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Voces e imágenes subyacentes, de Leo Alfonso Villaparedes
(primeras páginas)

martes 13 de junio de 2017
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Leo Alfonso Villaparedes
Las crónicas de Leo Alfonso Villaparedes han sido escritas celebrando “la fortuna de estar vivo”.

Nota del editor

Nacido en La Victoria y residente de Cagua, el escritor Leo Alfonso Villaparedes obtuvo en 2013 el premio de la V Bienal Nacional de Literatura Ramón Palomares, en Trujillo, con Voces e imágenes subyacentes, un libro de crónicas sobre la venezolana de mediados del siglo XX. Sobre este libro escribió en su momento Manuel Cabesa en Letralia 291: “Pensamos que la historia es sólo aquella que nos enseñaron en la escuela. Pero hay otra, la historia sencilla de gente que como Leo Villaparedes Morales tienen una confianza inalterable en la vida, gente que hace de una acción pública un acto de fe, gente cuya presencia es inexplicable sin su gentilicio. Quizás esta sea la verdadera historia, la que hacemos cada día, con cada esfuerzo, en función de aquellos que un día tal vez sigan nuestros pasos”.

 

Para decirlo en términos beisboleros, los que estamos en la Tercera, con la piel cuarteada por líneas y pliegues apergaminados, acudimos puntuales a una cita donde hasta peleamos para evitar ser coleados por otro más arrugado. No sabemos si tenemos juego ese día por el alzhéimer o si ya alguno de nuestros iguales se quedó esperando remolque o anotó el día anterior con un toque de bola, pero lo cierto es que aparecemos en el banco en las interminables hileras de gente esperando la pensión, en los CDI, en el Mercal, en el andén del Metro, en la farmacia para comprar las pastillas de la tensión o los triglicéridos y en el peor de los casos pagando el paquete de pañales desechables para las meadas. Por lo tanto es justo reconocer el mérito a ese alguien a quien se le ocurrió compararnos con un corredor en tercera.

Alegres unos, silentes otros, tristes muchos, resignados cual más. Los que en otrora fueron: doctores, maestros, mecánicos, carpinteros, jardineros, policías, verduleros, brocha gorda, albañiles, enfermeros, camilleros, barberos, obreros y entre otros yo mismo peón y gallinero, vemos pasar el inexorable juez del tiempo, apoyados en una pensión y en un carnet geriátrico que nos exonera del pasaje para arrechera del colector del bus que frunce el ceño cuando se lo mostramos.

 

En la Tercera, reivindicado y con justicia por la llegada al poder de un hombre de gorra y sable por el voto, trato de exteriorizar las voces e imágenes que me han acompañado y aún están vivas. No sin antes aclarar que:

No dejan de asombrarme, como a muchos contemporáneos, los cambios de diversa índole que se han operado en este ámbito donde vi las primeras luces de la existencia, que ha pasado de lo bucólico, ingenuo o pueblerino a una ciudad moderna pero muy llena de violencia, donde las diferencias se resuelven con pólvora como si no fuera suficiente toda la que se ha quemado en todos estos años. Lo terrible es que el fenómeno se ha multiplicado en muchísimas partes.

Tengo la fortuna de estar vivo y lo cuento para dejar algo que contribuya a establecer la diferencia en hábitos de vida y al mismo tiempo añorando detalles de esa pasantía de juventud atrapada en cada suceso.

Me lo hubieran preguntado en el 48 y no habría sido capaz de asegurar que estaría en este momento narrando los eventos de otrora aunque parezca un desperdicio el volver atrás en el tiempo como en un corri-corri de beisbol entre tercera y home.

Conociendo la dinámica que mueve al mundo actual casi sin memoria escrita de los ámbitos, es necesario rogarle al lector una dosis de paciencia y la cédula de identidad para acceder a esos espacios remotos a través de un retrovisor.

Tengo la fortuna de estar vivo y lo cuento para dejar algo que contribuya a establecer la diferencia en hábitos de vida y al mismo tiempo añorando detalles de esa pasantía de juventud atrapada en cada suceso.

