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Vértigo horizontal

sábado 24 de junio de 2017
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Miré para abajo desde un balcón y vi un carro parqueado en la acera y había dos personas y esas personas no me veían. Esa, en realidad, es toda la historia y no hay mucho más que contar. Sin embargo hay cosas que pasan abajo y que nadie más mira desde arriba porque desde arriba, por lo general, no se puede ver mucho. Lo poco que podía ver me delineaba una conversación en dos dimensiones. Desde la altura se pueden escuchar muy pocas cosas y los movimientos parecen más precisos y más calculados de lo que son. Me quedé viendo ese carro y a esas personas mientras hablaban de algo que yo no podría conocer porque no conocía ni el carro ni a ese hombre y en especial no conocía a esa mujer; a esa mujer que desde arriba parecía tan sólo una niña.

La forma en la cual alguien mueve los brazos o cierra la puerta de un carro quizás no dice todo pero dice tanto.

No fue una conversación larga y el carro tenía las luces de parqueo prendidas y desde ese ángulo no se alcanzaba a ver la placa. El carro era color azul-quemado y de pronto era viejo aunque no era tan viejo como para que esa fuera su característica esencial. Era azul y el que lo manejaba hablaba con una niña desde una ingenuidad algo emocionada y no alcancé a oír casi nada de lo que decían. Me inventé diálogos y nombres y gustos para el teatro a escala de esa escena improvisada. La forma en la cual alguien mueve los brazos o cierra la puerta de un carro quizás no dice todo pero dice tanto; esos gestos pintan el tono y la ansiedad detrás de unas palabras incapaces de viajar once pisos en la altura.

No miré para adelante en ningún momento porque allá no había sino un vacío lejano y las calles estaban calladas y ni siquiera ese viejo y destartalado carro azul hacía ruido. Creo que nadie más que yo lo miraba. El carro simplemente estaba ahí: quieto, mudo y quizás algo cansado, mirando desde otro ángulo lo que pasaba entre dos personas que a la vez miraban cómo se evitaban mirar. Ese carro observaba desde el fondo y desde un lado, de la misma manera en la cual yo analizaba desde otro lado y desde arriba; realmente ninguno de los dos tenía nada distinto que ver. Yo tampoco era viejo en ese momento, ni tampoco ahora cuando trato de recordar los pedazos de diálogo que me inventaba mientras veía a los dos adolecentes caminar en círculos y mover la cabeza como para intentar no decir nada demasiado grave.

En algún momento un carro, éste más nuevo y casi gris, salió por el garaje del edificio y con un pito corto y delicado, hizo ese gesto tímido de tengo que salir. No sé ni qué pasaba dentro de ese otro carro, ni quién lo manejaba, ni si estaba discutiendo algo con otra persona, ni tampoco si esa persona estaba triste. Los carros cerrados y con tantas ventanas negras nunca me dicen nada. El carro azul y el que lo manejaba retrocedieron un metro y medio mientras ella se acomodaba un dedo sobre el mentón y recostaba el codo sobre el otro brazo cruzado. Con el dedo índice y del pulgar se apretaba el labio inferior. Parecía esperar ansiosamente que se acabara esa transacción algo costumbrista pero necesaria del tránsito urbano un domingo-a-las-cuatro-de-la-tarde. Alcancé a escuchar el brusco freno de mano que cementaba el caucho de las llantas al asfalto y lo vi a él salir del carro incómodo y mirando para los lados como para asegurase de que estuvieran solos. Ninguno de los dos miró hacia arriba mientras yo los miraba hacia abajo.

Ella se dio una vuelta aunque no la terminó para mirar hacia la portería mientras medio alzaba una mano con ese gesto universal de tranquilo que no pasa nada. Ese gesto me parecía innecesario porque ese niño-hombre no parecía agresivo aunque sí un poco alterado. No escuché lo que decían pero ella estaba inquieta y cada tanto daba un paso y medio hacia atrás cuando él trataba de dar un paso completo hacia delante. Él se tocaba la cara y los ojos y parecía musitar un perdón rendido que después completaba, gracias a una culpa algo vieja y también quemada, con una frase de justificación o de excusa. A ella, creo, no le gustó para nada y alcancé a escuchar un asomo de risa que tenía a su vez algo de burla y de recriminación y de no te creo ni mierda.

