XXXVI Premio Internacional de Poesía FUNDACIÓN LOEWE 2023

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Dos relatos

martes 25 de octubre de 2016

Syllabus de una vida

Manuel Ortiz acaba de cumplir dieciocho años cuando entra a formar parte de los Latin Kings. Con más pundonor que valentía, el joven chicano pasa las pruebas de admisión y después acentúa su spanglish y perfecciona la jerga. Luego aprende a limpiar meticulosamente sus zapatillas, se uniforma de amarillo y negro y ocupa su esquina. Allí vende cinco bolsitas diarias de cocaína en forma de crack y después gallea por el barrio. Pasa el tiempo y Manuel empieza a entrever las grandes posibilidades que le ofrece la “Nación”. Ser un camello de esquina es poca cosa y entra en tinglados mayores. Le va bien, pero, como está escrito, una mañana de julio el juez firma una orden de registro y la policía revienta la puerta de su casa. Tiene veintiún años. A los veinticuatro, cuando sale de la cárcel, está cansado. Ha aprendido que detrás del azar siempre se esconde la tiranía del tiempo. Ha comprendido que la experiencia es inútil. Cuando logra una entrevista con el “Virrey” de la zona, es un hombre incrédulo que no teme regresar a la cárcel. Entra de este modo en el gran negocio de la droga y se hace escurridizo y distante. Es casi invisible cuando, una noche con olor a marihuana, conoce a Allison Nader. La piel de la joven es un lienzo sin mácula. Contempla su vello lacio, ausculta el rubio del pubis, se corta los labios en las aristas de los huesos, muerde sus pezones rosáceos y erguidos, y le reconcome que vuelva a encenderlo. Piensa que bastarían un par de bofetadas para romper el hechizo, pero se ve tierno en el espejo de sus ojos. Es el anuncio de las primeras confesiones sangrientas, la profecía de venideros amaneceres lunáticos, el heraldo de anchos atardeceres de miel y de una persistente petición: la de que abandone el negocio y la banda.

El proyecto se llama “Syllabus de una vida” y es un experimento en el que únicamente algunos privilegiados podrán participar.

Algunas semanas después de la boda, la pareja viaja al desierto. Llegan a una casa que hay al borde de un páramo y Allison le presenta a los suyos: gente de pocas y escuetas palabras, gente sucia y seca como los cactus polvorientos que les dan sombra. Como yerno, es recibido con desconfianza, como cuñado con indiferencia. Apuran la última taza de café y, tras dos horas escasas de visita, Allison y Manuel continúan el viaje. Cien millas más allá, perdida entre la llanura inabarcable, llegan a la gasolinera de Yucca Valley, llenan el depósito y compran el viejo y descompuesto motel que hay junto a la carretera. Reparan los tejados, pintan y adecentan las seis habitaciones y ya están acostumbrados a las pequeñas dichas de la siesta y la inveterada rutina cuando (casualidad o error trágico) una voz conocida pide alojamiento. Es un viejo miembro de la banda que, tras identificarlo, exige explicaciones por la renuncia. Manuel Ortiz no las da. Primero hay amenazas sordas, después crispación de mandíbulas, pero, al atardecer, todo queda en un montón de palabras furiosas. Por la noche, rotos por la borrachera, llegan a un acuerdo y se hacen socios. A Allison, en su segundo embarazo, le sobra la intromisión, pero calla. Le subleva que el padre de sus hijos vuelva a las andadas, pero no lo juzga. Durante semanas, mientras él regresa al menudeo de las drogas, medita dubitativa un remedio. Urde, primero, la trama de un nuevo viaje, después da a luz una niña y, finalmente, encuentra la solución en el anuncio de un periódico local. Sin que él lo sepa, envía una solicitud y luego le habla del asunto solapadamente. Los primeros días lo adorna con la responsabilidad debida (la de un padre hacia sus hijos) y de gestos sutilmente maternales; después de incertidumbre hacia el porvenir; y, un amanecer (antítesis de las albas lunáticas de los inicios), de sentido común. Vence la güera y, al martes siguiente, viajan a Los Ángeles para que uno de los asesores del programa les informe. El proyecto se llama “Syllabus de una vida” y es un experimento en el que únicamente algunos privilegiados podrán participar. Utilizando vocablos que ni él ni ella han escuchado nunca, el psicólogo les dice que Manuel responde a uno de los perfiles que buscan. El experimento consiste en tratar de averiguar, con la mayor precisión posible, la fecha exacta de su muerte. No es que los voluntarios vayan a vender su alma al diablo; el cometido es de una gran importancia social pues, sean cuales sean los resultados, el experimento será, por encima de todo, un beneficio para la humanidad. Si Manuel aceptaba, debería permanecer en el hospital durante algunos meses, a lo sumo tres; tiempo durante el cual los médicos estudiarían minuciosamente su historial, su estado de salud y su genética. Pequeño inconveniente al que, posteriormente, habría que añadir otros: el cambio de hábitos, trabajar y vivir donde y como el equipo médico determinara y la necesidad de hacer pública la fecha de su muerte algún tiempo antes de que sucediera. La recompensa a todo ello sería generosa: la posibilidad de elegir un trabajo cómodo, de horario flexible y bien remunerado, una gran casa, educación gratuita para los hijos en los mejores colegios y universidades y dos grandes viajes al año (siempre programados por el equipo médico).

