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En la Circunvalación Nº 5 por Bs. 0,25 (extractos)
La música y la radio como referencia

martes 11 de julio de 2017
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“En la Circunvalación Nº 5 por Bs. 0,25”, de Leo Alfonso Villaparedes

 

Nota del editor

Directamente de la memoria del escritor venezolano Leo Alfonso Villaparedes nos llega esta ristra de relatos en los que la nostalgia —por un tiempo y un país que ya hace mucho quedaron atrás— es el hilo conductor. Con su libro En la Circunvalación Nº 5 por Bs. 0,25, Villaparedes obtuvo en 2015 el premio de crónica del IV Concurso Nacional de Literatura Stefania Mosca, que convoca la Fundación para la Cultura y las Artes (Fundarte). Hoy ofrecemos a nuestros lectores algunas páginas de este trabajo.

Los que aún estamos vivos y retrocedemos en el tiempo para armar la ruta que siguieron nuestros pasos descubrimos que nos movemos en un ámbito donde las formas fantasmales abundan y las fachadas son escombros y nos ubicamos en una trama casi parecida a la de Pedro Páramo en la obra de Juan Rulfo. Iluminamos una gran pantalla con rollos de películas viejas exhibiendo circunstancias y recordando lugares, pero al FIN de la cinta nadie escapa y hasta los sonidos se apagan. En el 49-50, la radio era entonces el único medio —entre los pocos existentes— que nos mantenía informados de lo que pasaba bajo este cielo al pie del Waraira Repano.

El derecho de nacer exprimía a los corazones en suspenso con el drama de Mamá Dolores y Albertico Limonta, era tal vez la primera de las radionovelas que habían llegado a Venezuela desde la CMQ de Cuba a Radio Continente. Simultáneamente circulaba un sobre con las cuartillas impresas del episodio de este primer culebrón que llegaba por capítulos de veinte minutos, existía la suscripción por la módica suma de Bs. 0,75 donde a veces venía incluido el capítulo atrasado previo el pago adicional.

Los radios de tubos con filamentos y placas de mica tardaban en calentarse y tenían ojos mágicos, la gente utilizaba alambres de púas como antenas para tener una buena recepción.

Un pegajoso estribillo hacía furor en esos años, “La múcura está en el suelo, ay mamá no puedo con ella…”, así, los dramas y la música comenzaron a escucharse por el radio Philips de tubos que tenía mi mamá allá en La Victoria, a 110 kilómetros de distancia de Caracas. Radio Continente y la Broadcasting Caracas dominaban el medio y muy de cerca Radiodifusora Venezuela los seguía.

Los radios de tubos con filamentos y placas de mica tardaban en calentarse y tenían ojos mágicos, la gente utilizaba alambres de púas como antenas para tener una buena recepción y escuchar a Amador Bendayán haciendo una dupla con el actor cubano Abel Barrios en el famoso programa El Bachiller y Bartolo, en La Voz de la Philco. La música se volvió una referencia en el tiempo, sonaban “El manguero” y “El pavo real” en la voz de César Arrechedera —“César del Ávila”—, quien con su guitarra animaba los programas en vivo. Los ratones y las indigestiones se calmaban con Sal de Uvas Picot, que promocionaba muchos programas de radio; la solución venía en un sobrecito acompañado de un cancionero con las ocurrencias de Don Chema y Juana, quien siempre le tenía el remedio a su charrito. Chema era la típica representación del charro mexicano con su mechón de pelo sobre la frente, grandes entradas a lo Jorge Negrete y Pedro Infante y un gran bigote mostacho. Éste recobraba la vida después de una noche de parranda recurriendo a Sal de Uvas Picot.

Cualquier muchacho de provincia era susceptible de sorprenderse por los sucesos o noticias provenientes de Caracas dando cuenta de cualquier hazaña deportiva, invento o innovaciones de la moda —y al parecer siempre como que ha sido así— que ocurría allá y se esparcía como reguero de pólvora por el resto del país siendo bueno o malo. De manera que, como centro del acontecer, en ella se producían las más insólitas noticias y esto, como es lógico, actuaba como una vitrina de los sueños que sólo eran posibles en Caracas. Cada domingo de esos cincuenta en La Victoria a mis nueve años de edad me levantaba muy temprano para esperar a la serpiente de colores que ya era habitual verla llegar por la calle Páez desde la capital.

