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El último viaje del Orient Express

martes 31 de octubre de 2017
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¿Qué se hicieron de las damas,
sus tocados, sus vestidos,
sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amadores?

J. Manrique

Buenas tardes, mes amis, es agradable que quieran escucharme. Comprenderán, me siento cansado y mi memoria no es lo que era, pero he conocido tantos lugares y gentes que podría contarles infinidad de historias.

Eh, sí, mis muelles están ya algo oxidados y mi terciopelo raído pero, vraiment, mi clase sigue siendo innegable, disculpen la inmodestia. No me construyeron en épocas de ahorro, desde luego. Entonces se usaban materiales de primera calidad y trabajaban grandes artesanos, oui. ¡Oh! Perdónenme los galicismos, soy de una época en la que los elegantes hablábamos francés y, ya saben, la fuerza de la costumbre.

Se han olvidado de nosotros, la tela se ha agrietado y asoman, ¡qué vergüenza, amigos míos, qué vergüenza!, mis hierros retorcidos y algo oxidados.

Sí, conozco tantas historias que podría estar contando días y noches, todo el trayecto, el largo trayecto cubierto de nieve, mais no quisiera aburrirles, no, sería descortés por mi parte. ¿Quizá una pequeña anécdota para entretener la espera? Buscaré en el fondo de mi memoria y… ¡no, no! Antes debo presentarme, qué grosería, disculpen mi imperdonable olvido. Soy el asiento principal del vagón número uno (primera clase) del Orient Express. Estoy aquí desde el día en que, silbando alegre en la estación bulliciosa, el tren partió por primera vez de París rumbo a Constantinopla.

¡Ah! Entonces todo brillaba y yo estaba apenas fabricado, mis muelles eran elásticos y sólidos y me cubría un terciopelo azul impoluto y sedoso. Ahora, ¡gardez-moi, ahora! Se han olvidado de nosotros, la tela se ha agrietado y asoman, ¡qué vergüenza, amigos míos, qué vergüenza!, mis hierros retorcidos y algo oxidados. Pero, en fin, c’est la vie, y es inútil lamentarse. He conocido momentos de esplendor, si yo les contara.

Esperen… recuerdo un viaje en el invierno de 1896. Se celebraban grandes fiestas de disfraces a bordo. El vagón comedor estaba iluminado con más de cien lámparas traídas en caballos desde Bohemia. En las lágrimas de cristal se reflejaban los vestidos maravillosos. Los camareros habían pasado más de seis horas atando en las paredes hilos invisibles de los que colgaban prismas del cristal más puro. Así, cuando la luz los atravesaba, formaban arco iris en el suelo, en los techos y paredes. El grand buffet contenía platos de los cinco continentes, huevas de esturión, mazapanes de Toledo, vinos italianos, carnes de las pampas argentinas. El maestro repostero había confeccionado un surtidor de hielo del que manaba helado cremoso mezclado con áspero chocolate caliente. Eh, sí, eran otros tiempos.

Y ataviada con un magnífico vestido de tul, apareció madame la comtesse du Rour. No ha existido criatura más fascinante. Cubierta con su antifaz de encaje, bailó hasta la extenuación con Lord Lemacks, oficial inglés, magnífico jinete y gran bailarín. Bailaron, bailaron, ¡Oh mes amis! Atravesamos llanuras, valles, colinas. El sol se puso, el cielo se pintó de violeta, se incendió de ocre, se volvió azul oscuro. Llegó la noche, los camareros desfallecían en sus chaquetas almidonadas, de las aldeas remotas llegaba el tañido lánguido de las últimas campanas. Y la condesa y su oficial continuaban bailando etéreos, flotando en el parquet encerado del vagón comedor. Cuando las primeras nubes se aclararon y la luz del alba amenazó con entrar, fría y dura, se dirigieron, aún abrazados, al vagón número uno, donde madame la comtesse viajaba. Allí, tras los visillos que corregían aquel amanecer indelicado, Lord Lemacks se inclinó sobre la dama y…, bien, bien, ustedes comprenderán. A partir de aquí la historia se parece a las de esas infames revistas ilustradas. Eh, sí, no es una historia adecuada a un vagón elegante, es más propia de una, de una ¡de una garçonnière, en fin! No habría debido comenzarla, no.

