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La biblioteca de Arturo

sábado 29 de mayo de 2021
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La biblioteca de Arturo, por Jesús Rodríguez
Un día, a los diez años de edad, prendí la luz y descubrí la biblioteca de Arturo.

El arte de la lectura, antología digital por los 25 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2021 en su 25º aniversario

La primera vez que tuve conciencia de que había otros países distintos al mío, a Venezuela, fue en el Mundial de Fútbol de Italia 90 cuando vi en la televisión el partido entre Argentina y Alemania en la final de aquella copa.

Corrijo, decir “tuve conciencia” es exagerado para un niño que contaba seis años entonces. En realidad, la conciencia verdadera casi nunca se llega a tener a ninguna edad. Más correcto será decir: “Me di cuenta a los seis años de que había otros países diferentes a Venezuela”. Mejor.

El narrador gallego que relató la final de ese mundial anunció ese partido como “el duelo entre los dos mejores países del mundo”.

Países, no selecciones, no equipos.

Nunca olvidé aquello.

Crecí con la creencia de que ser nacional, ser venezolano, era un acto de injusticia, algo inferior a ser internacional.

Y no sólo se me reveló de golpe que Venezuela no estaba sola en el planeta, como parece ser el caso ahora, y que tampoco era uno de los dos mejores países del mundo, sino que, además, por la misma narración de aquel gallego ilustre, descubrí, con asombro y con horror, es decir, desde la magia, que había algo llamado “nación”, otra entidad llamada “internacional” y algo más que era “extranjero”.

Con “internacional” y “extranjero” empecé a partir de ese momento a tener pensamientos graciosos, al menos así me parecían. Noté, una vez aprendidas estas nociones, que siempre se referían en el noticiero a otros países en la sección “Internacionales”, mientras que para hablar de los acontecimientos en Venezuela estaba el segmento de “Nacional”.

Entonces, esto me molestaba, pues creía que era injusto que todos los países del mundo fueran internacionales menos ese en el que yo había tenido el azar de haber nacido.

Crecí con la creencia de que ser nacional, ser venezolano, era un acto de injusticia, algo inferior a ser internacional.

Por suerte, ahora creo que no considerarse de ningún lado es lo mejor.

“Extranjero” era una palabra bastante rara para mí. Me sonaba a la Onidex, la Oficina Nacional de Inmigración y Extranjería. Cuando pasaba junto a mamá por la sede de ese organismo en mi pueblo veía una larga fila de los que después supe eran peruanos, ecuatorianos y colombianos que esperaban con paciencia andina su cédula venezolana.

Inmigración y extranjería.

Crecí con la seguridad de que para ser extranjero tenías que ser peruano, ecuatoriano o colombiano, incluso, los envidiaba un poco porque ellos sí eran internacionales.

Ahora que soy un extranjero viviendo en el extranjero, la palabra se me fracturó y dejó a la vista el hueso.

Todas estas categorías inmensas de territorios y espacios superaban los límites de mi reducida geografía: mi cuarto, el apartamento donde vivía con mis padres, la escuela y la casa de mis tías.

En la casa de mis tías era donde más me gustaba estar, pasar el tiempo allí sin hacer nada.

En el patio de esa casa vivía un carpincho llamado Manuel, al que habían criado como un perro y era muy manso e inteligente. Hasta el día en que el pacífico animal se almorzó una pastilla completa de jabón y murió, de forma irónica, soltando espuma por la boca.

Me fascinaba subirme a las tortugas que deambulaban por el patio, eran mi taxi para moverme de un lado a otro por el corral lleno de flores. Tardaba horas, o lo que eran horas en mi concepto del tiempo en esa época, para que el agotado animal uniera un extremo y otro del patio.

Con los años leería a Quiroga y entendería que, para poder llevar a un hombre a cuestas, o a un niño, una tortuga necesita primero oler el miedo que produce el zarpazo del tigre.

Pero el sitio que más me gustaba de la casa de mis tías era el cuarto de mi abuelo, aunque en realidad todos le decíamos “el cuarto de Arturo”.

