Las vacaciones de verano guardaban un respeto común para todos y todos, como peregrinos a su ermita, lo comprendíamos sagradamente. Acompasados por un mismo ritmo, por las tardes acudíamos al patio de la vieja quinta que se extendía rectangularmente, como cómoda alfombra, a la espera de nuestros pisotones, nuestros gritos y nuestras experiencias núbiles.
Daban las cuatro de la tarde y mi cuerpo se activaba como geranio ante la luz primaveral. Salí corriendo de mi morada con la sonrisa dibujada exageradamente en mi rostro, pero intempestivamente me detuvo la sombra de Ruperta, que se distinguía solemne entre los muchachos que ya alborotaban el patio. Cuando pisó el umbral de su pórtico, mi mirada, como siempre, se perdió en la inmensidad de la suya. Sus grandes ojos me sumieron en un estado de sopor, que sólo un cotidiano trato desapacible o una inesperada caricia plácida hubiera podido hacerme despertar de aquel adormecimiento juvenil. ¡Hey, despierta idiota! —gritó Ruperta. Su sopapo retumbó mi oído izquierdo, produciéndome una leve sordera querible. Querible porque sirvió de recuerdo por tres días que me mandó a reposo. Días adoloridos donde mis oídos pensaron adorablemente en sus suaves manos dañinas.
En aquel patio, cuando correteábamos, los movimientos de Ruperta armonizaban una consonancia sin parangón. Sus quince años florecían en prado renacido, que mis ansias por tocarla se volvían en un tartajeo al actuar, hablar y sincronizarla. Ella se acercaba a la venustez en perfección, pero su conducta reposaba sobre un recipiente de agua pura y envenenada. La recuerdo desde que éramos niños, recuerdo su mirada avizorando los objetos de forma semejante a un ser embrujado; agridulcemente los contorneaba hasta decidirse qué hacer con ello, besarlo o tirarlo. Esto socavaba inevitablemente mis pensamientos de otrora, día a día sumergiéndome en una frustración eterna.
Ruperta me había subestimado hasta el cansancio, me quiso ridiculizar en medio de todos, y no podía acobardarme.
Aún herido por el sopapo, descansando en el mueble de mi sala, podía distinguir su extraña sombra en el filo de mi puerta. Por años su ser voluble me había causado varias heridas, sin dejar espacio a la esperanza de oír un perdón. Pero, esta vez, caminaba en puntillas dando vueltas oscilantes; esta actitud sospechosa me hacía recabar en un milagroso arrepentimiento o, simplemente, en un malévolo plan de empeorar mi situación. Duré varios días en cama, un poco asustado por su merodear, pero me recuperé pronto. Sin embargo, a los pocos días, mi recuperación fue aplastada nuevamente como un gusano asqueroso.
Ocurrió en el atardecer del día siguiente. Daban las cinco de la tarde cuando mi valentía se puso a prueba haciéndome aceptar, sin remedio, el reto. Ruperta me había subestimado hasta el cansancio, me quiso ridiculizar en medio de todos, y no podía acobardarme. Subí lentamente, con la seguridad de que mi agilidad me protegería. Cuando me hallé en la cima, todos me alentaban desde abajo, con ese ánimo de amistad y de burla a la vez. Salté del balcón de Jaime sin parpadear, que distaba del suelo unos tres metros. Al abalanzarme, sólo vi acercarse mis piernas sobre la acera dura. En un último segundo, cerré los ojos, y sólo sentí el pesado impacto en mi tobillo izquierdo, quedando mi cuerpo inerte en medio de las risas. Bajo mi inconsciencia podía oír la carcajada escandalosa de Ruperta enmudeciendo a todos, la hacía parecer un payaso fingido, sin gracia y burlón. Al recuperar la consciencia, comprendí que, una vez más, la niña engreída había vencido.
A pesar de que fue sólo un esguince que me postró nuevamente, el temor por la rara vigilia de Ruperta me lastimaba más que los sopapos y las caídas. Entre mi puerta semiabierta, notaba su silueta erguida apoyada en el marco de su entrada. Su seriedad causaba pavor, pero una mirada de resignación hacía verla con admiración. Con los brazos cruzados, ojeaba mi casa, el portón de la quinta, el suelo, el cielo; parecía esperar un suceso o una presencia, era extremadamente difícil poder entrañar en sus decisiones radicales.
A los dos días me sentía en perfecto estado, los dolores habían pasado y las tardes parecían envolverse en una atmósfera ligera y con toques de sosiego. Pero no pasó mucho para volverme a sentir herido y sangrar, esta vez, por dentro. Jaime, debido a mis ausencias con el grupo de la quinta, me había visitado. Le conté de mi sentir agradable luego de mi recobro, pues ahora saltaba como cual niño en un trampolín. Me lanzó una ojeada de suma felicidad, como compartiendo algo que también podría sumarse al momento de júbilo. Y así fue. Rebalsó su alegría con su noticia, pero aplastó la mía en un instante. Su confidencia excedió toda sangre en mi interior desilusionado. Ruperta, según él, parecía mirarlo constantemente, parecía sonreírle a escondidas y parecía tocarlo sin motivo cuando jugábamos, es decir, parecía quererlo con ese amor adolescente que todos sentimos, pero que pocos tocamos.
