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Tríptico porteño visto a los ojos de un semibárbaro

viernes 20 de enero de 2017
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Jesús Rodríguez

Nota del editor

En noviembre de 2016 este poema del venezolano Jesús Rodríguez (Maracay, 1984) recibió el primer lugar en la mención Poesía de los XII Concursos Anuales de Arte de la Legislatura de Buenos Aires, Argentina, como reportáramos en diciembre. Hoy lo presentamos a los ojos de la Tierra de Letras por una gentileza del autor.

I
Plaza Once

Enroscado sobre sus pies
como serpiente tallada con un pedazo de noche
el senegalés avanzó hacia mí
con la pereza elegante del mar Caribe al amanecer,
con la paz de los campos recién labrados,
con la seguridad de quien sabe que el mundo no es más
que una extensión de la propia casa.
En su mano izquierda, un maletín de falso cromo
en donde guardará conjuros, polvos de huesos,
raíces de nombres impronunciables,
lentes Ray-Ban falsos de 70 pesos,
su dignidad doblada y guardada dentro de las páginas de su pasaporte,
la foto de una bisabuela que guarda osamentas bajo la cama,
y un pedazo grasiento y frío de “famosa pizza a la piedra”
que le regaló un paisano la noche anterior.
Ha viajado desde su aldea natal a lomo del hambre,
la sed,
el miedo.
Ha cruzado el océano trayendo en sus ojos
la visión atávica del barro y la arcilla.
Buenos Aires le rinde homenajes de piedra y concreto.
Se acercó extraviado y de una mano enorme y hermosa
como tarántula domesticada,
hizo brotar un papel con caligrafía borracha:
“Independencia al 1482”.
Tanta tierra y agua entre nuestros orígenes.
Absurda la escena, el plano, el encuadre
entre dos que se conocen
y se reconocen
y se desconocen
en una plaza donde parecen concentrarse todas las meadas del planeta.
Él, en su pobre español, dijo llamarse Mor Ba.
Yo, en mi peor francés, no dije nada.
Dos mamíferos extranjeros de la especie Sapiens Sapiens
intentando dar con la dirección donde quizá a Mor lo esperaba
un pedazo de pan
el mate cebado al que se habría acostumbrado
una porción de vida
una mujer que duerme
la ilusión del hogar y la intimidad.
“Independencia al 1482”, dijo ahora desde su orfandad demandante.
Entonces acudió a mí
la maldita costumbre de proteger desvalidos,
porque un senegalés cualquiera
—especie de humano en serie a los ojos del que observa al acaso—
y que deambula protegiendo su tesoro trucho
de relojes de oro plástico
no puede ser otra cosa que una causa perdida.
Súbito, percibí el misterio:
la divinidad y el universo se revelaban ante mi ojo bárbaro
bajo la forma de Mor, amo y señor de la bisutería y la ternura.
Fue entonces cuando, feligrés asustado,
atiné tan sólo a remarcar lo obvio:
“¿Necesitas ir a esta dirección?”.
Fue así que Mor supo que yo era el perdido
y en su español reciente de voseos crepusculares
dijo que provenía de un antiguo clan de cantores y magos.
Y al abrir su boca
—luna llena azabache preñada de estrellas—
dejó salir sigilosa la canción del mundo.
Yo no entendí, pero dijiste “madre”.
Yo no entendí, pero dijiste “río” y “palma”.
Yo no entendí, pero dijiste “olor de tierra llovida”,
y “aullido remoto del padre chacal”
y “muerto que aparece y cura”
y “enfumbe”
y “nganga”
y “zarabanda”
e “Ikú”.
Toda la melancolía de la especie cupo en ese minuto
en que conjuró el invierno e hizo retroceder
con el sol negro de su voz
la soledad y el espanto.
Su canción se elevó sobre nuestras cabezas
y casi pudimos verla flotando en el aire
como esos globos que los niños sueltan al aburrirse
y suben graciosos a estallar en medio de la tormenta.
Luego abrió los ojos.
Plaza Once aparecía lavada ante nosotros.
El cielo mismo parecía de espejo
pero nadie se detuvo a escucharlo.
El mundo a veces devora sus propios milagros.
Un policía andrógino le indicó su destino
y sin despedirse, él, tan magnate del óxido,
sabiéndonos entonces la misma carne,
se perdió con su caudal de zafiros de vidrio.

 