Junto a Antonio Demichelis, Franco Caccione y los hermanos Chirinos venía mi tío Luis Guillermo Morales en el pelotón; aunque no ganaba la carrera ciclística nos traía noticias de nuestra tía Pancha, quien vivía en Capuchinos y esto nos alegraba un mundo. El pecho se me hinchaba de orgullo por mi tío, por el solo hecho de pensarlo en esa odisea por los precipicios de Macarao en bicicleta. Desde hacía tiempo madre e hijo se habían marchado del pueblo a buscar otros rumbos y cada vez que se celebraba un clásico dominical en la ruta, mi tío se aparecía con su bicicleta Legnano y el maillot blanco y azul del Club Paraíso. Las perspectivas en la provincia aún estaban escasas y las esperanzas bien lejos; era necesario intentar un salto a la gran ciudad y coronarse con algún logro; mi tío —ejemplo viviente del que buscó otro destino— había llegado a Caracas y allá manejaba una bicicleta de reparto, se hizo ciclista y campeón de velocidad en el 49, además de panadero en la parroquia San Juan.

 

Obsesión por Caracas

El tránsito de mi niñez a la adolescencia en La Victoria siempre estuvo impactado por la aventura de estar en Caracas y al efecto había venido en varias ocasiones en esa transición. Todos mis amigos contemporáneos hablaban de esta ciudad y para muchos era un sueño estar en la sucursal del Cielo. En el 49, en el 50 y en el 52 —muy imberbe— realicé visitas breves a esta capital en dos lugares diferentes: en la primera de ellas vine acompañando a mi papá, quien traía unas treinta gallinas —tal vez las primeras gallinas viajeras de aquel lugar—, negras, blancas y “jabadas”, que compraba en El Pao de Zárate para venderlas en el mercado libre de El Cementerio, donde también trabajaba mi tío José.

Arriero y campesino de los valles del Tuy, José ya era todo un caraqueño artífice del fácil hablar, y con su fino verbo de sobrado vendía tomates y cebollas en el mismo lugar; vivía en una terraza del cerro, a un costado del propio Cementerio General del Sur, y a la que había que subir por un sendero quebrado imitando a los chivos para llegar hasta su humilde rancho. En apariencia, parecía un caraqueño feliz.

No es difícil suponer lo que usualmente haría un niño que vive encaramado en un cerro a un lado de un camposanto; el ocio y la curiosidad del muchacho del lugar que no va a la escuela lo llevan a andar entre las tumbas y promontorios cazando pájaros. Aunque breve, ese encuentro con mi primo José Manuel me sirvió de antesala para conocer el submundo de los muchachos en un cerro y un rancho. Con la inocencia como compañera nada nos impidió la osadía de violar la paz de que disfrutan los difuntos en aquel lugar y usar la “china” y la jaula para atrapar sobre todo a los chirulíes capa negra por su canto. En la bodeguita del cerro un pan de leche costaba Bs. 0,25.

 

Odisea hasta Capuchinos

A este valle se llegaba por dos vías: por la serpenteante Carretera Panamericana y por el ferrocarril en un largo y lento curso deteniéndose en El Consejo, Las Tejerías, Los Teques, Las Adjuntas y Antímano, hasta arribar en un vibrante desplazamiento a la Gran Estación de Palo Grande. A la plaza de Capuchinos también llegué varias veces en el 49 en autobús, traído de la mano de mi madre, quien visitaba a la tía que vivía en La Cañada de Luzón. Entonces, venirse desde La Victoria, que relativamente es un corto trayecto hoy en día, llevaba un aproximado de casi cuatro horas por la única vía —la Carretera Panamericana— en unos autobuses Fargo atestados de gente. La tableta de chocolate Savoy, Bs. 0,25.

Las pocas pertenencias que podían traerse venían encaramadas en el techo del colectivo. Las incontables curvas de la vieja Carretera Panamericana nos llevaban desde Guayas y la subida de los cuadritos pasando por Los Teques, Las Adjuntas y Macarao hasta desembocar en Carapita. El uso de abrigos y un grueso forro de papel de periódicos cubriendo el pecho prevenían las posibles neumonías.

El periódico aminoraba el frío, pero el vértigo era estimulado por las vistas que ofrecían los abismos al llegar a Macarao y esta sensación, unida a la estrechez del camino, se volvía incontrolable para cualquiera y más aún para los niños, que terminábamos mareados y vomitando. Al final, luego de cruzar por un amplio valle cultivado de hortalizas en la ruta a Antímano, Carapita, La Guayanita y El Pescozón, el objetivo ansiado era llegar a la avenida San Martín y Capuchinos, aparente corazón de Caracas. Bs. 1,25 costaba el pasaje. Transitar por la empinada carretera hasta llegar a Los Alpes se tornaba una odisea por el frío y la niebla que lo invadía todo, haciendo invisible al camino. Mi madre, con cierta dificultad para caminar en su pierna izquierda, al bajarnos del autobús no lo pensó dos veces para darme un empujón mientras me halaba por una mano diciéndome: “Cierra la boca, muchacho el carajo, porque aquí hay que moverse o te llevan por delante”, y con la misma rompió mi encanto de “boca abierta”; ya estábamos en La Cañada de Luzón al otro lado de la calle. En la esquina quedaba el cine Royal, desde allí una estrecha calle con aceras minúsculas nos invitaba a subir. Punto obligado de la llegada de los viajeros que venían del centro del país, resultaba bien pintoresca la plaza, adornada con sus marcos y materos de ladrillos rojos sembrados de trinitarias y de flores diversas.

