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Tres relatos de Carlos Arturo Arbeláez Cano

martes 30 de enero de 2018
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Magdalena y su urdimbre

Lo único que le hacía falta a Magdalena, con sus 86 años, era la exploración de un hilo conductor para transmutar el tiempo en soledad a través de una rueca que gemía sus años tras los siglos de giro interminable.

En ese viaje habría de convertir el universo en libertad, gracias al subterfugio que la imagen obraba en sus oficios.

Y es que la tinta, goteando sobre el hilo interminable de su historia, se aplicaba a producir un tejido de polícromas formas: la novela.

 

Perdido en el Park Way

Años ochentas: la Universidad Nacional de Colombia albergaba en su campus un semillero de nuevas corrientes libertarias.

Seguían arraigados los metadiscursos omnicomprensibles que habrían de prevalecer por quién sabe cuánto tiempo más.

Camilo Stolle transitaba por aquel escenario de barbas y melenas resolviendo ecuaciones diferenciales y leyendo el “libro rojo” para estar a la altura del partido.

Era escaso el papel para la producción clandestina del periódico estudiantil Sin Permiso, con el que pretendía crear una conciencia revolucionaria contra el régimen.

Pero más que el papel para el panfleto, era la falta de papel moneda lo que hacía más ligeros sus bolsillos.

Desde adentro, desde su raíz primera, pensó en aportar a la causa otra acción de heroísmo, sin calcular siquiera que sería la última.

Subió con un paso medido por la cuarenta y cinco y dobló por el Park Way hacia el suroriente, evitando el fragor de un sol evocativo y su carga de amores y emociones vividas.

Calculó las distancias, la cantidad de paseantes en su ir y venir de ocio y de frescuras. Miró, furtivamente, las caricias lascivas y los besos mentidos de algunas parejitas que salieron a darle un respiro a sus pasiones.

Todo estaba servido para el acto: en la papelería escaseaban los clientes y sólo fue entrar, y con la mirada ocupada en cualquier cosa, pedir al vendedor:

—Una resma de papel bond tamaño carta, de setenta y cinco gramos y de color blanco, por favor.

Segundos eternos con las manos en los bolsillos parodiando la búsqueda infructuosa de algunos pesos.

Fueron muchos segundos los que pasaron hasta el momento en que el bloque de papel llegó a sus manos.

Lo que pasó después fue el vértigo de una huida veloz hacia ninguna parte.

Todavía nos preguntamos qué pasó con Camilo cuando las tanquetas le cerraron el paso a los manifestantes y un bosquecillo de pequeños arbustos en su pleno verdor puso bajo control al grupo de estudiantes que, buscando escapar de la revuelta, corrían por la cuarenta y cinco hacia el Park Way.

 

Un salto al vacío

Justo cuando se disponía a posar sus manos sobre el teclado, Fausto escuchó el repicar salvaje de su teléfono. Suspiró, y decidió contestar.

Al otro lado de la línea Rebeca sonaba somnolienta, y con una voz aguardentosa le sentenció:

—No cuentes conmigo para el concierto.

Fausto se la imaginó. Esa vida escabrosa que le habían contado de Rebeca siempre le produjo desconfianza, a pesar de las emociones que le despertaban sus miradas furtivas pero intensas, como buscando en él su reivindicación.

Fue por eso, por esa reputación de indisciplinada, que ya Fausto había ideado un plan B.

Antes de ponerlo en marcha, nuevamente el teléfono repicó con su impertinencia sonora.

—Hola. Cancelaron el concierto.

Esta vez era una voz concluyente, autoritaria, impetuosa, de alguien dueño de sus caprichos y ungido por la autoridad.

—¡No puede ser! —contestó Fausto con algo de asombro y mucho de frustración.

Había preparado la sonata Claro de luna de Beethoven y no habría sido necesaria la presencia de Rebeca, pues lo que tenían programado para el concierto de esa noche era una sonata para piano a cuatro manos.

Sin embargo la cancelación del concierto no lo libraba de continuar los ensayos con Rebeca. ¿Todo lo que decían de ella era verdad? ¿Era ella, en realidad, esa estudiante sensual y coqueta que lo observaba desde su alma con una mirada de terciopelo? O era solamente un subterfugio encaminado a sumar una aventura más a su presunta vida disoluta?

Así y todo, el fragor de la pasión de Rebeca en sus interpretaciones estimulaba en Fausto una subyugación frente a sus ojos de un azulino sortilegio.

Y serían ellos, sus ojos abiertos a la exploración de las caricias que muchas veces intentó, los que le develarían la verdad. Fausto se decidió por fin y encaminó sus pasos a la casa de Rebeca para preguntarle, frente a sus ojos, cuáles eran sus verdaderas intenciones.

Carlos Arturo Arbeláez Cano
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