En la cafetería, las humosas nubes de aroma, procedentes de tazas de café recién servido, se sumaban al aerosol blanquecino de los cigarrillos, se combinaban con los envolutados olores del emparrillado, donde dorábanse suizos y bollos, luego chocaban con una bocanada de ardor espiritada que escapaba de los radiadores y, finalmente, se esparcían por el techo de la estancia, ocultando sus fantasmagóricas siluetas en algún rincón desapercibido.
Pharmacius se sentía hasta tal punto estúpido que era incapaz de imaginarse decidiéndose a escoger unos guantes sin que, en ese mismísimo instante, no le acometiesen cientos de consejos familiares en contra de la compra de esos guantes.
Desde que el año académico había vuelto a empezar, todos los estudiantes retomaban la costumbre de visitar la cafetería a diario. Las causas no siempre obedecían a razones de hambruna estudiantil, ni estaban siempre motivadas por el deseo de charla. Había veces en que tampoco se deseaba un café o infusión, ni echar una partidita al billar u hojear por unos minutos el diario o cualquier materia de examen. Sólo aquellos que conocían bien los perversos recovecos del mundillo universitario podrían afirmar que existen otras muchas razones, en general desconocidas, para visitar la cafetería con otros fines muy distintos. El amor parecería una buena razón y, sin embargo, no fue esa la que conmovió la conciencia de Pharmacius Croppe el día en que decidió dar gusto a sus ensoñaciones. La cafetería era un lugar extremadamente acogedor y la silla en que se hallaba sentado tan cómoda que podría permanecer por horas inmóvil sin perturbar la cálida y agradable posición que había adquirido cuando llegó.
Pharmacius había crecido escuchando las advertencias de su padre, un ilustre farmacéutico austríaco, de que, en la vida, las herramientas primordiales del triunfo eran el metodismo, la austeridad laboral —y con ello la apasionada dedicación— y una ambición sin delimitaciones. Por ello, cuando, después de aprobar sus exámenes de bachiller, decidió —más bien a causa de los deseos insistentes de su padre que por voluntad propia, que carecía de grandes pretensiones y vacilaba como una pluma al viento— proseguir sus estudios como químico y farmacéutico, esperó a que su estancia en la ciudad universitaria despertase en él la apetencia por alguna materia de estudio, con la intención de conformar las ansias de orgullo de su padre y librarse así de una mareante persecución de reproches. Pero la complejidad del caso reducíase no sólo a las apremiantes insistencias de la paternidad, que quería ver satisfechas las expectativas que de un porvenir prometedor toda la familia vaticinaba a Pharmacius, sino que se extendía a un sinfín de absurdas peticiones maternales, como por ejemplo informar, a través de telegramas, del resultado de todos y cada uno de los exámenes por los cuales debía pasar, así como no faltar, a través de una abundante correspondencia, al relato detallado, mes a mes, del estado de su salud, de su aspecto, de sus progresos sentimentales, o de sus estrecheces pecuniarias estudiantiles.
Para Pharmacius, la comparsa familiar, cuya curiosidad había llegado a un punto insostenible, hurgaba demasiado. No así su padre en particular, que pretendía apartarle de los contactos femeninos, los cuales, a su juicio, conducían a distracciones nada provechosas que podrían apartarle de su carrera. Ante semejante perspectiva de opiniones, Pharmacius se sentía hasta tal punto estúpido que era incapaz de imaginarse decidiéndose a escoger unos guantes sin que, en ese mismísimo instante, no le acometiesen cientos de consejos familiares en contra de la compra de esos guantes.
Contrariamente, el respaldo anatómico acolchado sobre el cual apoyaba su espalda parecía ofrecer una completa autonomía, pues su costado se deslizaba suavemente, descansaba y, de forma amable, invitaba a adoptar cualquier posición pensable, dentro de todas las posibles que podían ocurrírsele en una silla. Puestos a pensar, la silla le resultaba más cercana y comprensiva que su familia.
Es más, desde que se desplazó a la Residencia Universitaria desde su ciudad natal, todo, empero, le parecía más cercano y comprensivo que su familia. En realidad, no había nada en particular que le produjera semejante efecto, pero, en un conjunto, la habitación con vistas a un prado propiedad de la Residencia, y los camaradas de otras facultades, le concedían una apariencia hogareña a los lugares que diariamente debía visitar por reglamento antes de tomar sus clases en la Facultad. De todo, amaba el formidable desayuno, compuesto por chamuscadas lengüetas de tocino frito, bizcochos rancios y café hirviendo como agua de fregar, las interminables filas de espera para entrar en los cuartos de baño, y las misas inacabables del padre Massei, cuya oratoria era capaz de dormir a un caballo insomne.
