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El primer robo

martes 15 de agosto de 2017
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Cuando tenía doce años, el Pibe empezó a buscar las putas de la Terminal. En ese barrio había de todo: rubias, morochas, teñidas, criollitas de ojos celestes, gorditas, o flacas con culito de pendejas… de doce, trece o dieciocho, veinte, treinta. Estas eran las más baratas, pero claro, eran las más fuleras, muy baqueteadas, sin dientes, y con más mañas que el Viejo Vizcacha.

“Por 20 pesos podías elegir una bien rolliza, que te la chupara y luego, de yapa, se daba vuelta y se ponía en cuatro patas, el trasero a tu disposición”.

Pero luego de las primeras veces le gustó una pibita de su edad; era la hija de una puta, de piel aceitunada, ojos almendras y una figura de mimbre que hacía hervir la sangre. La madre lo miró feo apenas se dio cuenta y le dijo:

Sólo tendría que entrar con una barreta, forzar las aberturas y sacar todo el plomo que pudiera transportar en la bicicleta.

—Ella todavía no se inició, y está reservada para el hijo de mi cafisho. Ahora, si vos pagás lo que vale una virgen, te la doy en secreto por una noche, pero te va a costar mucha plata. Te la llevás a un hotelito y yo digo que se fue a Pueblo Esther, a casa de mi hermana.

—¿Cuánto? —le preguntó el Pibe sin pensarlo.

—Son trescientos pesos, por adelantado, más los gastos que tengas: hotel, vestido nuevo, ropa interior. ¡Ah! Y zapatos de tacos altos, que no tiene.

Negoció todo el paquete, menos los zapatos de tacos altos, y se fue pensando cómo conseguiría los cuatrocientos o quinientos pesos. Caminando por la zona vio corralones de todo tipo, y unos carteles que decían: SE COMPRA PLOMO.

Ahí nomás preparó el asalto, mejor dicho, un simple robo. En la calle Mitre, frente al Hotel Italia, cerca de su casa, había una enorme ferretería. Sólo tendría que entrar con una barreta, forzar las aberturas y sacar todo el plomo que pudiera transportar en la bicicleta.

Un jueves a la noche dejó la bici en el pasillo del costado de la casa, aceitó la puertita falsa para no hacer ruido y cenó como si nada. El Viejo llegó cansado de su turno de doce horas, comió tres milanesas con ensalada y papas fritas, bajo la mirada distante de su mujer; tomó tres vasos de vino con soda y, después del leer el diario —los deportes— se fue a dormir.

La madre lo siguió poco después, no sin antes decir:

—Vos también te vas a dormir. Basta de revistas que después llegás dormido a la escuela…

Obedeció tranquilo, no sin darle un beso que sorprendió a su madre, poco acostumbrada a las expresiones cariñosas en la casa.

Se acostó vestido y al rato salió de la pieza como para el baño.

Hacía frío ese otoño, y decidió ponerse la polera. En silencio, entró en la pieza del fondo, donde el padre tenía su taller. Con una llave trucha, que había encargado a un cerrajero de la calle Entre Ríos, abrió la vieja caja fuerte.

Ahí estaban guardadas las armas listas para entregar: eligió un Smith & Wesson calibre .38 todo segrinado, de culata grande, con cachas de madera y caño largo. Lo sacó de su funda de cuero y verificó la carga de seis balas intactas. Lo puso en un bolsito de lona, junto a una barreta, una pinza y una tijera de cortar lata.

Al salir se puso el gorro de lana y empezó a pedalear rápido para hacer las doce cuadras que lo separaban de la ferretería. Dejó la bici apoyada en el poste de teléfono, y ahí mismo comenzó a treparlo. Al llegar a la altura del techo, saltó sobre la carga con su bolso colgado al cuello. Los cinco quilos de metal lo hacían transpirar, pese al viento frío de esa noche otoñal, seminublada.

Desde ese techo trepó al de la ferretería y se encaminó despacio hacia el fondo. Encontró una escalera de hierros empotrados que llevaban hasta el tanque de agua. Bajó por la misma y se halló en un pequeño patio de luz, desde donde se veía una ventana mediana, con vidrios sucios.