II
Constitución

En Salta y Brasil
la joven prostituta yacía en el suelo agonizante.
Princesa al revés,
flor que no fue,
el metal certero que la mano colega y enemiga
había dirigido con odio
hacía brotar de su pierna la sangre que gustosos lamían los perros.
El cigarrillo negado con desdén
o el habitual cliente por años
casi amante, casi amigo
que la vieja hetaira había perdido sin pelear
con la pájara más joven recién llegada del Norte
eran causas probables de la tragedia.
Con parsimonia luctuosa otras pájaras
fueron apareciendo de a poco,
atendiendo el trino mortuorio del ave cantora
que sacrificada iba naciendo al frío.
A la cabeza del cortejo iba La Jujeña,
anciana pajarraca monarca de la cuadra,
despojo en harapos frecuentada sólo por cirujas especialistas
que apreciaban y agradecían devotos
el big bang ancestral de sus caderas.
Más atrás,
como los objetos y los rostros transparentes
que solemos ver en los sueños,
una bandada de pájaras plañideras
maldecían corifeas el puñal que abrió la carne.
Un dominicano enorme y macizo
como una ceiba prehispánica
exigió llorando con voz de doncella adolescente
que la ayudaran a la pobre,
que tan cuerva quien hirió a la alondra,
que alguien hiciera el favor de espantar a los perros
que obcecados insistían en beber de la sangre.
Un viento marino abrió violento las puertas y ventanas
de todas las pensiones,
llenando la calle de un perfume de madera vieja,
de sopa rancia,
y lavandina
y sudor de todas las épocas.
De los contenedores de basura
reptaron al homenaje los buscadores de tesoros,
que entre la porquería y el detritus saben encontrar semillas de cobre.
Un albañil rugoso, preestrenando cara de viudo,
lloraba en silencio.
Otra prostituta manca,
a la que le faltaba la pierna izquierda
y le sobraba instinto mercantil,
intentaba convencer a un abuelo venerable
de gorra a cuadros, diario y pan recién comprado
de dejarse arropar un rato por el oleaje
de su inmenso océano mamario.
Buitres avergonzados rodeábamos,
carroñeros y solemnes,
a la viajera que ningún Caronte llevaría a ninguna parte.
Era tan obvia la muerte que casi nadie escuchó el aullido.
Del útero de la Tierra ayes funestos precedieron al prodigio.
Desde el claroscuro de un zaguán, transfigurado en visir de lo Abominable,
en dolorosa y santísima virgen hermafrodita,
el Leidigaga avanzó teatral
para oficiar esa pobre misa de pobres,
y con su ronca y morena voz chimeil
entonó su letanía de salmos blasfemos:
“¿Por qué? Si apenas tenía catorce años
y había venido de alguna frontera a exorcizar el olvido”.
“¿Saben los dioses acaso
que en esta parte del mundo
creemos en ellos?”.
“Yo, perla barroca,
vientre de sal,
pecho estéril que jamás dará de comer,
¿debo ser la sudaca Piedad que deje morir
entre mis brazos estibadores
y mi pecho marinero
la hija que nunca habré de engendrar?”.
En señal de respeto todos dejaron de oler pegamento.
Los perros, lujuriosos, cesaron de lamer la sangre.
Poco a poco, el aire,
la respiración, el silencio,
se fueron haciendo de mármol.
Sólo después pudo caer la noche.

 

III
Liniers

“Vámonos de esta tierra,
acá nunca conoceremos el mar”.
Y dirigiendo a la mujer y los niños
a paso de hombre marchó al Sur,
con rumbo a la fundación aérea que Juan de Garay
supo ganarle al agua y al junco.
Al arribar a la bellísima ciudad
vio que los hombres del planeta habían llegado como él,
sacudidos como el pasto seco que el viento barre en silencio.
Conoció así que Buenos Aires,
ese frescor de luz hecho filigrana,
era el delta donde tributaban todas las posibilidades de la especie.
Con horror y alegría vio a miríadas de habitantes
del reino altiplánico del cual provenía.
A alguno preguntó dirección
y en la palabra “Liniers” halló la cruz en el mapa.
Recordó que hacía quinientos años que tenía hambre.
El acullico vino a remendar errores.
Caminó de espaldas al río y al llegar a destino
elevó agradecimientos en lengua imperial.
Alzó los ojos y vio el cielo más celeste
y las nubes más blancas
y un sol hecho como de todos los oros
lo hizo saberse hijo de todos los dioses.
Luego fue la visión
y el jugo amargo de la hoja madre
convirtió aquel mercado de la nostalgia
en el Apocalipsis revelado de la raza:
vio los espíritus de mil llamas
y todas ellas eran sus ancestros;
vio arquitectos que discutían cómo levantar
una pirámide hasta el Sol;
vio en los rostros de los verduleros
artesanos que otrora habían sometido el barro y el metal;
vio en los cargadores de sacos de granos
a los ingenieros que trazaron las calles
más cercanas a las estrellas;
vio al soldado blanco guerrear contra el soldado mestizo;
vio a los viejos libertadores hurgar los escombros
del basurero del Tiempo;
vio a los que urdieron la intriga que incendió el Imperio;
vio los campos sembrados de pólvora;
vio la hoja de vida hecha polvo de muerte;
observó jubiloso los conquistadores del lago
que luego desviaron el río
y supieron ofrendar canciones al mar.
Vio todo el maíz del mundo
y cada uno de sus colores.
Oyó la madera silbar hecha flauta,
olió remoto el salitre perdido
y saboreó en el aire el regusto de la sangre y el tabaco.
Una mujer centenaria vino a sacarlo del trance
cuando con sonrisa hecha de toda la plata del reino
le pidió algunas monedas
para ofrendar a la virgen que entretiene la pobreza.
Sólo así pudo abrir su talego de siglos
y con solemnidad de cumbres del Ande
y sin haber visto el mar
sacó su bandera de colores geométricos,
la extendió en el suelo
y sentándose sobre ella con toda naturalidad
se dispuso a vender su alma.

Jesús Rodríguez
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