Rápidamente Arturo: el primer novio de mi tía Fanny, flaco, apasionado por el detectivismo y la parapsicología, parecido a Kafka y curioso lector que falleció a los veintiocho años un día en que el camión donde transportaba azúcar se estrelló contra la cara de un cerro y se prendió en el fuego más dulce.

Crecí imaginando, hasta el día de hoy, que la muerte olía a caramelo quemado.

Arturo había habitado ese cuarto hasta finales de los años setenta. Luego mi abuelo lo ocupó. Yo aprovechaba cuando mi abuelo se iba a jugar dominó y a tomar cerveza o a trabajar en su corralón de materiales de construcción para entrar en ese cuarto, el de Arturo.

Podía pasarme mucho tiempo dentro de ese huevo de penumbra, no por falta de electricidad, tal como es el caso ahora en Venezuela, sino porque se me iba bien el tiempo allí y así, entrenando los ojos en la noche artificial de esa habitación, tratando de descifrar los olores acumulados durante años en ese pequeño espacio del mundo.

Un espacio, un lugar donde te sientes fuerte y a gusto, como dijo Castaneda.

Allí encerrado nadie podía verme, pero yo podía escuchar a todos.

A veces venían las amigas de mis tías. Con ellas conocí lo que después entendería como una forma de literatura, de poesía: el arte de aludir eludiendo, de decir sin nombrar, escondiendo el objeto directo de las frases bajo caparazones verbales floridos.

Eran maestras del eufemismo.

Desde el sopor negrísimo del cuarto de Arturo me imaginaba a esas viejas urraqueando en la sala de la casa, rodeadas de budines y café con leche.

De esas visitantes, Mireya era la que guiaba esas ceremonias del escarnio. Una frase cualquiera de ella, para referirse a una situación de cuernos y embarazo de alguna conocida en común entre ellas, por ejemplo, podía ser: “¿Supiste que Fulanita dio el mal paso y ya está ahorrando para los escarpines?”.

O bien:

—La que te conté según y que se entiende con el viejo Mustafá.

—¿Y quién te dijo eso, niña? —respondía incrédula una de mis tías.

—La que tú sabes.

Crecí pensando durante un tiempo considerable que Mustafá era un tipo tan genial y comprensible que incluso podía llegar a ser amigo de alguien a quien no le conocía el nombre.

Les juro que desde el sopor negrísimo del cuarto de Arturo me imaginaba a esas viejas urraqueando en la sala de la casa, rodeadas de budines y café con leche, dándole a la lengua el uso por el que se ganó el derecho a ser un sinónimo de “idioma”, maquilladas con coloretes baratos, engullendo los postres mientras desplumaban a cualquiera que tenía la maldita desdicha de caer en su implacable ronda de farándula parroquial.

Por estas maneras y costumbres de mis parientes, y porque para mí todo el mundo era viejo menos yo, estaba seguro de que mis tías habían nacido en la época de la Independencia.

De Santiago no tengo buenos recuerdos. Yo lo escuchaba discutir con mi tía Fanny en el cuarto de al lado cuando llegaba borracho. Si respiraba lo más quieto y silencioso que podía, lograba oír a Santiago pegándole a la tía. Pero ella era maestra del disimulo, recuerden, y para ocultar el dolor y la humillación aprendió a gritar para adentro. Luego se maquillaba y salía a conversar, como si nada.

Era maravilloso ser invisible, pasar desapercibido, que nadie notara mi presencia ni mi ausencia.

Un día, a los diez años de edad, prendí la luz y descubrí la biblioteca de Arturo.

No la había visto antes de puro distraído. O de tan concentrado en el desarrollo de mis sentidos y habilidades entre tinieblas.

Lo cierto es que allí estaba el pequeño mueble lleno de libros hongosos que a nadie en esa casa le importaban.

Según los científicos, la memoria es el director de montaje más cruel. Corta aquí, edita allá, une estas escenas que nunca existieron, suprime esto que pasó, amplifica con un gran angular tal momento y al final nos presenta, como en un tráiler mentiroso, la versión más a nuestro gusto y favor del basurero de nuestra historia.