Esa retrospección me devuelve al tiempo y a los lugares frecuentados, siguiendo puntos de referencia. Yo estuve allí en esa época y estoy aquí en 2013 para contar algunos episodios que no se parecen en nada a esta existencia cibernética.

Nuestro acontecer ha sido una permanente confrontación de hombres y de bandos con el concurso de Sables, bayonetas y mucha pólvora al menos en el siglo 20. Ciertamente desde 1900 al 1958, un sable sustituiría a otro en períodos largos y breves, y en cada uno de ellos La Victoria sería protagonista de primera.

—¡SE ACABÓ LA GUERRA! —le gritaban a cualquier jinete que pasara por el frente de la casa en un brioso corcel; el aludido respondía iracundo con una mentada.

Respuesta originada tal vez por aquello de que las figuras de caballo y jinete todavía representaban una forma del militarismo y de los caudillos a caballo de la época. El ámbito respiraba aún el olor de chácharos de caballería y eso se había convertido en terror en tiempos de Juan Vicente Gómez, caudillo de machete y sable.

El dictador, El Bagre, El Benemérito de la mano enguantada y férrea, quien a pesar de haber muerto en el 35 todavía ejercía una invisible influencia en el ánimo de algunas gentes privilegiadas de su guantazo de 27 calendarios. Con su muerte surgieron varios sables nuevos y cercanos a él, pero aún se movían bajo el estigma del gomecismo.

 

Estábamos en 1948 en tiempos de Rómulo Gallegos, un maestro exaltado a la primera magistratura por el voto y con las herramientas para intentar cambiar el pensamiento educando al pueblo tratando de erradicar en algo la ignorancia y el estilo ya clásico de cambiar gobiernos por la presencia de un sable y una gorra militar. Fue breve el intento, otra asonada y otro sable irrumpieron en la escena. Las apetencias del poder pasaron tempranito en camiones con los soldados que iban a Caracas por la Panamericana siguiendo la subida de Los Cuadritos allá en Guayas para otro golpe y otro sable. Tumbaron a Gallegos, murmuraban los vecinos, y seguían pasando los soldados con su máuser.

El ensayo del maestro nos dejó el plan de alfabetización junto a Juan Camejo, personaje del mismo pueblo retratado de recluta, traje verde con botones dorados y cristina. Ya antes el libro Mantilla nos había iniciado: “¡Mi mamá me mima, mi mamá me ama..! ¡Roque, Roque!, ¡mi casa se quema!”.

Así era la educación impartida en casas de familia por señoritas poco agraciadas a las que la vida las había hecho permanecer solteras. De la ilusión y esperanza sólo quedó ese abajo cadenas para aprender a leer y a deletrear ala, tapara y maracas.

Y galopaba a llano abierto la Doña Bárbara a quien el filo de ningún sable pudo arrebatársela al pueblo.

 

Otro golpe, un breve receso, pero la pólvora y los sables retornaron con más ruido, las gorras se intercambiaban y las apetencias continuaban allí; el nuevo investido de presidente de la Junta de Gobierno, Carlos Delgado Chalbaud, es asesinado frustrándosele el sueño. Entretanto, la población sobrevivía llevada por los vaivenes; soportando y adaptándose a lo que cada período iba dejando como ensayo. Sin imaginar que el progreso aguardaba a la vuelta de la esquina e íbamos rumbo al cincuenta.

La Victoria —en la barriada de la Calle Nueva—, a pesar de haber estado vinculada a las ejecutorias del gobierno de Gómez y a la transición de López Contreras y Medina, permanecía sumida en ignorancia, pobreza y desempleo, no obstante la cercanía con la capital.

Por esa cercanía con Caracas había llegado antes mi padre Augusto a la ciudad en el 32, contratado como alfarero para trabajar en la alfarería de don Julio Pérez, pero el salario apenas le alcanzaba no obstante que muy de madrugada partía hacia El Rincón a curtirse el cuero de tanto sol almacenado en sus espaldas tendiendo los ladrillos y tejas en un amplio patio. Las alfarerías abundaban.

