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Dos relatos de Alfredo Hernández

jueves 21 de julio de 2016
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Fragmento

Lucía perfecta completa bella compacta dulce tersa blanca suave amable amorosa dúctil generosa dorada felina Lucía sonriente callada feroz ardiente cóncava convexa infinita sabia clara serena Lucía tempestad lluvia llovizna Lucía hombro Lucía cuello clavícula oreja Lucía curvo redondo seno temblar Lucía brazo Lucía mano dedos finos dedos elásticos pulsar huracán tormenta Lucía cintura Lucía cadera cintura ombligo sexo vértice vórtice Lucía muslos Lucía redondez Lucía rodilla Lucía suavidad tobillo Lucía pie dedos finos pulsar doblar besar Lucía terciopelo infinito abrazo oprimo derribo arribo llego vengo Lucía.

 

Amapola

Ya vimos que cuando Amapola viaja en automóvil disfruta más si lo hace como copiloto, con los cristales de las ventanillas abajo y si le es posible con la cabeza fuera del vehículo, sin preocuparse por el jugueteo del viento con su cabellera. A todo mundo dice adiós con la mano y su comportamiento, justo es decirlo, a nadie incomoda o parece extraño; inclusive mucha gente, aún sin conocerla, contesta el saludo agitando con suavidad la mano; o bien, de tenerlo cerca, ondea un pañuelo blanco, sea que la reconozca o no. En cuanto al pañuelo, éste puede tener un borde de encaje y quizá, aunque no de modo excluyente, alguna letra inicial bellamente bordada en una de las esquinas. Para que sea más elegante, el bordado habrá de ser del mismo color del pañuelo, quizá un poco más oscuro. En el caso de pañuelos blancos, hemos visto letras ligeramente grises. O del color de la paja, aunque también es justo reconocer que alguien haga u ordene hacer el bordado en un color más contrastante, fucsia, por ejemplo. O índigo, y es válido mostrarlo en cualquiera de los dos colores. Casi nadie utiliza el color negro, porque muchos aducen que el negro no es un color, sino su ausencia y acá de lo que menos se habla es de la ausencia.

La mayoría de la gente niega la existencia del tren y, por lo tanto, la existencia de Amapola. Pero nosotros sabemos que ella y el tren suelen continuar su viaje hacia alguna parte.

Amapola no siempre viaja en automóvil, ya que algunas veces nos acompaña en el tren. La alegría de ella es contagiosa y sus risas siempre encuentran eco, pues acá, de este lado, la gente suele ser feliz o cuando menos insiste en serlo y se obstina en cancelar toda memoria de las desgracias y los momentos pesarosos. El tren en que viajamos mantiene su rumbo y todos nos felicitamos por viajar en él, vayamos a donde vayamos. De hecho lo primero que aprendimos desde el momento de abordar es que el viaje, así como el objetivo y propósito de él, son uno y lo mismo. Para nada cuenta el destino, en caso de que haya uno. Por otra parte, a nadie parece importarle mucho el asunto, pues si el viaje es placentero, el destino final por fuerza será agradable, según preferimos creer todos.

Amapola, pues, dice adiós con la mano y ocasionalmente cambia de medio de transporte, volviendo al automóvil, regresando al tren o eligiendo alguna barca de pequeño calado. Si encuentra gente conocida con la que disfruta charlar, sabe que tiene la libertad de tocar todos los temas posibles. Eso es lo que ocurre, cuando hace alguna escala, con Ana María, quien deliberadamente excita en Amapola el deseo de enfrascarse en charlas interminables en tanto las dos beben profusas tazas de café o té de hierbabuena en el jardín lleno de rosales, jazmines y heliotropos, a donde llegan de cuando en cuando a posarse frágiles mariposas multicolores y uno que otro de esos pajarillos de picos agudísimos que baten las alas de manera incesante mientras beben la prodigiosa miel atesorada entre los pétalos de las flores. Si no disponen de té de hierbabuena, emplean en sus infusiones hojas de naranjo, quizá manzanilla o salvia. También hay que decir que cuando las avecillas distancian sus visitas al jardín, Ana María y Amapola distribuyen en lugares estratégicos pequeños recipientes de cristal con agua azucarada y con un tinte ligeramente rosado, lo que produce el efecto deseado por ellas y los ágiles convidados renuevan sus apariciones. A veces llegan abejas, pero esto no reviste peligro alguno para las dos. Amapola asegura tener un convenio con ellas: ella no las molesta, ellas no la pican. Es el mismo acuerdo que tiene Ana María con los mosquitos que deambulan por el jardín las noches estivales. Hay un pacto de no agresión convenido por ambas partes.