Pero a pesar de ello, recuerdo, creo, de creer como el que cree que dios existe y no como el que dice “creo” cuando no está convencido de algo, creo, ergo, estoy seguro, en acordarme exactamente de muchos libros que el extraño Arturo se encargó de acumular allí en su corta existencia:

Textos sobre fabricación de títeres, cursos a distancia para aprender a hipnotizar (incluía péndulo), libros sobre el despertar del tercer ojo, Ramón J. Sender, Mis primeras lecturas bíblicas, Fulcanelli, Platero y yo, los mejores ejemplares de la Biblioteca Salvat, Ovidio, una antología de José de Espronceda, Hágase detective en 30 días, los poemas de amor de Pablo Neruda (una selección, además), Fábulas de Samaniego, Bolívar masón.

Lo que quiere decir que Arturo era por un lado un ser frágil y sensible, un enamorado ridículo y sin cura de los que leen poemas de José Ángel Buesa y cultivan la rosa blanca en junio como enero.

Pero en su cara oculta, Arturo era un monje orate que soñaba con pertenecer a sociedades secretas en donde podría dominar a los seres inferiores y que quería controlar las fuerzas de la alquimia, desconocidas por completo en mi tan poco pretencioso pueblo desde su fundación en el siglo XVII.

Crecí con la certeza de que un lector tenía que ser necesariamente alguien como Arturo, un tipo abominable que habitaba en la frontera de la obscenidad y el pecado, aunque no dejara de salir cada mañana con su viejo Ford azul a repartir azúcar al mundo después de leer eso de “para que me escuches, mis palabras se adelgazan a veces como las huellas de las gaviotas en las playas”.

Asumida entonces la imagen y las maneras de lo que debía ser un lector, quedaba entonces el problema de cómo empezar a serlo, o, mejor dicho, cómo ser Arturo, porque muy en el fondo lo admiraba en secreto, aún sin haberlo conocido. Me imaginaba que tal vez ese genio de pueblo había pasado muchos días, así como yo, sentado al borde de la misma cama mientras leía, entrenando los sentidos a través de las lecturas mientras disfrutaba de su lugar en el mundo y su invisibilidad.

Aún ahora queda algo de eso: cada vez que entro a buscar algún título en específico o a hurgar en una librería me emociono, mi corazón se acelera, siento ganas de meterlo en mi mochila.

Razoné entonces que el siguiente paso natural era empezar a robarme los libros de la biblioteca. Uno a la vez, para que no notaran la ausencia si alguien se acercaba a buscar algún libro, lo que cual, está de más decir, no iba a pasar.

Todavía recuerdo el primer libro que sustraje de aquella cueva, la emoción de caminar a ciegas en la penumbra mientras me acercaba a lo más parecido a una fuente de conocimiento que tenía entonces; la sensación de taquicardia al tomar cualquier volumen al azar y guardarlo en mi pequeño bolso de tela azul, el olor del café que mis tías recién colaban antes de sentarse a hacer la autopsia moral de alguna pobre hija de vecina.

Aún ahora queda algo de eso: cada vez que entro a buscar algún título en específico o a hurgar en una librería me emociono, mi corazón se acelera, siento ganas de meterlo en mi mochila, llevármelo sin pagar y me dan ganas de tomar café. La lectura es también un hecho conductista.

Pero ese día en que me robé mi primer libro pasaron horas antes de saber qué ejemplar había tomado. No quería saber hasta llegar a mi casa, encerrarme en mi cuarto y descubrir cuál iba a ser el primer libro que me pondría en la senda correcta para ser Arturo, el abominable hombre de la oscuridad.

Esa tardé jugué con las tortugas, bajé arándanos del árbol (allá se llaman “uva de playa”), le lancé palos al carpincho porque me veía con ojos tristes, pero, sobre todo, me entretuve especulando cuál libro habría elegido en la penumbra: tal vez El Gran Grimorio del papa Honorio, 1.000 y un chistes de gallegos, Leyendas de Guatemala, Anuario espírita 1972 o El libro de San Cono: interpretaciones de los sueños y demás combinaciones para sacar la suerte.