Cuando Jaime partió, me tiré al mueble, aquel que siempre me acogía cuando caía enfermo o cuando se suscitaban momentos como aquellos. Echado, contemplé el techo sin parpadear, como esperando caer una respuesta o un consuelo. Mi mente intentó reflexionar, imaginar el motivo de aquel gusto, el presente para ellos al verlos correr de la mano o su futuro, borroso aún para mis ideas catecúmenas. Me sumergí en el amor que le predicaba, la recordé con un suspiro atragantado. Recordé cuando ella, apoyada en su puerta, parloteaba con las chicas de la quinta, yo la espiaba desde al frente, desde un agujero secreto de mis cortinas. Descifraba sus ademanes e intentaba con esmero interpretar sus vistazos a mi fachada. Podrían ser reojos superficiales para pensar en su conversa o, en mi utopía, la esperanza de verme salir. Yo sabía que la atracción profunda sobre mi pecho había rebalsado. La conocía desde hace una década, y desde la primera vez, mis años se habían convertido en un antro de espera, de sueños, de miradas, de golpes y, ahora, de desilusión. Ella podría estar de amorío con Jaime y mi presencia en la quinta se hacía un espectro resistiéndose a la tierra.
Al día siguiente, aún cabizbajo, salí a la ermita, al templo testigo de mis risas y de mis llantos. Mi cuerpo sabía que distrayéndome podría convivir con las malas noticias, aunque como contragolpe, estaba su presencia, estaba ella; pero no me importaba, sabía que sudando podría, tal vez, eliminar todo disgusto y toda pena. Cuando inició el juego, Ruperta se adelantó, veía su espalda, sus pantorrillas engruesarse con cada trote. Corrí detrás de ella, para vencer en el juego, tenía infortunios atorados en mi pecho que todo acto me impulsaba a gritar y explotar. Cuando me adelanté, me encontraba a un centímetro de sus pasos, el juego era mío e inevitablemente sería el vencedor. De pronto, mi cuerpo voló estrepitosamente sobre el pavimento, sintiendo el golpe resumirse en mi muñeca izquierda.
Al abrir los ojos, me encontraba tendido en mi fiel mueble. Esta vez no fue fractura, ni esguince, sólo los normales efectos dolorosos de un desplome o una patada. Ruperta me inmovilizó por tres días no tan queribles, y aunque parezca masoquismo, no fueron queribles porque el golpe no había hecho contacto directo con sus suaves manos, sino con sus toscos zapatos y el áspero piso. Las próximas noches fueron de sobresalto. Sentí nuevamente su andar pausado deslizarse por la berma de mi fachada. Mi comprensión fue confusa, una vez más.
Como sombra imponente, había aparecido de golpe al lado mío. Su estatismo me causó pánico.
Mi muñeca mejoró muy rápido, pero decidí reposar unos días. Pensé que quizá mi ausencia podría causar un extrañar en Ruperta, o sencillamente, consolidar su supuesto amor con Jaime. A decir verdad, me alentaba cavilando que nunca había notado nada raro en ellos, se trataban de manera muy normal, pero muchas veces los amores nacen así, inesperadamente, como descubriendo un tesoro que siempre estuvo cerca y, a partir de allí, se abraza para siempre. Una sensación de resignación me tranquilizó un poco. La siesta de ocaso sobre el mueble había sosegado mi adolescente alma intranquila. Me sentía colmado de paz, como cual solución bendita llega al problema indisoluble. Recostado en mi mueble, mi mano no tan herida reposaba sobre mi vientre, mientras mis ensueños reclinaban sobre un vasto cielo sagrado. Empero, respiré a las horas un aire de misterio, como vaticinando un devenir paradójico. Miré con atención a mi puerta y no noté presencia alguna de Ruperta. Me serví un café y resolví encerrarme en mi cuarto, con la intención de recuperar la armonía de mis sentimientos.
El último día de mi dolor, oscurecía y no conciliaba el sueño, los pasos de Ruperta se habían ausentado. El mueble de la sala me amparaba otra vez en su regazo. A pesar del atardecer avanzado, decidí no encender la luz, me convencí de que con la del poste fuera de mi casa era suficiente para consolidar mi sueño. Sentía el viento cálido ingresar por mis ventanas, a la vez que avistaba la tonalidad naranja oscura que adquirían los objetos al recibir la iluminaria externa. A los pocos minutos, dormitando con las manos sobre el pecho, pensando en mis quehaceres colegiales, oí un ruido seco a la entrada, noté las cortinas moverse con fuerza y repentinamente la presencia dominante de alguien se encontraba al lado de mi cabecera. Era Ruperta que, como sombra imponente, había aparecido de golpe al lado mío. Su estatismo me causó pánico, dejándome inmovilizado, ideando miles de cosas. Su cuerpo recibía una parca luz plomiza, y sólo la silueta de su rostro y el brillo de su cabellera se hacían blanquecinamente notar. Sólo me quedó cerrar los ojos y esperar mi muerte.
Al amanecer, una pregunta me atormentaba: ¿por qué me besó?
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