Sin linterna, la única era abrir y entrar. Con la barreta hizo saltar el pestillo de la ventana, que chirrió y cedió con un ruido seco. Carecía de rejas. ¡A quién se le ocurriría poner rejas en esa época! A tientas se desplazó por el depósito, con la tranquilidad de un alumno que busca un mapa en la biblioteca de su escuela. Apoyado junto a unos tanques de cemento y chapas de cinc, encontró el tesoro: un rollo gigantesco de plomo de ¾ pulgada. Intentó levantarlo, y se dio cuenta de que era imposible. La desilusión y el desánimo le duraron pocos minutos. Sacó su tijera de cortar lata, y comenzó a seccionar de a una vuelta del plomo del rollo por vez: cuando probó sobre sus hombros los tres rollos de un metro de diámetro, se dio cuenta de que apenas podría subirlos al techo. Cortó pedazos de soga de unos siete metros y ató cada rollo.

Estaba llevando los rollos al patio trasero cuando vio la luz de una linterna que recorría los caminitos que había entre tanta mercadería.

Se acurrucó tras las chapas de zinc, pero el Sereno, que empuñaba la linterna muy despierto, no cesaba su recorrida. Con lentitud, silencioso, el Pibe sacó el revólver del bolso de lona. El Sereno sólo alcanzó a ver un rostro blanco, de pelos ondulados y sonrisa cínica. Luego, el fogonazo.

“Si mi viejo se entera de que perdí este revólver, me muele a palos y a cintazos…”, pensó mientras pedaleaba la bici balón que parecía un caballo percherón, con tanta carga.

La estampida levantó una nube de gases alrededor del caño del arma, y cuando se disipó, escuchó caer al Sereno. Lo iluminó con la linterna: un agujero en el pecho manaba abundante sangre. Con indiferencia lo pateó para ver si se movía y sólo oyó un estertor de la garganta, que preanunciaba un hilo de sangre a punto de salir por la comisura de la boca de viejo. Recogió los rollos de plomo, y se dirigió al techo, subiéndolos uno por uno. Había guardado el arma en la bolsa que tenía en bandolera. Bajó del techo los tres rollos de plomo y los colgó del manubrio de la bici. Ahí ya no eran tan pesados.

“Si mi viejo se entera de que perdí este revólver, me muele a palos y a cintazos…”, pensó mientras pedaleaba la bici balón que parecía un caballo percherón, con tanta carga, y miraba de reojo adentro del bolso si estaba el .38 en su lugar. Se dirigió al sur, a la zona de los corralones, cercanos a la Terminal. En un baldío escondió los tres rollos atados, y volvió a su casa evitando las avenidas. Se cruzó con un viejo patrullero que daba barquinazos al doblar y cuyos ocupantes estaban más preocupados por el frío de la recorrida que por descubrir ladrones.

Al llegar a su casa, entró despacio, y guardó su bicicleta en la galería; fue al taller y descargó el arma: le hizo una rápida cepillada con los productos que vio usar a su padre, sobre todo el caño largo y el tambor del revólver. Luego reemplazó la bala servida y guardó todo. A la vaina del proyectil la tiró en el excusado del patio. Ese pozo negro era el destino insondable de todo aquello que él quería hacer desaparecer: cigarrillos, cortaplumas robadas, encendedores, pipas viejas de ancianos descuidados, etc.

Al día siguiente, su madre lo despertó a las 7 de la mañana, y se levantó como un gato somnoliento, pero sin una queja. Allí comprobó que era capaz de pasar largas horas sin dormir, y seguir en actividad.

Al salir para la escuela, dobló al sur, y en una plaza se sacó el guardapolvo blanco, que metió en el portafolio de cuero, en el lugar del diccionario. El dinero que consiguió por el Larousse usado apenas le había alcanzado para pagar la copia de la llave, pero se alegró de no tenerlo más.

Tras pedalear incontables minutos, que le parecían horas, llegó frente a un corralón de los que compraban plomo.

—¿Cuánto el kilo de plomo, don? —preguntó seriamente Roberto.

—Y… según la calidad, pibe.

—Este es nuevo: le sobró a mi tío de una obra que está haciendo en el Centro.

—¿Y hasta acá te viniste con esos rollos?

—Es que me dijeron que usted paga bien, señor.

—Bien pibe, vamos a ver… son tres rollos de… 1,50 por ¾ cada uno, más o menos… 30 kilos, te doy 400 pesos, ¿eh? —dijo el tipo, al tiempo que le guiñaba un ojo.

—Trato hecho —dijo Roberto, disimulando su alegría.

Cobró sus pesos, y salió caminando despacio. El tipo le gritó:

—¡Pibe, si a tu tío le sobran más rollos, traélos!

José Luis Hisi
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