Más luego habría de desempeñar los múltiples oficios que las circunstancias pusieron en sus manos. Comprar gallinas en los caseríos y llevárselas a Caracas en el autobús de la ARC que venía desde Maracay.

Esto se volvió rutina en él y tuvo que seguir madrugando con sus varas de gallinas de colores amarradas por las patas y colgadas con la cabeza para abajo para vender en Capuchinos.

Los autobuses llegaban puntuales a las tres de la mañana para iniciar el periplo de subir por Guayas a la empinada cuesta de Los Cuadritos, nombre etiquetado por la ingeniosa idea de hacerle cuadros al macadam para que las ruedas de los Fargo se agarraran al cemento. Ya antes había emprendido varios viajes con mulas a la Costa de Maya y Costa de Paraulata, cercanas la una de la otra. Este ensayo como mercader le permitió explorar la compra venta, que es tan antigua como lo hiciera Marco Polo en su tiempo.

Entonces llevaba papelón, cigarrillos, fósforos, aguardiente, una pequeña pieza de tela y alguna que otra cosa por encargo; cruzaba el camino polvoriento que comenzaba en Pie del Cerro y se adentraba en subida por la montaña del Henri Pittier.

Contaba él que los rugidos del tigre se escuchaban en el eco de la vegetación con el cerro de fondo. Varios días después regresaba cargado de pequeños sacos con café en granos, aguacates, caraotas, tapiramos, pescado seco y carne de venado salada. Allí me di cuenta de que las mulas sudaban.

El entusiasmo por la aventura de ir a un lugar paradisíaco y desconocido animó a su compadre Pedro Manzano, atraído por los comentarios sobre el lugar.

Esta idea, aunque buena porque le permitió hacer el viaje acompañado, hizo que su compadre Manzano descubriera por primera vez y con asombro la inmensidad del mar, al que no había visto jamás, llevándolo al extremo de bañarse con una totuma por el miedo que le inspiró tal cantidad de agua.

La inocencia convivía en las mentes y no era descabellado pensar que la mar era hembra o que el mar era varón, que el sereno de la luna maduraba las pencas de sábila maceradas en aguardiente para quitar las afecciones bronquiales, que la bosta de la vaca combatía a la tosferina hervida en leche, que picarle el ojo a un zamuro quitaba los orzuelos, que tres clases de monte masticadas aliviaban las picadas de avispas o que una peseta de a dos bajo la lengua de la víctima de un homicidio haría reflexionar al asesino y éste arrepentido se presentaría al velorio.

Para bañarse totuma. Para el guarapo totuma y al final a media noche bajo la cama totuma. Así acabó la tapara olvidada en el recuerdo. Las bacinillas de peltre las desplazaron.

A pesar de estarse inaugurando un período de ciertos cambios relativos con la ejecución de obras nuevas como las carreteras; éstas venían acompañadas de represión, oprobio; vigilancia, exilios, cárcel; el pueblo seguía conservando estructuras y costumbres de vieja data: conucos, alfarerías, letrinas, arreos de burros, compradores de cochino, vendedores de gallina, liquiliquis de dril, alpargatas.

Muy pocos recuerdan los excusados o letrinas por su característico olor y por la lectura obligada del periódico en pequeños retazos, pero aquel que sea sincero tiene por fuerza que recordarlas, aunque la vergüenza le acose.

 

El excusado nuestro quedaba retirado del ámbito de la casa y en temporadas de fuertes aguaceros había que mojarse para llegar al aposento ese. La bacinilla servía en los momentos de apremio y fueron muchas las veces en que por las noches tuvimos que apelar a tal utensilio. Mi tía Julia sí que resolvía con una gran totuma que ubicaba bajo el catre.

Potreros, caballos, arreos de mulas, vaqueras, pulperías, ventas de teretere y frito servidos en totumas; carretas de mula, casas de corredor, pilas de agua, comadronas, rezanderas, curiosos, yerbateros, leedoras de cartas y el periquito de la suerte conformaban el obligado paso de una cincuentena a la otra.