¡Ah, déjenme que me haga perdonar! Sí, conozco otra historia interesante que les tendrá entretenidos. Se sabe, las esperas en las estaciones son terribles, los andenes son fríos e inhóspitos. Bien, sí, recuerdo una primavera de 1911. El vagón número uno había acogido esta vez a Von Willebrand, ministro prusiano de asuntos exteriores. Viajaba de Múnich a Varna para encontrarse con un general otomano. Debo confesarles, una cosa, desde el principio me pareció sospechoso, ¡oh, no!, no se trata de presunción mía, no me lo permitiría jamás, mis dilectos amigos. Pero, ¿saben? cuando uno viaja tanto como yo y ve gentes tan diversas y, pardon la vanidad, frecuenta ciertos ambientes, hay cosas que comprende de inmediato. Cuando un hombre no se abrocha correctamente el chaleco, bebe champagne como si fuera vino ácido y no mira ni siquiera de soslayo a ciertas encantadoras mademoiselles, es que le torturan graves pensamientos. Y así era. Apenas hubimos pasado Viena, Von Willebrand no salió más del vagón. Se hacía traer aquí la comida, que le llegaba sólo tibia, dicho sea entre nosotros. Hacía vida de recluso. Cerca de la estación de Bucarest, el ministro prusiano miró por la ventana y vio un grupo de policías que subían al tren. No tardó más de dos minutos en cumplir la acción ominosa que sin duda había planeado. Destapó un frasquito de cristal tallado (como el de los más exquisitos perfumes, comprenez-vous?), lo bebió de un sorbo y expiró entre horribles estertores. La tragedia fue que la policía no lo buscaba a él. Era un control rutinario de pasaportes. Más tarde se supo que entre los documentos de Von Willebrand, viajaba cierto mapa que habría sido vendido a muy buen precio a cierta potencia que en aquel momento se disponía a…, ¡oh! Es preferible dejar las cosas aquí, mes amis, la más elemental discreción me lo impone. Después de todo, con más detalles ustedes podrían relacionar el asunto con cierta gente que aún hoy… Ya, hay grandes fortunas que se apoyan en pies de barro y yo podré tener mil defectos, pero ¡nunca he sido charlatán!

Así que aquí estamos, como al principio, esperando el pitido de la locomotora que señalará el inicio de este viaje, este último viaje del Orient Express. Sí, es el último, después terminaremos todos nosotros en el depósito de chatarra. ¡Quién nos lo iba a decir! Cierto que, ¿dónde estarán ahora la comtesse y su apuesto oficial?, y ¿quién se acordará, sino yo, de Von Willebrand? Pero estos son pensamientos tristes, mes amis, y el viaje que esperamos es fabuloso. Déjenme que piense, seguro que encuentro alguna historia adecuada que pueda contarse entera.

Voilà! Recuerdo un caso espeluznante y maravilloso. Un invierno, allá por el 1929. El tren viajaba lleno, a pesar de la época del año. A bordo, iba gente de las más diversas nacionalidades. Entre ellos, un desagradable americano, sumamente soez, debo decírselo; poco adecuado, si debo ser sincero. Una mañana, apareció muerto en su vagón cerrado, ¡apuñalado, mes chers! ¡Apuñalado doce veces por una mano desconocida que… ¿Cómo? ¡Oh, la conocen la historia! Lástima, era una magnífica historia. Pero habría debido imaginarlo. Fue un caso famosísimo. ¿Así que la han oído varias veces? No les aburriré contándosela una vez más, no.

Queda poco tiempo para la partida y ahora sólo me viene a la mente una historia muy sencilla, perdonez-moi amigos míos, mi memoria se oxida como mis muelles.

Recuerdo un invierno terrible, en el año 1939. Toda Europa se cubría de hielo y nieve, soplaba un viento frío que traía consigo la escarcha, el granizo y la guerra. Los trenes no funcionaban regularmente y la gente se agolpaba desesperada en las estaciones para subir al primero que encontraba.