Era El Guarataro, el territorio de Aquiles Nazoa, del Pollo de la Palmita y de otros íconos aún vivos en ese tiempo.

Estos marcos de tramos separados actuaban como pérgolas donde las plantas se enredaban; así daba Caracas la bienvenida a los viajeros. En los alrededores había dulceras con sus azafates de coloridos manjares. Las melcochas valían dos por Bs. 0,25. Para ampliar el saludo, docenas de palomas alzaban el vuelo desde los variados palomares que en forma de pequeñas casitas completaban el paisajismo de ese espacio de la parroquia San Juan.

Era El Guarataro, el territorio de Aquiles Nazoa, del Pollo de la Palmita y de otros íconos aún vivos en ese tiempo. Esta avenida San Martín ya antes había sido protagonista como meta de llegada de la carrera Maracaibo-Caracas y de la Buenos Aires-Caracas. Para un niño, la capacidad de asombro por arribar a esta metrópolis se desbordaría un poco más en el sitio denominado El Silencio, donde lucían majestuosas las Toninas de Francisco Narváez, salpicando de rocío con sus chorros ascendentes a las caras de los recién llegados. Las aguas danzaban al ritmo de las palmeras sembradas en torno a la fuente de la plazoleta. Un brillante sol de la mañana creaba arcoíris diversos en las diminutas gotas. Los suspiros eran a locha.

Allí empezaba la avenida Bolívar. Todo este ámbito urbanístico de arquitectura moderna en un hermoso conjunto de edificios de apartamentos con grandes balcones y amplios corredores de grandes pilares, fue diseñado por Carlos Raúl Villanueva, un arquitecto cuyo talento y buen gusto transformaron Caracas y otros lugares del país. Aquellas impresiones —la de El Cementerio y estas de Capuchinos y El Silencio— fueron suficientes para que mi joven corazón se engolosinara aún más por lo que estaba observando: una ciudad muy dinámica con gran movimiento de personas y un inusitado tránsito vehicular ocupando ambas vías de la avenida San Martín. Las edificaciones aquí ya iban por los cuatro niveles y más, y esto era algo totalmente diferente a mi pueblo de origen, aún con aspecto apacible y bucólico en las fachadas y calles donde todas las viviendas estaban a ras del piso.

 

Entre tanto…

En los pueblos sólo se jugaba pelota sabanera y si tenías alguna condición sobresaliente el escenario ideal era la capital para desarrollarte. Desde hacía años estábamos atrapados por la euforia del triunfo del 41 con las noticias sobre el “Chino” Canónico, Cocaína García, Vidal López, Benítez Redondo y otros héroes, y en esta otra etapa se hablaba de Carrasquelito y su tío el “Patón” Carrasquel. El equipo Cauchos General de Caracas jugó un amistoso contra Peloteros de La Victoria y en el encuentro brilló Alfonso Carrasquel por el equipo de Caracas y Antonio Pizgüa quien fue el pitcher por La Victoria. Esta era una buena noticia beisbolera que despertaba el entusiasmo para intentarlo. Pancho “Pepe” Cróquer era nuestra máxima estrella aragüeña —de Turmero— brillando con luz propia en la capital; ya antes había narrado las incidencias de la gran carrera Buenos Aires-Caracas, la misma que llegó a San Martín. Hombre de radio, dueño de una personalidad y una voz privilegiada, sus maravillosos relatos de béisbol y boxeo superaron nuestras fronteras y lo llevó también a ser un ídolo en todo el Caribe; en poco tiempo se integró a la famosa Cabalgata Deportiva Gillette, junto a los legendarios Felo Ramírez y Bob Canel. Fue también director de una revista llamada Venezuela Deportiva donde reflejaba su naciente pasión por la velocidad y los motores. En Caracas los sastres cortaban a la medida en tela de casimir y la moda se imponía en los que podían darse ese lujo, y esos eran los de las élites y el gobierno de turno.