Claro está que, debido al temperamento de las dos amigas, no suelen estar quietas, y en medio de alguna conversación, sin importar la profundidad o el interés de la misma, una de ellas se pone de pie, toma la pequeña regadera de latón y rocía las plantas, procurando no mojar los capullos, sino solamente las hojas y quizá los tallos. El aroma de la tierra húmeda se mezcla con el de las flores y ambas lo disfrutan cerrando los ojos y aspirando a profundidad. Luego se sientan otra vez a la mesa y se sirven nuevas tazas de té. Las entrechocan para brindar y retoman la charla de por sí interminable.

Porque todo aquí es interminable, como el viaje en tren, como el vuelo de las aves, a quienes algunos han bautizado como “los dueños del viento”. Pero nadie pronuncia la palabra eternidad, pues ésta evoca el tedio perpetuo y eso tiene aspecto de castigo. Aunque ya lo hemos discutido con algunos y hemos concluido que la eternidad puede ser un instante. Alguien llegó a sugerir que se trata de una esfera de música, pero ya sabemos cómo es eso de plantear teorías. No existe la condena, es cierto, y lo que la nombra, así como algunos cientos de frases, han sido borradas de los diccionarios.

Hay libros, muchos libros, es verdad. También hay enciclopedias y bibliotecas. De vez en cuando te encuentras con alguien que sigue siendo escritor o escritora famosos y puedes charlar con ellos de lo que desees, pero sin pronunciar las palabras descartadas, porque nadie quiere conocer su función, ni siquiera ellos, los artistas. Además muy pronto te das cuenta de lo innecesario de utilizar ciertas expresiones.

El tren viaja por paisajes distintos, cruzando bosques y llanuras, así como puentes sobre ríos y lagos y algunas playas muy cercanas al mar. De cuando en cuando, sobre todo por las noches, penetra en algunas ciudades muy pobladas, pasando por el centro de esas ciudades y provocando en la gente miradas de extrañeza, sobre todo porque muy pocos lo ven y algunos nada más sienten el rumor de los durmientes y la vibración de las vías o las voces entremezcladas de los viajeros. Quizá el silbato con que anuncia su paso por algunas estaciones. Hay quienes incluso escuchan el transitar de los ambulantes en los andenes. A lo mejor el ladrido de alguna mascota recuperada por su dueño o un maullido que se convierte en ronroneo. Se habla de uno que recuperó una pecera esférica con un pez dorado, pero muchos lo dudan, porque los peces no suelen hacer ruido, sólo sueñan entre burbujas de aire. La mayoría de la gente niega la existencia del tren y, por lo tanto, la existencia de Amapola. Pero nosotros sabemos que ella y el tren suelen continuar su viaje hacia alguna parte y un día, cuando sea el momento preciso, todos lo abordarán como hemos hecho nosotros y sonreirán como sonreímos nosotros mientras charlamos de todo lo que hicimos. Nos contaremos historias y algunos cantaremos y bailaremos. Beberemos licores frutales y tomaremos el té con los amigos, como hoy lo hacen Amapola y Ana María. Mientras los pájaros cantan y seguirán cantando.

Alfredo Hernández
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