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Un cuadro familiar

sábado 10 de marzo de 2018
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La figurita de madera chocó contra la pared y rebotó con violencia, provocando un sonido seco que retumbó por toda la casa. La vieja Emilia estaba furiosa y había comenzado a lanzar más objetos contra las paredes. “Viejo sinvergüenza”, gritaba la anciana mientras se quitaba el delantal de cocina. La furia le había venido cuando, al sacudir su habitación, encontró una figura de Cristo tallada en madera, puesta sobre su mesa de noche. Después de un rato, la furia se fue apaciguando y la mujer comenzó a sentirse más tranquila; entonces apagó el fogón y sacó un cucharón para probar el sancocho. Estaba listo. Con desdén miró el reloj, eran las doce del día. “Ya viene ese viejo”, dijo como si le hablara a alguien más. Sus ojos, enrarecidos por la demencia senil, reflejaban un sentimiento de fatalidad.

Sara, cuarentona y soltera, esperaba con paciencia mientras jugaba con un anillo que su padre le había regalado hacía muchos años. Pasaba el objeto de una mano a otra, se lo medía en varios de sus dedos y se daba cuenta de que había engordado de manera considerable. Cuando su padre se lo dio, podía ponerse el anillo en casi todos los dedos; ahora apenas pasaba la primera falange. Después de un rato se aburrió del monótono juego y puso el anillo en su cartera, donde lo llevaba siempre como un amuleto de gran valor. La mujer, de baja estatura como su madre, y de nariz respingada como su padre, estaba sentada en una banca de cemento en la entrada de un gran edificio. Entre su cabello negro comenzaban a sobresalir algunas canas, y en el contorno de sus ojos habían aparecido unas arruguitas todavía incipientes. Su cadera, ancha y bien puesta, le daba un leve aire de sensualidad que se diluía cada vez que cortaba con rudeza las esperanzas de un pretendiente.

“Ese viejo sinvergüenza se la pasa bebiendo y jugando billar”, había respondido Emilia, envuelta en una cólera dañina para su salud, cuando alguien le preguntó con malicia por el viejo Aníbal.

—Que ya viene, señora —dijo el portero del edificio mientras sonreía sin ganas.

Ella no contestó, no dio muestras de haber escuchado al hombre de la portería. Pero, mientras se sumergía en profundas cavilaciones, una voz de hombre, chillona y desafinada, entraba en el lugar y parecía revolver todo el aire quieto que flotaba debido a la inacción de Sara y del portero.

—Hola, Sara —dijo el hombre sin muestra de entusiasmo—. Perdón por la demora, estaba resolviendo un asunto. Vamos a almorzar y conversamos —hizo un gesto delicado y dio media vuelta.

Sara lo siguió con una obediencia genuina, dando pasitos suaves que hacían un ruido casi inaudible. Ambos se subieron a un carro último modelo, el motor se puso en marcha y el silencio del parqueadero quedó ahogado por la furia del auto. El hombre aceleró y las ruedas alcanzaron a chillar, provocando un sonido algo grotesco para aquella tarde de nubes grises y lloviznas esporádicas.

El viejo Aníbal, después de tomar un bus que lo dejó cerca de su casa, comenzó a subir una larga y escabrosa pendiente. Antes de llegar, observó que al valle de San Nicolás lo cubría una bruma espesa que apenas dejaba ver un par de edificios que se erguían como símbolo de progreso. El pueblo suyo, el que quedaba a escasos cinco kilómetros de allí, no contaba todavía con ningún edificio de más de diez pisos. