Dante el Elefante vivía en una sabana, la más calurosa y pacífica de la región, vivía con su papá Vicente el Elefante y su mamá Patricia la Elefante con sus trompas colgantes. Dante era el pequeño de su familia y muchas veces sentía que no era tomado en cuenta. Para su cumpleaños número ocho, Dante el Elefante pidió a su padre que le regalara la pelota más grande de la sabana, pero Vicente se rehusó a cumplir tal capricho, argumentando que su hijo no podía jugar con una pelota muy grande, pues Dante el Elefante era pequeño y no gigante.
En las noches Dante se acostaba y pensaba en sus orejas, tan pequeñas que apenas cubrían sus costados, en su trompa tan corta que apenas si podía juntar las hojas de las que se alimentaba, y en sus patas tan poco alejadas del suelo que pisaba. Y Dante pedía crecer, ser el Elefante más grande de su familia, para así pisar a sus primos que lo molestaban cada día.
Luego de su cumpleaños ocho siguió el nueve y el diez, luego el once y el doce y Dante el Elefante no crecía como quería, pronto sus primos lo rebasaron en altura y cuando comparaban el tamaño de sus trompas reían al ver que Dante, por más que intentara, siempre mostraba su trompa humillante.
Mientras Dante mojaba su cuerpo con su trompa, comenzó a cantar una melodía que se sabía desde la infancia.
Dante veía a los demás animales de la sabana, las cebras se caracterizaban por sus rayas, los cocodrilos por ser calmados bajo el agua, los leones por intimidar a los demás animales y los elefantes por ser gigantes. Mientras paseaba por ahí, Dante el Elefante vio a una jirafa, con su cuello largo y elegante, le pidió ayuda pues quería crecer como ella.
—Oh cariño, no puedo ayudarte —exclamó la jirafa—. Mi cuello es largo y bello y por ello no puedo dártelo.
—Pero no quiero tu cuello —respondió el Elefante—. Quiero ser gigante como tú.
—No sé de qué hablas, eres elefante, claro que serás gigante, sólo disfruta la vida y sigue adelante.
Dante volvió con sus primos y desde abajo los observó, todos tenían largas patas, orejas grandes y trompas como serpientes. Él en cambio apenas podía ser como los demás, debía encontrar algo que lo distinguiera pues si no era por su tamaño de alguna manera tenía que resaltar.
Llegó el cumpleaños de Vicente el Elefante, y se planeaba la mayor fiesta de la sabana, hasta el Rey León asistiría, así que los elefantes fueron a tomar un baño, mientras Dante mojaba su cuerpo con su trompa, comenzó a cantar una melodía que se sabía desde la infancia. Una iguana que caminaba por ahí se detuvo ante tan bello sonido y le pidió a Dante que repitiera lo que acababa de hacer. Cuando Dante terminó su canto tenía un gran público rodeándolo. Los animales lo estaban viendo.
En la fiesta, mientras la pasaban bien se acercó la iguana a Vicente y le pidió que todos guardaran silencio e invitó a que Dante pasara al frente. Ya se había corrido la voz de lo bueno que era Dante, así que la muchedumbre empezó a exclamar:
—¡Que cante, que cante, Dante el Elefante!
Y Dante cantó, pronto se convirtió en la estrella de la sabana, aunque era pequeño fue admirado por su gran voz, desde entonces en cada fiesta siempre llegaba el elefante para cantar radiante.
Dante el Elefante se convirtió en cantante, y la mejor parte de sus días era cuando los animales gritaban: ¡que cante, que cante, Dante el Elefante!
- Dante el Elefante - jueves 26 de enero de 2017
- Siete noches junto al mar, de Luis Zapata, o un Decamerón contemporáneo - miércoles 6 de abril de 2016