Tomábamos mate con incayuyo. A mí me parecía horrible, pero ella creía que era bueno para los pulmones de un fumador.
Recuerdo estar sentado en esta misma mesita verde, ojeando el diario. Y Sergina llegaba del supermercado. “Viejo, volví”. “Vieja, te oí”, y venía a la cocina con todas sus bolsas. Entonces comenzaba una secuencia de ruidos domésticos siempre iguales y ordenados: la pava cayendo sobre la hornalla encendida, hace crepitar una gota en el hierro caliente; se abren y cierran las puertas de la heladera y esto activa el viejo motor (ella me dice que algún día vamos a cambiar esa heladera porque ya no enfría, yo le digo que cuando tengamos la plata para cambiarla vamos a hacer un viajecito a Córdoba y ella sonríe. “O a Tucumán, a Tucumán me gustaría ir”, y miraba un rato a través de la ventana como si de acá pudiera ver ese Tucumán que nunca conocimos; y ya olvidaba la heladera y el ruido del viejo motor, que chillan las bisagras de las alacenas y los zapatos gastados talonean hasta el lavadero y luego hacia el baño. Cuando volvía a la cocina la pava empezaba a silbar, y daba un salto hacia la hornalla como si en ese ínfimo instante de diferencia entre un salto y dos pasos pudiera hervir el agua. “A Tucumán”, suspiraba anclada a esa rutina —inventada—, que me hacía creer que podía convertirse ella misma en un ciclo —eterno—; entonces agarraba ese viejo tarro oxidado y vaciaba dentro el paquete de yerba recién comprado.
El tiempo fue el peor de nuestros inventos. Hasta entonces sólo existía un horizonte inalcanzable que no imaginamos nunca, del cual nunca hablamos.
Siempre creí que es bueno recordar. No habría otra forma de dar sentido a Sergina ni a nadie, aunque no sustituya el recuerdo de uno sobre sí mismo —ese que, de existir, sería la única forma de memoria capaz de justificar haber sido esclavos del tiempo. Sólo así, al menos mientras me sea posible y de algún modo extraño, todo habrá tenido sentido para ella.
Pero aún sigo sin recordar qué yerba compraba, y en mi colección de paquetes clavados a la pizarra de la cocina no he logrado encontrar el sabor de la mañana. Cada nuevo mes sumo un nuevo paquete, de otro color, saborizado o no, con o sin palo, de Corrientes o de Misiones o de Paraguay; de todas las variedades posibles. Extraño los tiempos aquellos en que sólo había unas pocas marcas, y un pequeño almacén donde la señora gorda de la caja recordaba a Sergina y sus compras de domingo, y cuando llegaba ella con sus bolsas y yo la esperaba ojeando el diario que nunca leía.
Todas esas mañanas iguales de domingos exactamente iguales y ordenados transcurrían en fragmentos de agua caliente y cenizas de unos pocos cigarrillos compartidos. Haber visto durante años crecer los ginkgos en la plaza, y verlos renacer después de los otoños, era todo lo que para entonces sabíamos del tiempo. Que era nuestro… tan simple como desear que no acabara y tan real que por momentos se extinguía.
A veces una mañana nos regalaba algún evento irregular, como la lluvia. “Vieja, escuchá”. “Me encanta”, y solo tomábamos mate con incayuyo y callábamos. “¡Me encanta!”. “¡Sh!”. O un buen chiste en la contratapa del diario que yo leía en voz alta para que ella volviera a sonreír.
El tiempo fue el peor de nuestros inventos. Hasta entonces sólo existía un horizonte inalcanzable que no imaginamos nunca, del cual nunca hablamos. “¿Cuánto falta, Viejo?”. “Una eternidad”. Esa fue siempre la única posible realidad para nosotros. Pero ahora que las horas cobraban vida y la vida taloneaba derrochando el poco cuero de sus suelas, el lunes estaba tan sólo a medio día de distancia, y en cuanto ella volvía la pava al hierro frío de la hornalla, yo sabía que la mañana terminaba. “El último…”. “Vieja, te odio”, decía… ¡No! Obvio que eso sólo lo pensaba. Porque la odiaba ese mismo instante que hay de diferencia entre un salto y dos pasos, el mismo que separaba su ceniza de la mía, hasta saber que era al tiempo a quien en verdad odiaba; a los dos segundos que alcanzan al mediodía y consumen los últimos fragmentos de agua de la pava. Entonces volvía a amarla como antes, a amarla como siempre; tan ingenuo como amé al tiempo cada vez que se dejó ahogar por el sarro acumulado de los años.
Todas esas mañanas iguales de domingos exactamente iguales y ordenados se perdieron en el vórtice de cada momento en que recordamos aquella vez que no fuimos a Córdoba ni a Tucumán.
Y muchos recuerdos difusos —esos que, de algún modo, combaten el olvido inundando sus agujeros con fantasías extrañas, y ni su fracción de verdad puede dar sentido a Sergina, ni su fracción de mentira consolar mi miedo a someterla al absurdo.
Cuando más quise olvidarlo, las horas se esforzaban por volcar pavas de agua fría sobre esta misma mesita verde; derramaban fragmentos de tiempo que escapaban al ardor de mis manos y los días se escurrían entre mis dedos rendidos y salpicaban meses que no conseguía juntar del piso de la cocina. Todas esas mañanas iguales de domingos exactamente iguales y ordenados se perdieron en el vórtice de cada momento en que recordamos aquella vez que no fuimos a Córdoba ni a Tucumán, aquella vez en que tampoco cambiamos la heladera ni su ruidoso motor; se ahogaron en un remolino que absorbió todo menos la conciencia obstinada de las horas. Sólo quedó entonces el silencio de los días y una colección de meses clavados a la pizarra de la cocina, el óxido aún tibio del mediodía, nuestro tiempo vacío, como los ginkgos cuando pierden sus hojas amarillas, como alguna vez lo hizo también el viejo tarro de yerba, al que no pude volver a llenar con mis manos torpes. Y la nada —expectante y dichosa—, a quien sólo podría vencer en una forma de memoria que no existe, o anclado a cualquier otro ciclo perfecto —eterno.
- Mi tiempo (en paquetes de yerba) - viernes 1 de septiembre de 2017