrá
de mis parras tristes en otoño,
del día en que nací
entre cantos rodados y lentejuelas.
A nadie le contaré
que el petricor edulcora
mis cafés sin leche, mis medialunas crudas.

Nadie sabrá las iniciales de mi olvido,
de mis amores vueltos sombras
de jacarandás estruendosos
que alfombraron de campanitas
todas las calles de mi vida.

Nadie sabrá que no me hace llorar la cebolla.
Que me hace llorar la ataraxia
frente a la desnutrición de la autocrítica.

Nadie sabrá que soy obrera, siempre en el alba,
de un panal en la esquina del mundo.

Mi historia será un silencio.

Nadie sabrá cuántos zapatos he perdido,
cuánto braceo mariposa
para que mis ojos espiaran
por encima de una ola en el océano.

Ya no le diré a nadie
qué gusto tiene todavía haber sido,
qué aroma enreda de esperanzas mi cuello.

Silencio.
Nadie sabrá mi argumento.
Nadie construirá mi discurso.
Nadie. Nunca más, nadie
me dirá qué palabra
no debe usarse nunca,
y nunca diré esa palabra
que apellida el umbral de mi nombre.


 

Entre las estelas de las nubes sobre las plantas
los dientes gruesos de un tigre citadino
amenazan con pirotecnias
a la carne mansa de mis pies noctámbulos.
Desespera. Espera. Esperanza:
el primer punto de rocío lo desaparecerá sin matarlo.

Y así se irá buscando otra novia
entre las grietas diáfanas del siguiente cielo ambiguo.

Cuando el miedo y el hambre se disipan con el minuto uno del sol,
aquí muere la anfibología y es claro el insomnio
y entre otros fangos
el tigre de bengala recrea su arte
y les quita el hipo a todos los carentes de sus hojas muertas.

Gisela Vanesa Mancuso
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