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El Paraíso del Cotorro

jueves 1 de septiembre de 2016
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1993… bajo un calor vesicante

Abrumada va una mujer robusta, de nariz corva y mirada lánguida. Va por un camino de tierra que atrapa sombras de hojas de palma. La mujer pasa por encima sin siquiera mirarlas. Lleva prisa. Viene con sensación de temblequeo y náusea de tripas revueltas; entumida de olores avinagrados y miradas yermas que dejó en el tren. Olores y miradas que arrumba casi todas las tardes dentro de los vagones, en esos días en que el tren está vivo para llevarla. Y es que a veces, él desfallece. El óxido lo va venciendo de a poco, lo envejece. Dicen que antes, cuando la gente lo miraba en su esplendor, él se anunciaba vigoroso. Gritaba su llegada y su partida, y muchos corrían para verlo llegar o irse, lo acariciaban si estaba quieto, y él se llevaba huellas blancas y negras en sus viajes largos o efímeros.

Eso cambió. Hoy lo miran como se mira a lo inmundo. Él quiere que lo monten, que le canten, que le cuenten más historias. Lleva tantas encima. Las arrastra sobre rieles salpicados de mar de la bahía. Lo montan, lo trepan, lo ensucian, y sí, le cuentan historias, pero son distintas a las de ayer, tan parecidas todas que se aburre, y eso también lo avejenta. Se pudre en su hollín y se le van gangrenando sillones y puertas y ventanas.

Magda camina el pueblo conocido desde siempre, pero ahora poco lo recuerda.

La mujer de mirada lánguida lo aborda cada tarde, antes de que el sol se recoja en la melena de los leones de la calle Prado, después de una larga jornada de trabajo en un hospital sin luz ni agua ni medicina. Lleno de enfermos de penuria. Una bata blanca asoma de un bolso macilento que lleva sobre sus muslos cuando, con suerte, consigue un asiento en el tren; cuando no, lo cuelga sobre un hombro, casi siempre el izquierdo. Ese día va sentada y observa por la ventanilla los bajos del puente de la Vía Blanca; rumbo a casa, otra vez, como cada tarde cuando el tren está vivo.

La luz del Cotorro es azafranada. Luz que amanece y se riega sobre el campo, tatuando palmas y cocos en sus calles, y árboles de mango y guayaba sin mangos ni guayabas. También fueron alcanzados por esa penuria; sobre todo, están abatidos. Y la tristeza les vence las ramas. Los deja entecos, igual que a los hombres y mujeres que van sobre destartaladas bicicletas chinas, o sobre fierros y nudos y ruedas que los llevan y los traen; o los arrastran sobre esas calles, bajo sábanas atadas que flotan desde balcones y terrazas.

Magda, la mujer que viene llegando desde la estación central, como casi cada tarde, espera a que el tren pare y salta hacia el asfalto sin dar su mano al hombre que le arrimó la suya para ayudarla a bajar. No lo vio. Como no vio a quien hizo la travesía junto a ella, en el mismo sillón del tren; travesía que por momentos fue perpetua. El sudor le escurrió por las pestañas, despintándolas; manchando sus mejillas de brizna negra, igual que si hubiera llorado. Tal vez sí, lloró, mientras sus ojos se cerraban y brincaban con el zangoloteo de ese tren que cada día va más tardo, que lleva pereza en sus raíles fundidos en los colores naranjas de la tarde, cuando entra, imparable, al Cotorro.

Magda camina el pueblo conocido desde siempre, pero ahora poco lo recuerda. No se detiene a mirar esas sombras de hojas de palmas sobre las calles en las que antes saltó, sorteando aquella oscuridad que el viento movía. Ya no hay ganas. Viene pensando en frijol y jabón y ventilador apagado. Mejor en café. Eso la anima, sigue, cruza las silenciosas vías que apenas hace unos minutos soportaron el peso de mil historias atrapadas junto con la de ella. Llega a una vereda. Va directo a El Paraíso, barrio donde su abuelo construyó una casa hace muchos años, cuando aún era niña. Esa niña pelirroja con pecas que trepaba a los árboles de mango y guayaba repletos de mangos y guayabas. Que decía orgullosa soy Magda… Magdita, y vivo en el Cotorro. Muchos se han ido de ahí, han dejado casas que se consumen de soledad. Se van buscando frijol y jabón y ventiladores encendidos. Otros han entrado a esas casas dejándolas más huecas. Se han llevado porcelanas, se han llevado pianos que sonaron en otros tiempos. Sí, primero sonaron, después fueron adornos, ahora ni suenan ni adornan.

En el portal de la casa esperan a Magda. Sobre tibias mecedoras están su madre y su pequeño hijo. La miran desde lejos. Magda avanza y su silueta va creciendo y ya se distingue una lánguida mirada. Casi se pueden ver las pecas que han ido ensanchándose sobre su rostro. Sonríe. Entra y sorbe el café endulzado que le ofrece su madre en una tacita de porcelana; mientras su hijo le habla: Mami, ¿tú sabes quién soy yo?, soy Rolandito, y vivo en el Cotorro, en El Paraíso del Cotorro.

Gabriela Mier Martínez
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