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La princesa y el solista

jueves 8 de septiembre de 2016
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Cuando se dio cuenta de que la naturaleza de un hombre
cualquiera saciaría su deseo, sintió compasión.
Extraña compasión, que se dirigía a quien
fuera que fuese el escogido.
Ya que competía al hombre sucumbir
ante las propuestas, sin derecho a rechazarla.
Nélida Piñón

Era todavía de día sobre el cielo espejado. La mujer, sola entonces, estaba a su hora inmediata, recostada contra la pared pedregosa del gran castillo medieval; precisamente se sabía ubicada, junto a la torre más alta del bastión, que daba de frente contra las montañas y demás praderas doradas del imperio ciertamente suyo. Ella, por lo regular, se hacía por allí sola, tras cada tarde sospechosa y maga; mientras su vida sin vigor, no sentía nada más que una aplacada soledad, acompañada en su silencio del ser profundo.

Había algunas veces, además, cuando ella iba y veía inesperadamente uno que otro aleteo de muchos dragones grisáceos, ellos todos lindos, bailando sucesivamente por entre el edén purificado de la eternidad. Así hecha, toda esta belleza natural en la medida que su propio pensamiento de muchacha volvía bajo los recuerdos de su gallardo prometido, visto para otro tiempo inacabado, bajo la otra realidad de los mundos. La mujer por lo tanto comprendía, durante cada segundo vívido; algún cercano deseo y algún extraño presente, previsto en brazos acogidos, hacia su enamorado lejano. Estas ilusiones sucedían como causa de la belleza ancestral y la ternura irresistible suya, habida siempre en la profundidad de su alma celestial. Una sola alma en pureza, cuya hermosura venía, abrazada en sueños, hacia ese hombre encariñado y suyo. Era él, por cierto, apenas un jovencito, quien había de ser suyo quizá en algún día de primavera, hecho de solas nubes traslúcidas en otro espacio amoroso.

La mujer, sola meditando y sola cavilando, transfiguraba sus nociones al compás de cada instante pasajero, presenciado de entre una frescura de su largo aposento.

Había, sin embargo, adentro de esta princesa, mucho temor de miedo, recorriendo por sobre su cuerpo de mujer sufriente. En tiempo, todos estos sentimientos de horror perturbaban su intimidad de a poco, durante sus noches luminosas. Ella descubría además sus sensaciones de perturbación; apenas figuraba ese noviazgo, concertado en su más áulica evocación de concierto. La princesa, sin aviso alguno desde su amor, desnudaba enseguida hacia su memoria los presentimientos más vertiginosos del recuerdo inmortal. Desde allí ella veía perdido a su ilustre artista. Pasaban las sórdidas escenas en una habitación de absoluta extrañeza. Luego se sucedía un solo extraño ahogamiento, sufrido a su novio solitario; pero aquí, sin llegar a saberse nunca la causa de esta tragedia, real y desgarrada.

Ahora, entonces, tras este dolor reiterado, la princesa, siempre con su vestido azul, iba dejando suceder dicha ilusión asombrosa hacia otra imaginación evanescente; igual, una vez culminada su poesía negra, ella procuraba transfigurar estos últimos segundos desgraciados sobre otros mejores acontecimientos, ellos, más tolerantes, más lindos, menos horrendos. La mujer, sola meditando y sola cavilando, transfiguraba sus nociones al compás de cada instante pasajero, presenciado de entre una frescura de su largo aposento, hecho en frescuras aireadas. Era además una estancia claramente rodeada de alfombras turcas y persas con sus colores intensos. Había asimismo muchos murales, dibujados en formas de mosaicos sagrados, hacia donde se esclarecían las figuras de Jesucristo y San Francisco de Asís, prefiguradas en una misma hermosura.