Todo el camino a casa estuve callado. Mamá preguntó qué me pasaba. Que no hablara era normal, pero algo debió notar en mi estado casi derviche. Algo de nervios sentí, seguro; miedo, ganas de llorar, de reírme, de salir corriendo y sentarme bajo un árbol a ver qué carajo había tomado de la biblioteca de Arturo.

Ya en casa entré a mi cuarto en silencio, cerré la puerta con delicadeza, abrí la mochila y saqué el ejemplar confiscado a la humedad y al olvido: Ficciones, de Jorge Luis Borges.

Hasta ese momento, el único Jorge Luis que conocía era mi hermano, de dos años de edad entonces, y me parecía un nombre original, con estilo. Aunque no se crea, en Venezuela, hasta no hace mucho, la gente todavía era registrada con nombres como Jorge, Jesús, Miguel, Gustavo y hasta Jaime, nombres que ya nadie parece elegir para sus hijos en mi país.

Decidido a ser Arturo, abrí el ejemplar y me topé para siempre con esa maravilla llamada “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, un génesis mucho más importante y mejor escrito que aquel que aparece en La Biblia, ese viejo best-seller de ciencia ficción y aventuras.

Con el tiempo me di cuenta de que esa primera vez que leí ese cuento no entendí nada, y mejor así, porque desde entonces busco repetir esa sensación de maravilla, asombro y temor que tuve en mi primer encuentro con “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”.

Crecí como lector con la sospecha de que la literatura, para ser considerada como eso, tiene que ser un prodigio que maraville, no importa si te hace peor o mejor, pero tienes que salir distinto después de la experiencia de esa lectura.

Otros libros me robé de la biblioteca de Arturo, pero nunca ninguno dejó tanta marca en mí como ese iniciático de Borges.

Con el tiempo te das cuenta de que los lectores no son formados únicamente por los libros, sino por otros lectores incluso ya muertos como Arturo.

A fin de cuentas, todos somos el mismo hombre que lee y se maravilla, en todas las épocas, todos los libros, que es el mismo libro, en cualquier formato.

Con los años me mudé a Buenos Aires y pude recorrer muchos de los sitios que Borges frecuentaba, en donde dio clases, la biblioteca en donde trabajó, el café que solía visitar.

Pero ninguna biblioteca o librería de acá me ha parecido tan valiosa y reveladora como aquel mueble podrido y a punto de sucumbir en donde Arturo guardaba sus libros.

En todo caso, creo haber cumplido con el designio que me autoimpuse: ser el lector que fue Arturo, entender el mundo bajo su ridícula mirada, honrarlo cada vez que leo algo como La Odisea o Confesiones desde Ganímedes.

A fin de cuentas, todos somos el mismo hombre que lee y se maravilla, en todas las épocas, todos los libros, que es el mismo libro, en cualquier formato. La lectura, como los espejos, es abominable porque multiplica, Borges, el número de lectores.

 

P.D.: en 2017 fui a Venezuela por las fiestas de Navidad. Entre los libros que me llevé esa vez para leer estaba el mismo ejemplar de Ficciones que había robado de la biblioteca de Arturo hacía años. Lo llevo siempre conmigo por cábala.

Una noche lo dejé sobre lo mesa de la sala de la casa, después de haber hojeado por vez número sesenta mil “Pierre Menard, autor del Quijote”.

A la mañana siguiente, cuando me disponía a ir a la cocina, observé a mi madre con el libro en las manos, callada, concentrada, la escoba de pie y recostada en el pecho, la ventana al fondo con la luz del amanecer apenas, la hora mágica. No tuve que decir nada, mi madre habló por los dos:

—Años que no veía este libro. En el cuarto de Arturo había uno igual. Nunca lo leí, pero me gustó tanto el nombre del escritor que me prometí ponerle el mismo nombre a algún hijo mío.

Hasta eso nos había dejado Arturo.

Jesús Rodríguez
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