De regreso al desierto y a pesar de los alegatos de Allison, Manuel se niega a formar parte del experimento. No teme saber cuándo llegará su muerte, pero se niega a aceptar que alguien la prediga. Tampoco cree ser dueño de su vida, pero se resiste a que lo sean otros. Allison, al llegar al motel, ya ha decidido: al día siguiente, ella y sus dos hijos lo abandonan.

Sintiéndose sin futuro, el pasado no le importa.

Se inicia, entonces, el principio del fin. A las dos semanas, tres miembros de la banda y amigos del socio ocupan el motel. Ortiz protesta, pero de nada sirve. Solapan su presencia y siguen corriendo el alcohol y la droga. Poco después llegan las primeras busconas y se empiezan a escuchar las pistolas. La reyerta va pinzando los nervios de Manuel que apenas ya si duerme, que a duras penas soporta el orgullo malherido cuando una noche sin luna apuñala a su socio. Los de la banda, pregonando la venganza, lo persiguen. Casi lo atrapan, pero estaba escrito que Manuel encontrara a Allison. Un amanecer lluvioso, la güera lo esconde en una caravana y lo lleva a Tijuana. Allí, ella propone permanecer en México, pero Manuel no la escucha, se lo impiden su orgullo maltratado y la ira. Ella calla. Deja que pasen los días, que se diluya su rabia, y entonces le empieza a hablar del programa. Logra convencerlo, lo internan y, en lugar de los tres anunciados, son cinco los meses que permanece recluido en el hospital. Son decenas de pruebas médicas y de largas sesiones sicológicas; son horas interminables a la espera de la visita de Allison y los niños. Es el tiempo opaco de la duda y del miedo, de la mala conciencia y del enojo contenido, hasta que finalmente los asesores legales del proyecto le imponen un último requisito: el del cambio de identidad legal. Allison, repentinamente asustada, le dice que se niegue, pero en esta ocasión Manuel no cede. Ya no duda. Entre vestirse de amarillo y negro, regresar al motel y enfrentarse a los de la banda o refugiarse en el regazo aséptico de los científicos y sus experimentos, ha elegido lo último. Sintiéndose sin futuro, el pasado no le importa.

Durante los treinta y cinco años siguientes, hasta el momento de su muerte, Thomas Lynch vive en un pueblo de costa cerca de San Francisco. Su historia, conocida por todos, es, sin embargo, indescifrable. Aunque no queda constancia, dicen los más críticos que Manuel Ortiz, debido al consumo de cerveza y marihuana, casi logró romper con el programa en seis ocasiones, pues así lo anhelaba su diaria zozobra entre dos aguas, su constante debate entre el aburrimiento que adocenaba su cerebro y los arrebatos impulsivos por restaurar su pasado y asesinar a Thomas Lynch. Otros lo niegan y afirman que fue un ciudadano ejemplar. Pero son las últimas horas de su historia las que probablemente jamás podrán ser esclarecidas. Es veintiuno de noviembre, hace muchos años que Manuel Ortiz ha muerto, llega la hora de Thomas Lynch. Ese día, un helicóptero lo traslada a un hospital de San Francisco. Hay quienes afirman que, al entrar en la habitación, es un hombre risueño y sano, mientras que otros aseguran que ingresan ya el cadáver. Como queda escrito, ignoro lo que realmente ocurrió y su peripecia. Sólo apuntaré que, proyección de la leyenda o consecuencia del último yerro de la tragedia, últimamente ha ganado audiencia una tercera versión según la cual entre las personas que entraron con él en la habitación del hospital había una vestida de amarillo y de negro.

