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Correspondencia

martes 16 de agosto de 2016
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Estimado Humberto:

Anoche tocaron la puerta de mi departamento y encontré una carta. Llovía a chorros, de modo que la recogí de inmediato para que no se deshiciera en el pavimento. “Para mi profe y amigo”, decía, en letras a lápiz. Pensé que la habría dejado alguno de mis alumnos del Carlota de Santolaya (tal vez del Federico Torne), donde únicamente en mi vida enseñé Literatura, así que me dispuse en el comedor a leerla. Empujé mis lentes de montura gruesa: la letra apenas se veía. Parecía que la habían escrito con miedo. Olvidé, por un instante, el sonido del reloj, la comida calentándose en el microondas: el paso del tiempo. Pero después me vi obligado a hacer una pausa para ir por un poco de agua, y también para darle un respiro al corazón.

Era Félix, mi querido Félix.

Me escribía después de muchos años. Yo le enseñé a escribir, a leer, a pintar. Cuando era niño, repetía con él las vocales, formábamos sílabas como pétalos límpidos, una a una, hasta toparnos con oraciones y cuentos fabulosos. Lo llevaba al puente y veíamos el río, y mi pequeño Félix hacía volar avioncitos de papel, deteniendo el tiempo. Yo era tan feliz viéndolo. Hasta que un día me gané la beca para Barcelona (la vez en que nos vimos en el barcito del Chino te conté su historia) y no lo volví a ver hasta anoche. Lo vi en su carta, escuché su voz. (Estaba de espaldas al río, mirando el cielo impoluto. Y yo lo tomé de la mano y corrí con él entre las calles, llenas de autos y hollín, y avanzamos entre aceras convexas, hasta llegada la tarde, en medio de los cláxones rampantes y la lluvia, que se desató a las diez, y no paramos sino hasta el mar encabritado, rendidos como las gaviotas.) De inmediato llamé a Meyer, nuestro compañero de promoción (¿lo recuerdas?), y él me dijo que podrías ayudarme. Más bien ayudar a Félix, Humberto. Aquí te adjunto la carta. Léela tú también y respóndeme en cuanto puedas.

Te abrazo fuerte,

Alberto.


Dejó el sobre manila sobre la mesa (dentro del sobre manila estaba la carta) y empezó a leer. Con lapicero rojo, alguien había colocado comas y puntos y tildes. Pensó, desde luego, que debió haberlas colocado su amigo.


