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Tres episodios bien mamones de la vida de Trump

martes 30 de mayo de 2017
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“Cuando se crea el caos, se hace bien”, piensa Trump.

Teoría del caos

Caminando junto a Melania en un centro comercial de Fifth Avenue, Trump se tropieza, y al intentar sujetarse, se lleva consigo una vitrina llena de costosísimas miniaturas de cristal. Éstas, al estrellarse, le dañan la cara y las manos. Ciego con su propia sangre, se levanta desesperado, manoteando, con lo cual golpea a su esposa que intentaba ayudarlo y ésta termina noqueada. Víctima de náuseas al ver la sangre de su esposa, vomita el desayuno en el fulgurante piso y en el albo abrigo de una horrorizada dama que esa mañana no se imaginaba que su millonaria prenda acabaría llena de fideos a medio digerir. Trump, tras ser atendido por un médico, sale a la calle y camina hacia Central Park. Sabe que con el desastre que ha causado debería sentirse feliz, pero no es así; hay un desasosiego que no lo abandona. Pronto encuentra a una mariposa que rítmicamente extiende sus alas amarillas sobre el césped. Con un enérgico pisotón la aplasta. Piensa en los cientos de chinos que con ese movimiento se salvaron del tifón que los azotaría; chinos que participarán en la carrera armamentística de su país, o en un plan para crear e invadir otro Tíbet. Chinos que aplastarán con sus tanques a estudiantes en la plaza de Tiananmen, que comerán millones de simpáticos perros, y que importarán toneladas de productos pirata. “Cuando se crea el caos, se hace bien”, piensa Trump, ahora sí feliz, con el orgullo de quien cumple adecuadamente con su deber.

 

Lucha con hipopótamos

Cansado de echar a migrantes, de guerras y de prostitutas envueltas en celofán, Trump inserta un anuncio en un diario donde ofrece sus servicios como luchador profesional con hipopótamos. “Con o sin máscara, a gusto del cliente”, señala en dicho anuncio. Sorprendentemente, esa misma tarde le llaman para una entrevista relacionada con una oferta laboral. Para no tener un trato especial se coloca una peluca que cubre su anaranjada y rala cabellera.

—¿Razones para solicitar el puesto?

—Sentimentales, como todo lo que vale la pena en este mundo.

—Se ve usted muy pequeño para hacer frente dignamente a un hipopótamo —dice el entrevistador, que irónicamente es un hombrecillo, estirado y con tiesos bigotitos.

—El tamaño de los hipopótamos siempre es engañoso. Suelen usar pequeñísimas tangas, mediante lo cual se destaca su volumen (el volumen es una cuestión de vanidad entre los hipopótamos, ¿sabe?). Además yo mismo sepultaba a los que iba venciendo; supongo que eso me hizo crecer en aquel entonces —explica, aunque pareciera que nada puede vencer la incredulidad del hombrecillo, cuya fe —está visto— se encuentra cimentada en hombres rudos, de enorme estatura y gran peso. Empeñado en conseguir el empleo, Trump se cubre el rostro, aparentemente turbado por los recuerdos; entre sollozos y gritos repentinos, repite una y otra vez: “¡Ah, Vietnam, ay, qué tiempos, Dios, qué tiempos… cuando un hombre era un hombre, y un hipopótamo era… ¿cuándo acabará este dolor?”. El hombrecillo trata de calmarlo, sin éxito. Nervioso ante las miradas que comienzan a fijarse en ellos, no le queda más remedio que decirle a Trump que ya se calle, que ha sido contratado. Al ser cuestionado sobre el lugar donde desea comenzar a desarrollar su actividad, éste responde atropelladamente: “En Vietnam, claro está”, convencido —como todo buen estadounidense que gusta de ver arder cruces— que Vietnam es un poblado de Hawái desde donde se exportan ukuleles. Con el nuevo empleo de Trump se espera en breve una nueva era de cooperación, y aun de hermandad, entre los Estados Unidos y Vietnam, a menos, claro está, que esta nación proporcione hipopótamos que pierdan los encuentros, lo cual motivaría un nuevo conflicto entre ambas naciones. Tal posibilidad, sin embargo, es lejana, considerando que la CIA en secreto se ha abocado durante años al tráfico de esteroides para el consumo de esos animales. Bendita CIA, nuevamente salvas al mundo.

 

Piensa dónde han quedado los buenos presidentes que bailan la mamushka reivindicando con la buena comedia la esencia de la política americana.

Razones

De las fotografías que cuelgan en las paredes de la Casa Blanca, Trump le tiene especial afecto a aquella en donde aparece abrazado fraternalmente del ex presidente Ronald Reagan. Trump explica que cuando lo conoció, se hicieron tan amigos que el entonces mandatario, tras ingerir varios whisky on the rocks le confesó que su aguda aversión a la Unión Soviética se debía a dos razones: 1) Porque jamás fue capaz de asumir exitosamente —y aun comprender— el método de Stanislavski, y 2) Porque cuando, años atrás, durante el rodaje de una película, fue incapaz de interpretar a un oficial ruso que tras ser rechazado en matrimonio por una bella dama, oculta sus lágrimas con dignidad ejecutando un típico baile de ese país, consistente en cruzar los brazos mientras se mantiene en cuclillas y extiende una y otra pierna rápida y alternadamente. La ejecución fue tan ridícula y desastrosa que, en adelante, sólo le proporcionaron papeles segundones en películas de vaqueros. Riendo a mandíbula batiente, el mandatario estadounidense comenta que en ese momento de su relato, Reagan, con la mandíbula temblorosa y para ocultar sus lágrimas, volvió a tratar de interpretar con frenesí el baile ruso. Del encuentro con Reagan sólo lamenta: 1) No haber grabado a éste mientras intentaba bailar, y 2) No haber sido su padre para decirle, también con lágrimas en los ojos, lo decepcionado que estaba de él. Desde ese día Trump no puede evitarlo: observa la fotografía, recuerda y ríe, a veces durante días enteros, incluso mientras trata de pronunciar un discurso, para finalizar con un largo suspiro mientras piensa dónde han quedado los buenos presidentes que bailan la mamushka reivindicando con la buena comedia la esencia de la política americana. Dónde, caray, dónde.

Alejandro Rosen
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