Todavía eran comunes el mandador, la cántara, el botalón de ordeño, una vaca y un becerro en el patio de la casa. Una jarra de leche recién ordeñada y calientica costaba un bolívar.

Los venados aún se acercaban al caño a beber agua y los terratenientes controlaban los espacios. El café seguía en la totumita, el mondongo en la totuma, el agua del tinajero bebida en el cucharón y a veces otra totuma.

Para bañarse totuma. Para el guarapo totuma y al final a media noche bajo la cama totuma. Así acabó la tapara olvidada en el recuerdo. Las bacinillas de peltre las desplazaron.

 

¿Quién iba a pensarlo? La totuma que utilizara mi querida y longeva tía Julia (103) para depositar sus micciones nocturnas llegaría hasta el presente parangonada con la obra de Marcel Duchamp. De ser un utensilio para múltiples usos terminó siendo una obra de arte conceptual. Critiqué sus rancios olores y terminé hablando de ella como ícono de la nocturnidad bajo el catre.

El río, entonces, era de aguas cristalinas y sólo lo perturbaba el estridente ruido de los vagones del tren desplazándose sobre los rieles y un silbato que el eco de la montaña esparcía entre los cañamelares.

Los encargados de mantener la convivencia y la ley eran los comisarios. Apaciguadores de pleitos que equilibraban la pelea con su propio machete que silbaba en el aire. Los patios de bolas criollas eran hervidero de conflictos, abundaban los duelos con pico ‘e loro y un saldo de tripas afuera.

La avenida Rivas Dávila era la única calle de macadam que entrelazaba a las poblaciones de los extremos inmediatos, por el oeste con San Mateo, por el este con El Consejo. Un pueblo sin su calle del ganado resultaba extraño en Aragua y este no era la excepción, con superficie de tierra y tramos empedrados para hacerla más auténtica; posteriormente se llamaría calle Páez. En la que caballos y reses dibujaban siluetas en la bruma del polvo que levantaban a su paso entre los gritos de los arrieros que al tropel las llevaban al matadero, mientras dejaban un caos de alambradas y cercas derrumbadas.

 

Cual película de vaqueros de hoy, los jinetes que arreaban aquellas puntas de ganado recogían y relanzaban las sogas a los animales descarriados mientras iban eludiendo las embestidas furiosas de los más indóciles. Llegar al matadero era el fin de la odisea que había comenzado por los lados de Villa de Cura remontando los cerros y las quebradas de La Guacamaya hasta el caño de El Rincón para desembocar en la calle Rivas Dávila. La ciudad estaba rodeada por sembradíos y el ganado vacuno pastaba en los cerros cercanos.

Rojas Hermanos, el calendario de los santorales, casi a la medida de los pobres de espíritu de la provincia, hizo un reparto folklórico de nombres muy llamativos: Anacleto, Antulio, Genoveva, Asunción, Pancracio, Mamerto, Estílito, Filomena, Doroteo, Temístocles, Candelaria, Domitila, Fidelina, Natalio, Lucrecia, Eustaquia, Tiburcio, Torcuato, Pentecostés y Pánfilo, el cual me tocó en suerte entre otros muy sonoros. Aunque, viéndolo bien, los que hicieron los santorales quisieron preservar nuestra condición de colonizados y tuvieron cierto desprecio por los nombres gringos para la gente de este lado de América… Menos mal, porque casi todos teníamos unos nombres no indicados como para ostentar ciertos títulos nobiliarios: Lord Mamerto, Sir Torcuato, el Príncipe Serapio, el Duque Atanasio, el Barón Hermenegildo, la Baronesa Domitila y en mi caso particular: Su Majestad Pánfilo II Pentecostés de la quebrada de La… Calera, naá guará ‘e fino… Pudiendo llamarme: George, Richard, Anthony, Harrison, McEntyre, etc., etc., que suena como a whisky de 12 años y en ese tiempo sólo era ron y aguardiente El Recreo y de casualidad.

