Los músculos tensos eran una señal desfavorable, alarma inminente de su ansiedad. Caminó por el corredor. Un paso por cada baldosa de reluciente negro, un paso por cada vez que se interrogó: “¿Qué diablos me pasa? He hecho la misma interpretación durante los últimos veinte años, por lo menos unas treinta veces, y ahora me viene está inseguridad de novato… ¿Qué diablos me pasa?”. Siguió caminando, inhalando fuerte, recordó los movimientos que recomendaba realizar a sus alumnos en los momentos de espera y en las postrimerías del acto. Dobló el cuello a lado y lado, alzó y bajó brazos, abrió y cerró cada uno de los dedos de esas manos extrañas y frías, demasiado peludas y largas, para pertenecer a un hombre de tan baja estatura. Flexionó rodillas y giró, simulando círculos, sus pequeños pies de mujercita. No mentía a sus alumnos, el cuerpo pareció relajarse, pero el sudor ahora aparecía para incomodar. No se impacientó. Miró el extravagante Tissot que dormitaba sobre su muñeca izquierda y comprobó que a pesar de tan larga espera, faltaban más de veinte minutos para salir. Decidió ir al baño pero se encontró con que estaba ocupado. No quiso esperar y recordando el baño del parqueadero se dirigió hacia las escaleras. Antes de hacerlo la curiosidad pudo más y quiso ver el estado del salón: los rumores de toda la gente conversando, riendo: el auditorio casi lleno: las caras conocidas y desconocidas: los compañeros de siempre: la familia: las expectativas: y él ahí, como un soberano güevón temblando de miedo.
Desapuntó su pulcra camisa y se la envolvió en la mano derecha. El golpe contra el cristal, a pesar de lo estrepitoso, sólo tuvo un eco de notas graves, apagadas.
Bajó los escalones que comunicaban con el parqueadero. Un poco para pasar desapercibido se cubrió el rostro con las manos, simulando que tosía, cuando pasó ante una familia que acababa de parquear su automóvil. Transitó desapercibido. Apresuró el paso y por estar mirando hacia atrás, comprobando que la familia no lo había identificado, se estrelló contra una columna de cemento. Su frente se estremeció con el golpe, pero peor parte llevó uno de sus párpados que de inmediato empezó a lagrimear y a arder. Continuó caminando, ahora como un infante, con las dos manos protegiéndose el ojo izquierdo. Llegó a la puerta del baño. Giró la perilla de la puerta y la encontró trancada. Trastabilló tercamente contra la puerta y al final no consiguió abrirla. Sudó excesivamente, se retiró el abrigo y lo botó al suelo, junto a la puerta del baño.
Volvió el rostro contra los autos. Llegó hasta la columna F4, en donde había parqueado el Volkswagen. Esculcó con impaciencia entre la ropa sin encontrar las llaves. Recordó: el abrigo. Consiguió abrir el capó y arrancó los cables coloridos que mantenían funcionando la alarma. Se dejó de convencionalismos, desapuntó su pulcra camisa y se la envolvió en la mano derecha. El golpe contra el cristal, a pesar de lo estrepitoso, sólo tuvo un eco de notas graves, apagadas. Corrió el pasador y se zambulló en la cojinería como un cerdo entre un lodazal. Sacó de la guantera una navaja inglesa, un frasco ámbar de medicamento homeopático y una licorera. Cerró con fuerza la puerta, sin darse cuenta de que la camisa había quedado sobre el piso. No le importó, caminó con el torso desnudo hasta la puerta del baño. Se desesperó, maldijo su suerte. La luz del corredor parecía más tenue, más extinta, o quizá era el sudor bajando por sus cejas lo que no le permitía ver con claridad. Desenvolvió la navaja inglesa y apuñaló las guardas de la cerradura. Se movió frenético hasta que consiguió destruir todo el pequeño mecanismo de resortes, cilindros y platinas. Jadeante descubrió que quedaba parte de la cerradura sujeta a la madera y la puerta seguía trancada. Manipuló la navaja hasta encontrar un diminuto serrucho que más que cortar, parecía incluido junto al destornillador de estrella para despertar ternura. Agotó sus últimas fuerzas, apoyada la mano izquierda en la pequeña circunferencia de la cerradura y la mano derecha sosteniendo con fuerza la navaja. En un descuido, los pequeños dientes del serruchito se desviaron y fueron a clavarse entre el dedo índice y el corazón. Sólo hasta ese momento sus cuerdas vocales se articularon para desencadenar un triste alarido: “Mis dedos, mis dedos, mis dedos, noooooooooooooo”. Se recostó contra la puerta mientras observaba el prominente hilo de sangre correr por su brazo. Cayó contra las blancas baldosas del baño, de forma inesperada, luego de que la puerta se abriera. Dos personas saltaron sobre su cuerpo. Los observó con inquina: un joven y una chica aún más joven. Se levantó con dificultad y encendió la lámpara. Retiró con asco y aversión una pequeña caja de preservativos que encontró sobre el lavamanos. Vio la figura descompuesta que le presentaba el espejo y se negó a creer que fuera cierta. ¿Cómo iba a salir con ese rostro desencajado, con esa inflamación en el ojo izquierdo, con la vestimenta incompleta y para colmo con la mano lastimada?