Y así, fue cierto todo lo demás de su destino; esta princesa de figura clásica trataba de mirar, mientras tanto, hacia el comienzo del atardecer, ahora bañado en estrellas solamente. No hacía sino mirar ella, cada cielo, desde la torre florida en lilas y tulipanes. Contemplaba un universo de muchas nebulosas incomprensibles a su conciencia. Y ella, pese a todo, queriendo estar siempre cerca de su solo romance, se esforzaba por inventarlo entre los pensamientos de sus creaciones solitarias, otra vez insospechadas, otra vez insondables. Pero luego había algo de lamentos en su ser agónico, algo de sinsabor en su alma. Así que arrancaba ya una rosa blanca de las tantas que había alrededor suyo. Al rato dejaba que cayera al lago del castillo pedregoso. Era un lago opacado hacia donde iba muriendo la flor. Las aguas estaban figuradas un poco más allá de las torres principales. Su rostro femenino, enseguida esbozaba una mueca de rabia. De hecho, parecía entrever una caída amorosa ante sus recuerdos alejados; sentía asimismo, ella, que era un recuerdo procedente de otros lados inesperados.

La princesa, en su única eternidad, era además una rubia fascinante de ojos azules, era de una belleza romántica. Ahora así tan bella, ella, apenas estuvo más relajada, volvió a su aposento, entre algunos sollozos agotados. Cruzaba ya algún pasillo de esculturas antiguas con reyes imperiales. En sucesión, se acercaba a la puerta de cortinas fúnebres lentamente. Unos segundos después, volvió de un lado al otro lugar encerrado, esta vez, sin saber qué hacer en vida sin su pretendiente, si adorarlo más o si dejarlo, hasta el fin del nunca jamás.

Esta misma mujer apasionada ojeaba entonces, decepcionada, las alturas del techo curvado de arriba suyo. Más de repaso, tras un solo movimiento impensado, recomenzó sus otras imaginaciones, iban siendo dedicadas a su honorable caballero; un hombre de rostro sumiso, quien parecía ser suyo tiernamente. De todos modos, hubo que aclarar el resto del abrazo sagrado de ellos. El novio sólo era suyo en unas escasas ocasiones de acortado espejismo; incluso antes de haberlo visto de cerca, sabía que no era suyo plenamente. Eso pensaba ella, quedando algo decepcionada. Además, mucho antes de haberlo encontrado, lo supo extraño, para su propia creación. Aunque, mal o bien, era un ser existente para toda esta confusión de inspiraciones esperanzadas; otra vez, bañadas en su luz angelical.

Luego se fue haciendo otra ilusión de curiosos anhelos repetitivos. La princesa, por lo tanto, se veía girando sobre sí misma en unos giros de piruetas. Extendía los brazos para un solo acto de pasión reunida. Dejaba arrastrar ya su esencia hacia lo profundo del espacio, lugar en donde permanecía su otra parte sin saber aún en dónde estaba vivo precisamente.

Ya por entre los rincones de la misma inspiración suya, ella fue y develó, sin sorpresa ninguna, pero junto a su cierta dulzura, alguna silueta sombreada, alguna figura varonil. La descubrió bajo la caída de una llovizna. Era la lluvia color de plata. Recaía poco luminosa sobre unos árboles rojos. Tendía a ser restallante para ese atardecer fantástico. Las gotas de agua rodeaban además todo este plano existencial. Después sorprendía al hombre, sin lugar a dudas, curiosamente descubierto, igual que a su elegido, antes bien clarificado por una tersura de piel oscura, más que por la mirada altiva, sincera a su gracia permanente.

En cuanto al resto, su artista lejano tenía el cabello negro, algo liso y bien arreglado para su preferencia de princesa. Así lo descifraba ella en su ceremonia espiritual. Al mismo tiempo se encantaba junto a sus cavilaciones increíbles. Desde luego sabía de su devoción creadora con la sobria música. Él era todo un solista de otra época indecible, sufrida en sus tiempos de nostalgias, quizá incomprendidas a su pobreza de hombre encarnado; igual, pese a todo, seguían muy contiguas sus almas embelesadas. Aunque había cierta felicidad, había en ellos otros días de lástima; sucedía así de mal porque las otras almas semejantes no eran capaces de demostrar sus sentimientos sinceramente. Y claro, por la causa de estas inclemencias rutinarias, la princesa enseguida caía rendida ante la voz ligeramente escuchada, ante la sonrisa seductora que él iba y dedicaba a los otros seres semejantes.

La buscaba linda en cada mirada insistente, ubicándola en los rostros femeninos que procuraba entre sus cantos trasegados. Pero nada de señales esperanzadas en rubores confiables.