 

Gallinas y huevos se habían transformado en herramienta financiera con la figura obligada del trueque para cubrir las brechas del día a día. Negras, pirocas, habadas, cenizosas, blancas, ponchas, guineas, portorriqueñas, amarillas, gallinetas, azules, verdinegras y rojas.

Todas volaron a otro tiempo, un mundo que ya pertenece a la memoria colectiva, y no es que me avergüence contarlo pero soy cuento de ese siglo, me levanté en un hogar donde las gallinas y los huevos eran el leitmotiv de la existencia. El valor de un huevo era el equivalente a un real. Suficiente para canjear por manteca, queso cincho, papelón o un cuartillo de tabaco en rama.

Como si fuera hoy, aún resuenan en mis oídos los gritos desesperados con que mi madre me despertó esa mañana de agosto: “¡Pánfilo! ¡Pánfilo! Ven rápido, hijo, ha ocurrido una desgracia”. “¿Qué pasó, mamá?”, fue lo que atiné a preguntarle al acudir a su encuentro.

—Ay, hijo, es que los ladrones se llevaron mi gallina negra anoche, mi mejor ponedora con la que hago mercado en la bodega de Salvador —gritó con furia como para desahogarse la pobre.

Rápidamente imaginé que el trueque había muerto. En medio de mi ignorancia de niño pregunté curioso: “¿Y… cómo sabes que fueron los ladrones, mamá?”. “Es que… ¿no has visto el letrero que tiene el gallo en el pescuezo?”, me interrogó. “Sí lo veo, mamá, pero es que no entiendo”, respondí observando el cartel que tenía el gallo colgándole del cuello a manera de anuncio publicitario.

El Calanche, arroyuelo cristalino y de agua dulzona, discurría por un cauce pedregoso flanqueado por la tupida vegetación de los camburales cercanos, antes de pasar bajo el puente de la vía férrea.

—Ah, carajo, es verdad, hijo, que tú aún no sabes leer muy bien, allí dice en letras mayúsculas: “BELÉN, DISCULPA EL ABUSO, NOS LLEVAMOS TU GALLINA NEGRA PARA UN SANCOCHO. MAÑANA TE LA PAGO. EVENCIO. P.D.: EL GALLO NO TUVO LA CULPA”. Ese vago del Evencio es un sinvergüenza y borracho; compinche de tu papá quien también es un alcahuete. Seguro estarán gozando con la gracia. Pero no se van a salir con la suya. Mañana me pagan mi vaina o dejo de llamarme Belén María —afirmó, mientras calladita seguía lanzándole pestes al ladrón ausente y por supuesto a mi papá por cómplice.

Cabe agregar que Tigre, el perrazo de la casa tenido por agresivo y carnicero, dormía plácidamente a la sombra del cotoperís cuando mamá, en arranque inusitado de ira, le asestó un tarrayazo con el bastón que usaba interrogándolo:

—¿Y… tú? ¿Qué hiciste, perro pendejo? ¡Puro dormir..!

Evencio, en su silenciosa fechoría madrugadora, había dejado además del letrerito que le guindó al gallo una varita pulida que, según él —en sus correrías por gallineros ajenos—, utilizaba para pasársela a las plumíferas por debajo del pico hasta la pechuga. De esta manera las “apendejiaba” y seguían durmiendo como si nada. Al pobre gallo no le quedó más remedio que ser el portador del mensaje.

 

El Calanche, arroyuelo cristalino y de agua dulzona, discurría por un cauce pedregoso flanqueado por la tupida vegetación de los camburales cercanos, antes de pasar bajo el puente de la vía férrea. Allí mismo, la sombra de un inmenso jabillo sirvió de escenario al convite entre palos de zamurito y ron.

Sólo dejaron un plumero negro regado por todos lados. ¡Nunca supe si Evencio y mi papá finalmente le pagaron la gallina a mi madre..! Por deducción creo que sí, pues ella continuó llamándose Belén María y yo seguí creciendo entre las tantas peripecias de la vida en un pueblo donde sólo ocurrían estas cosas.

Leo Alfonso Villaparedes

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