Esta década de los 50 iba a ser pródiga en sucesos. Lo peor estaba por venir a partir del 52; el partido URD y su candidato Jóvito Villalba habían ganado limpiamente las elecciones para la Presidencia de la República con el apoyo del pueblo, pero Marcos Pérez Jiménez y otros militares en una vil jugada le escamotearon el triunfo y de esa manera el país continuó inmerso en la seguidilla de golpes de Estado que ya se hacían costumbre. Se dio comienzo a una feroz dictadura, el terror de la Seguridad Nacional y Pedro Estrada iniciaron las persecuciones y el oír hablar de Guasina y la tortura fueron desencadenando los miedos.

Por los lados de Petare —lo vi en Últimas Noticias— había llegado un presunto marciano en un platillo volador y a juzgar por el testimonio del protagonista del encuentro, quien se habría agarrado a golpes con el alienígena, éste era un hombrecito de cabeza redonda y ojos saltones como un pez. Era una buena noticia que congelaba las preocupaciones por la dictadura, pero…

 

Había males peores

Se hablaba del paludismo como una enfermedad mortal que estaba diezmando a las poblaciones llaneras y que, sumado a los casos de gastroenteritis, las neumonías, los piojos, las lombrices y las niguas, nos pintaban un panorama sombrío para la vida.

Y era razonable. En estos pueblos de provincia la evolución parecía ir muy lenta, todavía abundaban caseríos con mucho bahareque en las paredes y pisos de tierra —ideales para el mal de Chagas—, y para complemento la gente usaba alpargatas, facilitando la entrada a las niguas. Todavía se usaba el flux de dril blanco y el sombrerito borsalino con banda negra que recordaba a Gardel y la época del Benemérito. Gofios, roscas dulces, a Bs. 0,25.

Un visionario como el doctor Arnoldo Gabaldón se percató de que los mosquitos, además de la ignorancia, eran nuestros peores enemigos.

Estaba causando revuelo la batalla que estaban dando los médicos venezolanos liderados por el doctor Arnoldo Gabaldón para acabar con estos flagelos tropicales. Desde el año 36 estaban en esa pelea y en el 48 comenzaron a utilizar en viviendas del estado Aragua el insecticida dieldrín para el control del principal vector de la enfermedad de Chagas. El DDT y los médicos epidemiólogos, junto a las cuadrillas de fumigación, obtuvieron extraordinarios resultados sobre todo en los llanos, donde los mosquitos habían encontrado terreno fértil por la humedad del suelo.

Un visionario como el doctor Arnoldo Gabaldón se percató de que los mosquitos, además de la ignorancia, eran nuestros peores enemigos, y se rodeó de un verdadero ejército de puros cinco estrellas entre los que figuraban algunos como Convit, Félix Pifano y el no menos célebre doctor José Francisco Torrealba, un guariqueño bastante pintoresco quien por cierto siempre andaba vestido de manera sencilla con un paltó de liquiliqui en tela de dril o de kaki y en alpargatas.

Torrealba, por su relación directa con el medio rural, se dedicó en cuerpo y alma al ejercicio de la medicina tropical, del cual hizo un apostolado y se solidarizó con la gente de su Guárico amado. Algo parecido al sabio del pueblo, tal vez un poco tosco —a decir de los que le conocieron—, allá en San Juan curaba y recetaba a la gente en filas interminables. Para darnos una idea de las costumbres y la moda que se estilaba por aquel tiempo y la absurda diferencia entre la gran ciudad y el campo, vale destacar dos anécdotas de las muchas que el ilustre Torrealba dejó para la posteridad y que se volvieron leyenda en la voz del pueblo.

Dícese que en una ocasión lo habían invitado a un evento de lujo en el que tendría que llevar frac. Para cumplir con el mandato se fue derechito a la tienda Dovilla, famosa en la época, y compró el traje exigido como requisito. Con el traje en una bolsa de papel se apareció en la puerta de la sala y fue la insistencia de su colega Pifano lo que lo convenció de ponérselo para entrar a la fiesta.

Otra anécdota —tal vez la más conocida— habla de que se le esperaba en una sala de la Universidad Central de Venezuela, ubicada en ese entonces en lo que ahora conocemos como el Palacio de las Academias de la esquina de San Francisco, donde iba a dictar una conferencia. El sabio guariqueño, para variar, vestía su acostumbrado atuendo de Slacks, consistente en camisa y pantalón de kaki con alpargatas, y su sombrero calado hasta las orejas. Cuando el vigilante le miró vestido de esa manera, no le permitió la entrada al recinto. Sin perder la calma, el sabio se sentó en la acera, y al rato fue rescatado por uno de los conferencistas, que había salido a averiguar el motivo de la tardanza. Y es que el sabio Torrealba mostraba gran rebeldía ante las normas sociales. Es de imaginarse las reprimendas que habrá recibido el fulano vigilante por su ignorancia en asuntos de sabiduría y de moda.

Leo Alfonso Villaparedes

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