El enamorado incansable, por su parte, proseguía los caminos de sus ayeres fracasados. Andaba solo por los callejones de una ciudad vanguardista. Miraba hacia los rascacielos del centro urbano por donde iba transitando. Era bien conocida esta metrópolis por muchos extranjeros. Estaba preciosamente ideada de entre un fulgor azulado de libélulas y lámparas públicas. Pero era claro todo el resto vivido, eran obvios sus pensamientos sublimes. Dicho artista iba sin un rumbo preciso. Llevaba su guitarra acústica en la mano izquierda. Bajo una noche, acababa de salir de un concierto que había realizado, hacía unas horas, en el teatro más concurrido del centro cotidiano. Ahora él cruzaba una cantidad de hombres y mujeres de ropas elegantes con miradas cortesanas. Los miraba de reojo y enseguida aligeraba su paso anhelante en desconcierto. Luego se aproximaba a su pequeño departamento, en donde se sentía algo feliz. Era famoso con su arte y su voz dulce. Era conocido por mucha gente famosa. Pero como todo no podía ser completo en su mundo, por allá lejos había brotado, en su interioridad, otra depresiva sensación de melancolía. Estaba mal engendrado, bajo su desgracia impensada; durante los años de infancia, ella, taciturna, ella, poco irrecuperable a sus días del ayer, entre los juegos inocentes ya perdidos.

Además, como si fuera mucha tragedia, su mujer suya no se aparecía por ningún lado del destino incierto y realmente suyo. Vagaba su sin rumbo extrañamente serpenteando por entre las sobradas apariencias y escasas alegrías. Tal artista, eso sí, intentaba descifrar a su princesa del encanto. La buscaba linda en cada mirada insistente, ubicándola en los rostros femeninos que procuraba entre sus cantos trasegados. Pero nada de señales esperanzadas en rubores confiables. Nada de ese amor idílico del amor. No encontraba a la pureza de la esencia suya, atrás de ninguna pretendiente empalagosa; tampoco comprendía quién era la preciosa del apego constante, ella con su juventud hechizada y su misericordia inacabada.

Por cierto, no había dudas para la princesa suya. Desde su claridad inmaculada, ella sí había lo descubierto, entre las muchas almas perdidas que seguían existentes en los otros universos procreados. La chiquilla, además, presentía un ocaso poético. Estaba encendido a sus abrazos en los que ellos estarían por fin juntos, hasta siempre, ellos reunidos, luego de tantos siglos, sufridos otra vez en desconsuelo.

Ahora bien, la princesa, entre una armonía de amor dedicado hacia su artista, por fin cesó de girar calmadamente, durante un solo instante estrellado en cielos bien concertados a cada infinitud. Al rato de haber pensado, cuando volvería al más allá ella, sola salió de su alcoba, dirigiéndose hacia el salón principal del castillo. Se fue con algo de ansiedad en su corazón. Bajó las escaleras de mármol oriental. Aún no cerraba sus ojos clarividentes. Estaba sola en el castillo del reino. Luego llegó a donde quería estar sin mucha demora. Caminó un poco más bajo el mudo crepúsculo. Hacia lo relajado dejó reposar su delgado cuerpo, sobre los sillones sedosos, así, ellos de coloraciones blancas.

Una vez allá, esperó hasta donde toda esa magia se haría en la noche; una noche de auroras, rodeada de muchos astros fugaces. Y ella lo seguía amando a él lejanamente junto a su confianza devota. Ella, por lo tanto, presentía ese maravilloso abrazo, aunado a su gran amor sincero, confiado desde sus otras verdades inhóspitas. Quedaban además unos escasos segundos para hacerse el final del crepúsculo insospechado. La mujer seguía esperando confiada a su tranquilidad aplacada. Luego entonces fue precisa la otra realidad. Todo se oscureció en ella, tras su muerte natural. La linda murió de un solo ataque al corazón inesperadamente. Falleció de dolor y por amor a su hombre. Fue el resultado de su otro romance latente. Aquí hubo en efecto otra muerte, fue la muerte de su esposo distante, quien se supo ya en otro espacio indistinto, algo confabulado en los misteriosos tiempos.

Y al final sin final, ellos dos se encontraron en otro mundo, ambos se abrazaron en sus linduras, sin nada de esa soledad, mal evocada atrás del tiempo. A lo distinto, hubo en estas dos almas fundidas un ahora y un hasta siempre, hasta el sinfín de sus inmortalidades.

Rusvelt Nivia Castellanos
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