Quizás se sintió desarmado, o estaba cansado, o las rodillas le dolieron de estar tan tiesas dentro de ese carro azul y viejo. Se sentó sobre el capó pero no se sentó del todo. Quizás sólo se recostó con los pies cruzados y los brazos también. Siguió mirando para los lados mientras yo los miraba a ellos y me llegaba una intuición de que todo su cuerpo estaba como posando para una foto. Sin duda él decía más que ella y ella contestaba con la misma postura de hace cinco minutos, con el brazo todavía quieto bajo el mentón. Creo que se cansaron de no saber nada y hubo un silencio en el cual ninguno de los dos se miraba. Ese silencio me llegó como una ola y me sentí triste porque sabía que alguno de los dos iba a salir de allí desesperado. A veces ella se peinaba o se arreglaba las gafas. Él a veces se metía las manos a los bolsillos del pantalón y a veces también, durante el silencio, jugaba con las llaves.

Me pregunté si ella podría estar sintiendo un vértigo parecido el mío. Me pareció probable. Me pareció que entre ellos dos había una distancia parecida a la que había entre mi balcón y ese carro azul. Supuse que el vértigo horizontal e hipotético de esa niña, que desde arriba parecía triste pero hermosa, decía mucho sobre ella y sobre mí y sobre el hecho de que yo empezaba a quererla.

Me partió el alma que no lo hubiera empujado con fuerza hacia el carro y que no hubiera entrado corriendo al edificio y que ese carro no hubiera arrancado duro y en primera.

La vi tan triste y tan callada. Creo que la amé intensamente por veinticinco segundos. Nunca había detallado a una niña sin verle no más que el moño del pelo café claro y la parte de arriba de una chaqueta de jean y unas gafas negras que casi no brillaban. Pensé que me hubiera gustado tener otro carro como ese; uno más azul y más viejo, y poder llevármela de ahí para otro lado donde nadie nos mirara desde arriba o desde abajo y donde pudiéramos estar en silencio. Yo hubiera querido compartir también un silencio, uno sin tanta distancia y sin tanta espera; uno con más cariño y con menos espectadores.

Él dejó de recostarse y se paró y ese me pareció su gesto más agresivo y más vanidoso. La miró sin abrir la boca como para decirle por favor no más y preguntarle qué estamos haciendo. Ella se asustó, creo que ya se había acostumbrado a esa distancia cómoda. Creo que se había tranquilizado con esa salida quieta y sin decir nada; esa salida que a veces todos quisiéramos poder convocar cuando estamos bravos y mudos y cansados de estar tanto tiempo parados sin decir nada. Él se le iba acercando con dulzura, le cogía el codo suavemente desde abajo y a pesar de todo la miraba y le decía algo sin volumen. Ella miraba para abajo y me mostraba su cola de caballo y creo que en ese momento ella le sonreía resignada como exhalando un está bien, no es tan grave.

Me partió el alma que no lo hubiera empujado con fuerza hacia el carro y que no hubiera entrado corriendo al edificio y que ese carro no hubiera arrancado duro y en primera dejándome saber, por fin, que esa relación se había acabado. Me estaba matando saber que ella no mirara para arriba y me gritara ya voy y que no hubiera subido once pisos de escaleras para decirme vámonos que ya está tarde.

Ella se sacudió como soltando un polvo o una ceniza antigua y le cogió la mano y él sonreía por debajo de la boca como contándole un chiste mientras ella giraba la cabeza y movía los ojos diciéndole con demasiado cariño eres un idiota. Se montaron al carro soltándose la mano sólo para cerrar la puerta suave, sin rencor y tampoco con rabia. Se demoraron un rato dentro del carro casi como si se estuvieran reconociendo de nuevo con un beso viejo o como si ese fuera un beso nuevo y para nada arrepentido. Finalmente ese carro azul-quemado y viejo hizo un ruido y después empezó a andar hacia delante y juro que yo nunca más volví a mirar para abajo.

Santiago José Gómez
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