Un día, el runrún de las ruedas acelera un poco y el terciopelo ya no brilla tanto ni es tan sedoso. Y de golpe, uno mira por la ventanilla y ve el cristal polvoriento y las manillas opacas.

En uno de aquellos viajes consiguió un asiento de tercera clase Darko, un joven campesino serbio. Lo habían reclutado como soldado y marchaba a hacer la guerra. Dejaba a su novia en el pueblo natal. Oui, amigos míos, les había dicho que era una historia muy simple.

En fin, hizo la instrucción, hizo la guerra y quiso volver a su pueblo para casarse. Pero la Historia, sí, chers amis, la que lleva la hache mayúscula, aprisiona y destroza a los hombres que encuentra en su camino. Así, su pequeña aldea se encontraba en una frontera y se sabe, las fronteras son líneas móviles, elásticas, hoy están aquí, mañana quién sabe. ¡Díganmelo a mí que llevo más de un siglo atravesándolas! En fin, no pudo regresar a su aldea y Ljubica no pudo salir de ella. Se miraban desde el puente de piedra que los dividía y se saludaban. Y el tiempo comenzó a pasar.

Primero despacio, ¿saben?, una hoja cayendo al suelo, agua que se desliza en un terreno agrietado, zumbido de abeja en una tarde soleada. Después, el tiempo aceleró, la lluvia empezó a caer veloz, los bueyes araban sin tregua, los hombres se agitaban, las mujeres parían, los niños crecían. Al fin, el tiempo inició una carrera loca. Eh, mes amis, ocurre siempre así. Hoy, uno es un pulido asiento de terciopelo azul en un vagón reluciente, y este hoy joven y pujante es largo, parece eterno y uno cree que sus muelles siempre serán elásticos y el engranaje perfecto. Un día, el runrún de las ruedas acelera un poco y el terciopelo ya no brilla tanto ni es tan sedoso. Y de golpe, uno mira por la ventanilla y ve el cristal polvoriento y las manillas opacas. Y piensa, ¡qué abandono, qué dejadez! ¡Les llamaré la atención! Y cuando va a hacerlo, se da cuenta de que sus hierros están oxidados y se asoman agudos rompiendo la tela. Es siempre así. Las mañanas son largas, los atardeceres breves.

Pues sí, los muchachos envejecieron en aquel puente, en aquella aldea dividida. Pero el cielo de Europa es variable, no es un continente de hielos eternos ni un desierto de azul y blanco inmaculado. Por su horizonte, las nubes van y vienen, descargan granizo, asoma el sol, sopla el huracán. Así, el cielo europeo cambió otra vez de color y los hombres derribaron fronteras y fueron a alzar sus muros a otros lugares. La aldea volvió a ser una y los muchachos se encontraron y se casaron. Y se hicieron un regalo, claro está.

Y queridos míos, disculpen la vanidad, ¿qué mejor regalo que un viaje con nosotros? Somos siempre grand class, se entiende. Oh, sí, los aviones y todo eso. No querrán comparar, ¿verdad? En fin, un viaje en nuestro tren, sí.

Mírenlos, allí vienen. Son simpáticos estos muchachos. ¿Cómo? ¿Que los enfants tienen el rostro arrugado y caminan apoyados en un bastón? Oh, la, la! ¡Qué grosería! Si ellos no lo ven, ¿tienen que verlo ustedes?

Bien, bien, les dejo, hay mucho que hacer. Debo estirar mi tela para cubrir los muelles, eliminar el fino polvo que me cubre y… ¡que la lámpara sacuda las polillas!, ¡que no cruja el pavimento!, ¡que la cortinilla se cierre y cree esa delicada penumbra, vous savez, ne c’est pas?, ¡que la alfombra disimule sus remiendos! Debo ocuparme yo de todo, mes amis, qué fatiga. ¡Que todo esté a punto!, ¡que se abra la puerta y luzca la manilla!, ¡que no existan por un día el abandono ni la vejez ni el olvido!

Ya llegan, mes amis, ya llegan. ¡Que sea el más fastuoso, el más lujoso, el más memorable, este último viaje del Orient Express!

Aida Vega Felgueroso
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