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Ida y vuelta

jueves 27 de julio de 2017
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No es fácil ir a la ciudad, se dijo a sí mismo Genaro.

Llenó una vieja alforja con papas cocidas, charque, queso, una botella con agua y hojas de coca y se la puso al hombro.

“Esperá no más, mamita”, dijo. Se cubrió la cabeza con el viejo sombrero alón de su padre. “Volveré con mi Tata o con noticias, pero volveré”.

Cerró la puerta a sus espaldas. No se paró a mirar la casa pobre de adobes, porque habría importado despedirse, empezó a caminar sin mirar atrás. Sería un largo viaje.

Alguna vez había escuchado que, en noches de luna llena, aparecía en el camino de herradura una vieja loca que chupaba la sangre de los andantes.

La calle se lo fue tragando de a poco y Genaro, cuando dobló a la izquierda para tomar el camino de herradura, se convirtió en un puntito negro.

Siguió su viaje alumbrado por la luna y las estrellas. Se metió hojas de coca a la boca para combatir el cansancio. Escuchó un graznido, lo asustó por unos segundos, eran dos lechuzas que parecían dialogar entre ellas.

El horizonte era una mancha negra con millones de ojos que titilaban, igual a la garganta de un animal monstruoso, y allí iba a meterse.

Miró el cielo del altiplano, tan cerca de sus manos, intentó tocar las estrellas, también puso una mano como queriendo tapar la luz de la media luna. Volvió a estirarse y retomó el andar pausado y seguro.

Tuvo miedo. Alguna vez había escuchado que, en noches de luna llena, aparecía en el camino de herradura una vieja loca que chupaba la sangre de los andantes. “Felizmente es medialuna”.

Recordó al “profe” que decía que no había que creer en aparecidos ni en cojudeces que cuentan los curas para asustar a la gente, y su Tata Jacinto asentía con la cabeza.

Una idea fugaz se le apoderó por unos segundos. El niño andante temía llegar a Charatuca, porque su retraso prolongaba la vida de su padre.

Se dijo a sí mismo que ir a buscarlo significa espera, la del padre, porque sabe que lo buscarán su mujer o su hijo. No lo pueden dejar tirado y olvidarse.

¿Estará vivo mi Tata?                                                                              

No era la primera vez que Genaro hacía este viaje. Había hecho el mismo camino precisamente con su padre. Sabía que a la madrugada llegaría al pueblo de Las Cruces. Allí tomaría el camión a Charatuca, siempre que quieran llevarlo. Aquella primera vez no sintió ni miedos ni temores porque acompañó al Tata a comprar aperos y si alcanzaba el dinero, algún regalito para Marica, su madre.

Escuchaba la voz del Tata, casi suplicante, le decía que por nada del mundo deje de ir a la escuela. Con un poco de suerte, la próxima cosecha compraría una bicicleta para que pueda viajar al pueblo de Las Cruces a terminar la primaria.

El vientecillo de la noche dejó paso a una brisa un poco más tibia, venía del pueblo de Las Cruces, una hondonada en medio del altiplano, un vallecito donde la laguna de Huallía era cristalina e invitaba a bañarse.

Se sentó en una piedra y comió una papa fría y bebió un poco de agua. En esos minutos el cielo comenzó a abrirse como un telón de teatro. Ya se distinguía el horizonte, se convirtió en una línea ondulada alumbrada por millones de luciérnagas, ¿o sería el Sol que comenzaba despertar?

Ello importaba caminar un poco más. Llegaría a la apacheta para tomar el sendero de la izquierda. Caminaría hasta que el sol queme su cabeza, lo que significaba comer porque sería el mediodía.

Unos minutos más y se dará de narices con la carretera por donde pasan los camiones de las minas aledañas y los buses interprovinciales con dirección a Charatuca.

Volvió a recordar al Tata Jacinto. Su padre era el único que leía y escribía, aprendió en un pueblo lejano donde trabajó en la zafra de caña de azúcar, se lo enseño el “profe”, expulsado de su patria, dizque porque leía demasiado.

El “profe” se ganaba la vida de zafrero igual que Jacinto y otros que necesitaban dinero para seguir tirando.

El niño ya no oía el rumor del viento, se perdió en esos sitios recónditos donde vive agazapada la angustia.

Jacinto y el “profe” volvieron juntos para fundar una escuela en Onchaca.

El Tata le contaba a su primogénito Genaro el viaje a la zafra. “Cuando llegues a la Apacheta, tomas el sendero de la izquierda hasta la cerreta y de allí al pueblo de las Cruces. En lo que puedas, camión, tractor o, si quieres gastar tu dinero, en bus hasta Charatuca y de allí tomas el tren hasta la zafra”.

El niño ya no oía el rumor del viento, se perdió en esos sitios recónditos donde vive agazapada la angustia. Recordó el llanto quedo de su madre Marica. El niño se preguntaba ahora y siempre por qué lloraba tanto. ¿Tenía un puñal clavado en sus adentros? Pero no lloraba sangre, era agua salada como sus propias lágrimas.

Desde que llegó a la carreta donde hay un puesto militar, han pasado varios camiones, buses y carretas, pero nadie lo quiso llevar a Charatuca.

Un ruido de pisadas lo devolvió a la realidad.

Se acercó un hombre con uniforme militar. Genaro se puso de pie y esperó.

—¿A dónde te diriges?

—A Charatuca.

—¿A qué?             

—Voy a buscar a mi padre.

—¿El compañero del “profe”?

—Sí, ¿lo conoce?

—A esos chingados los conozco y muy bien.

Esta vez el Sol estaba a sus espaldas. Alumbró con nitidez la puerta de su casa de donde surgió la figura magra de Marica, su madre.

Se paró frente a ella y le dijo con voz de niño:

—Me he venido no más. El milico del pueblo de Las Cruces me ha dicho que mi padre ha hecho un viaje al más allá. No sé cómo se va a ese lugar.

Carlos Decker-Molina
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