Abundantes chorros de agua fría rodaron por su cara y su pecho. Una buena sensación en medio de ese absurdo caos. Se arregló el cabello, se acomodó el pantalón y salió en busca de su abrigo. No lo encontró. Vació el frasco ámbar de medicamento homeopático sobre su boca y lo tragó entero regándolo con un chorro de whisky, que bebió con fruición de la licorera. Un poco más aliviado salió hacia el corredor. Su cabeza era una fiesta y sus ojos eran la pista de baile. No se tropezó con nadie hasta que llegó a las inmediaciones del auditorio. El encargado lo miró con una expresión de aturdimiento, como si el propio mesías fuera el que se propusiera a entrar al escenario. Tambaleándose dio los primeros pasos sobre el escenario. Las voces se apagaron de inmediato y sólo un murmullo disminuido como de chicharra pareció cubrir toda la sala. Las luces se encendieron y le hicieron ver en su sombra el vestigio de quien fuera ese cuerpo maltrecho y sin camisa que quería hacerse pasar por Jim Warren. El público, a la expectativa, creyó intuir que los tiempos habían cambiado. Ahora que la gente estaba cada vez más absorta en sus dispositivos electrónicos, ahora que habían querido cambiar el aroma terroso de las hojas de los libros por una pantalla táctil, ahora que la tertulia había sido reemplazada por el bombardeo de conversaciones en línea, ahora que los hijos eran educados por videojuegos y música estrafalaria. Ahora y sólo ahora, era posible esperar una vanguardia en el muy clásico espectáculo de la música de cámara. Y si aquel pretencioso hombrecillo con el párpado izquierdo y los dedos maquillados simulando heridas, y vistiendo apenas un pantalón que parecía revolcado, y simulando además que se tambaleaba al caminar, quería ser artífice de esa vanguardia, eran ellos unos privilegiados por hacer parte de la historia. Así que, sin más, el auditorio entero se levantó en una ovación sobredimensionada.
El silencio cubrió la sala cuando una mujer se abalanzó sobre Warren.
Jim Warren se paró frente a su público, colocó la mano herida tras la espalda y realizó la respectiva venia. Se instaló en la banqueta, modificada especialmente para que su pequeño cuerpo no quedara en desventaja con la inmensidad del piano al que se enfrentaba. Cerró los ojos, alzó sus manos sucias, pegajosas de sangre seca, y en la comisura de sus labios pareció advertirse los restos de una oración. Se desligó del programa, obvió a Liszt, a Brahms y a Tchaikovsky, y se sumergió en el impulso de sus emociones. Una música jamás conocida que desencajó hasta al más valiente de los espectadores. Pronto los más débiles cayeron bajo el embrujo de las notas y sufrieron desmayos, desfallecimientos, debieron abanicarse la frente, sufrieron fiebres y convulsiones. La cadencia en el piano de Warren fue en aumento y parecía como si la vida y la muerte estuvieran librando una épica batalla en su melodía desesperanzadora. El público no resistió mucho y cayó al fin en una embriaguez colectiva. Lloraron como críos inconsolables, las babas espesas les bajaban por sus bocas abiertas de seres desvalidos. Lloraron de ira, lloraron aterrorizados. Lloraron porque no había forma de expresar lo que en su interior empezaba a tomar forma mientras escuchaban las pulsaciones de Warren. Pronto las lágrimas se quedaron cortas para embestir el sentimentalismo exacerbado que se desplegaba por el aire. El público comenzó a morderse las manos, los brazos y las piernas y algunos más avezados no se conformaron con el dolor propio sino que fueron en busca del ajeno y fue allí en donde encontraron verdadero placer. La carne se desgarró como arrancando pequeños arrumes de espuma en un cojín. Los rostros, trastornados al contacto con la sangre, expelían una ternura primigenia al advertir el sufrimiento del otro, del hermano, como en la propia vida diaria. El silencio cubrió la sala cuando una mujer se abalanzó sobre Warren. De un solo mordisco, una sola aspirada, le arrancó intactos los ojos que se deslizaron sobre el tablado del escenario como dos perdidas uvas a las afueras de un viñedo.
- Vanguardia - sábado 8 de julio de 2017
- No hay más remedio - sábado 13 de febrero de 2016