Resultaba contradictorio para Pharmacius que, teniendo su padre el dinero suficiente, le hubiese enviado a un lugar tan incómodo como aquel. Era comprensible que los progenitores y, en especial, el padre, deseasen para su hijo una educación disciplinada, rayana incluso en la severidad más absoluta, al objeto de orientar su pensamiento hacia sus obligaciones, el estudio y el trabajo, pero las despropiciatorias condiciones de esparcimiento que podían ofrecerle en un sitio así sólo le adormecían ante las páginas de los tomos de Química Orgánica que yacían moribundos en su escritorio, obra de Herbert Meislich.
Sentado ante la ventana cristalera de la cafetería, Pharmacius prefería observar el ir y venir de universitarios mientras engullía un bollo relleno de mantequilla que visitar a cierto profesor para conocer el resultado de sus prácticas en el laboratorio. Realmente, no había por qué alarmarse si encontraba incongruentes sus calificaciones con las horas que destinó al estudio de las prácticas, ya que, de un tiempo a esta parte, una extraña inquietud cubría todos sus deseos diarios, desde el momento en que había abierto los ojos al despertar hasta que volvía a cerrarlos al final del día, sin poder nunca achacar este estado de pasiva indolencia hacia las cubiertas de los libros que debía de estudiar, y de indecible animación cuando se trataba de contemplar las calles ya otoñadas de la ciudad cuando subía hasta la facultad en autobús, a ninguna enfermedad conocida. Era obvio que su sensatez decaía por momentos.
Sin quererlo, al comer, se aplicó una garrafal dentellada en el dedo índice cuando su amigo Franz le saludó con una palmadita en el hombro:
—¡Hola, Pharmacius! ¡Precisamente te buscaba!
—Hola, Franz —musitó Pharmacius, intentando no soltar un aullido de dolor—. ¿Por qué me buscas? —terminó, con un penoso gallo en la voz.
—¡Amigo mío, hoy todo el mundo te busca! ¿Por qué no acudes a clase? Hay una jauría de profesores furiosos decididos a empalarte.
—¿A mí? —exclamó Pharmacius, sin importarle ya dejar escapar otro de sus desafinos vocales.
—¿Pero qué te ocurre, amigo? ¿Tienes algún problema?
Sería vano esforzarse en traducir al lenguaje humano lo que seguramente columbiformes, paseriformes y otras aves de percha se comunicarían entre sí en un día primaveral como ese.
—¿Yo? ¿Y por qué habría de tenerlo? —contestó, aclarándose la voz con un sorbo de té preparado al estilo paquistaní, como era su predilección.
—¿Pero cómo puedes ser tan cínico? —exclamó Franz—. Eres el delegado de estudiantes de quinto curso, el jefe de prácticas de los departamentos de química orgánica, fisicoquímica, técnicas instrumentales y farmacodinamia, vicepresidente de la asamblea de alumnos, portavoz estudiantil del colegio mayor Friedrich Bayer, editor de la gaceta universitaria y organizador de los torneos farmacéuticos de billar, ajedrez y futbolín, ¿y aun así osas preguntar que por qué te buscan? ¿Pero estás loco o padeces trastorno mental bipolar?
Arrojándole a su amigo una mirada aviesa, Pharmacius continuó mordiendo y masticando con extrema parsimonia el “suizo” relleno de mantequilla.
Nadie, en realidad, parecía entender cuanto le sucedía, por lo que sería vano esforzarse en traducir al lenguaje humano lo que seguramente columbiformes, paseriformes y otras aves de percha, cómodamente prendidas de las ramitas de los álamos del campus, se comunicarían entre sí en un día primaveral como ese.
Sin duda alguna, ningún camarada o profesor lo entendería. A lo sumo, alguien se afanaría en correlacionar el sonograma de las canoras con el fotoperiodo vernal, el índice polínico o el grado de deshielo de los arroyos, sin que su genial inteligencia, por siempre enfrascada en cálculos y mediciones, fuera capaz de intuir en qué estado febril, desesperado y paradójicamente adormecido se encontraba el alma pensante de Pharmacius.
Ni tan siquiera la agudeza de Zenaida Bach, la chica de los ojos de serpiente —a quien Pharmacius había llamado a la cara “aspirante a bruja”, por leer libros de inteligencia emocional y practicar reflexología podal, yoga y feng shui— se habría percatado de los sutiles castigos que el equinoccio vernal estaba infligiendo a Pharmacius.
- Pharmacius, de Amelia Modrak
(capítulo I) - jueves 8 de junio de 2017 - Sol de invierno, de Amelia Modrak
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