Yo le digo, profe, que nadies sabe cómo pasaron las cosas. Yo se lo voy a contar todo, todito, para que no sigan diciendo de que yo la maté. Yo no la maté, profe, usted más que nadies sabe cómo nos conocimos, cómo empezó nuestra historia. Usted más que nadies sabe de las cartas que nos enviábanos porque me ayudaba a corregirlas, ¿no profe?, me corregía las tildes y comas, y perdonará si esta carta tiene errores en la ortografía pero le escribo a la voladita para no olvidarme, para que no me olvide. No me olvide, profe. La cosa es que mi Cata me había dicho para vernos ese día. Llegué y estaba sentadita al borde del puente adonde íbanos siempre, llorando. Lloraba fuerte, como nunca antes la había visto llorar. Le pregunté por qué lloraba. Y mi Cata solo se espantaba los zancudos que salían de la yerba del río. Parecía muda, parecía que la hubieran obligado a callar. Luego me dijo de que ya no quería vivir, de que por favor la olvidara, que se iba a ir muy lejos, muy lejos, y seguía llorando duro. Mi Cata tenía sed, me dijo, y entonces bajé hasta el río a traerle agua entre mis manos. Se calmó un poco, profe, pero luego sacó un cuchillo (yo vi que sacó un cuchillo, por mi dios lindo y la virgencita) y empezó a cortarse los brazos y las piernas, y se cortó también el pelo, y lloraba. Yo la miraba, profe, porque no sabía qué cosa pasaba con mi Cata, por qué se había puesto así, toda loca. Hasta que se puso de pie y caminó un poco hacia la yerba del río desde donde salían los zancudos, un poquito nomás, y ahí se desmayó. Mi Cata se desmayó, profe, y luego corrí a verla, y ya no respiraba pero igual la besé, ¿ve?, la besé para que ya no sintiera tanto dolor. Luego me quedé recogiendo su pelo para llevarlo a mi casa y tenerlo de recuerdo. Yo solo la toqué para besarla, profe. Yo me acuerdo que usted me hizo leer un poema de Pisarnic, profe, no sé si así se escriba, donde decía que se iba sin saber volver, y entendí que uno maneja su vida como quiere, pero mi Cata no merecía acabar así, luchando con ella misma, ¿ve? Corrí hasta la casa y le dije a la tía Pocha que por favor fuera conmigo hacia el puente, que me acompañara a ver a mi Cata y me dijo qué pasa, qué pasa, y fuimos rapidito y la volvimos a ver. Parecía una palomita herida. Mi tía Pocha me dijo que por qué la había matado, maldito asesino, eso te pasa por andar con malas juntas, otra cosa hubiera sido si tu madre estaría viva y tu padre no anduviera en el vicio. Me dijo que ahora viera cómo hacía, que a ella ni la metiera en problemas, asesino de mierda, mañana saldría en los periódicos y en el noticiero de la tele, y luego me llevarían a un reformatorio, profe. Todo lo que me dijo la tía Pocha se cumplió al pie de la letra. Hubiera sido bueno llorar, pero hasta ahora no he podido, profe. Le decía que la tía Pocha me dijo esas cosas, y entonces fui hasta donde la señora Laura para contarle todo lo que había pasado. Ella sí me ayudaría. Siempre lo ha hecho, profe. Me pasaba caldito en las tardes, o me daba cuaquer en el desayuno. La señora Laura me dijo que debía tener abogado, yo no sabía que se necesitaba abogado, que con la palabra de uno basta, y llamó al joven Vicente. El joven Vicente le va a dar esta carta porque yo se lo he pedido. La señora Laura me dijo de que usted ya había vuelto del extranjero, tantos títulos que usted tiene, profe, cómo lo admiro. Algún día voy a estudiar su carrera y voy a dedicarme a enseñar a los niños y a leerles cuentos así como usted me leía. Le decía que la señora Laura me puso un abogado y él ha estado pendiente de mi caso todo este tiempo. Entonces fuimos a ver a mi Cata, pero mi Cata ya estaba cubierta con unos cartones y la gente decía él ha sido, él ha sido, y la policía se lanzó hacia mí, profe, sin preguntarme nada, y me llevó primero a la comisaría. Que cómo te llamas, dónde vives, a qué te dedicas, muéstrame tus documentos. Yo solo tenía mi DNI amarillo. Y quince años. Y un dolor tremendo en el corazón. Por eso apretaba fuerte, muy fuerte, el pelo de mi Cata. Luego me mandaron al reformatorio. Y aquí estoy. Al menos hubiera querido ver a mi Cata abrazada a una flor. Pero así son las cosas, profe, yo lo sé. Gracias al joven Vicente el último viernes la han desenterrado. No recuerdo cómo se llama ese proceso pero sirve para ver cómo han sido verdaderamente las cosas. ¿Usted cree que me creerán, profe? Yo le he pedido a dios que el cuerpo de mi Cata hable. El señor Vicente me ha dicho que, justo a una tumba de la de mi Cata, está enterrada mi viejita. Le he pedido a mi viejita que le hablara a mi Cata para que mi Cata hable a través de su cuerpo, así como el cuento de Pedro Páramo donde los muertos hablan de noche, entre ellos se cuentan sus secretos. ¿A quiénes extrañan los muertos, profe? Usted me hizo leer ese cuento. ¿Se acuerda?


Arrugó el papel y lo lanzó al tacho.


Anoche volviste a soñar con ella. Estaba en el vano de tu ventana, mirando la calle, los carros, la lluvia. Sola, malditamente sola. Te dijo que te quería. Que eras su niño. Su querido niño pese a todo, pese a todos. Y te abrazó fuerte, como la última vez, cuando te arrestaron en la batida y desde lejos gritaba mi hijo es inocente, mi hijo es inocente, mientras los guardias la apartaban a manotazos. ¿Te acuerdas de aquel día? Volviste a ser el niño de overol sucio, sentado en un jardín a la espera del invierno. Nunca más la volviste a ver. Hasta anoche. Se fue rápido. Se fue sin decirte nada, sin despedirse, sin siquiera decirte adiós con la mano, hasta nunca, hasta mañana, mi niño, reza, sin apagar la luz del cuarto como lo hacía todas las noches, religiosamente, todas las benditas noches, para ver si solo así terminabas con tu vida de discos y neón. Era ella. Llevaba la misma blusa, la misma falda, las mismas alpargatas en que se enfundaba cada domingo, cada día de guardar, cada uno de tus cumpleaños, para ir a la misa. Llevaba también, la misma flor que abrazó el día de su muerte. Hasta ahora guardas esos pétalos por si algún día ella decide regresar, visitarte. Por si algún día logras sentir, al menos, el filo de sus dedos. Ella esperaba su muerte. La esperaba como quien espera un amor, pacientemente entusiasta. La esperaba como te esperaba todas las noches, al pie de la puerta, entre bostezos, soñolienta. Por favor, no la olvides. Cántale. Háblale. Escríbele aunque no te lea, aunque no te escuche, aunque no esté. Aunque el recuerdo te pese y tengan bombas molotov en el corazón. Escríbele para que no la olvides. Por favor, ni cagando la olvides. Yo tampoco te he olvidado.

Tu profe y amigo,

Alberto.

Luis Paucar
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