 

Hold Your Wee for a Wii

Durante la cena, su mujer le pregunta si ha oído el anuncio del concurso. El marido niega con la cabeza y a continuación simula estar interesado y la escucha. Sin escatimar detalles, la esposa habla sobre las características de la competición y asegura que, de no estar embarazada, sería capaz de ganarla. Él continúa callado. Ella insiste y repite varias veces que es una lástima que no pueda participar: el premio es una videoconsola Wii, una de las que desea tener Elaine. La niña, al escucharlo, se emociona y pide al padre que se presente. Él oculta su desasosiego tras una sonrisa y permanece silencioso. Los comentarios que la madre y la pequeña hacen sobre la prueba se repiten el resto de la noche y se siente cada vez más irritado. Quiere que se callen pero es él quien lo hace.

Al amanecer, lo despierta un trueno. Sale de la casa y ve caer las primeras gotas. Más tarde, en la ducha, le duele la cabeza. Se viste con desgana, entra en la cocina y la niña vuelve a hablar de la videoconsola. Es difícil de conseguir y muy cara. Le pide machaconamente que se presente y el padre fuerza una sonrisa. En el viaje de ida al trabajo, teme escuchar el anuncio y, en lugar de poner la radio, pulsa el play del CD. Durante las ocho horas que está en el cubículo, el recuerdo del concurso persiste. A veces, el trabajo tedioso y mimético que realiza le permite sacárselo de la cabeza, pero enseguida vuelve y va convirtiéndose en obsesión. Antes de salir de la oficina, llama a su mujer y le dice que llegará tarde. Tiene trabajo atrasado. Cena de pie. Luego entra en un cine y se sale a media película. Después bebe un par de whiskies y, esperando que las dos estén acostadas, regresa a casa.

Los participantes tienen que beber una botella de agua de 225 mililitros cada quince minutos. El ganador será el que aguante más tiempo sin orinar.

Esa noche no hay tormenta, pero sólo logra dormir unas horas. Se siente muy cansado, casi desolado al oír que la niña vuelve a hablarle de la Wii a la mañana siguiente. A las once fantasea con la posibilidad de huir a una playa del Caribe. Después del lunch le cuesta retornar a su cubículo; pero lo hace y a eso de la una y media, cuando la inquietud emerge con nuevos bríos, cree que lo mejor es presentarse. Al rato lo piensa de nuevo, rechaza la idea y decide zanjar el asunto de una vez y decirle a su familia que, en esta ocasión, no va a participar en concurso alguno. Regresa a casa antes de lo habitual y a punto está de gritarles “no” durante la cena, pero calla. Esa noche no duerme y, al día siguiente, se inscribe.

El concurso tiene lugar en un supermercado de la ciudad de Los Angeles. Al principio, está nervioso. Al poco rato, escuchando las recomendaciones de uno de los organizadores, sonríe. Luego, mientras otro asegura que se han tomado todas las medidas necesarias para evitar contratiempos, deja de sonreír. Lo llaman. Firma el documento que descarga a los patrocinadores de toda responsabilidad, escucha al locutor de la emisora anunciando el inicio de la competición e intenta relajarse. “Hold Your Wee for a Wii”. Los participantes tienen que beber una botella de agua de 225 mililitros cada quince minutos. El ganador será el que aguante más tiempo sin orinar. A los cuarenta y cinco minutos, está convencido de que puede ganar. A los setenta, más de la mitad de los concursantes se retiran y se pasa de las botellas de 225 mililitros a las de medio litro. Algunos temblores de piernas a los cinco litros; dolor de cabeza a los seis, y a los siete y medio, en el momento en el que decide abandonar, confusión general. Queda en segundo lugar. El trastorno de la memoria, el estrago nervioso y el colapso final llegan algunas horas después de tener que ausentarse del trabajo. Muere en su casa y solo. Encuentra el cadáver la esposa, pero es la hija quien con mayor quebranto llora la pérdida.

Álvaro Romero-Marco
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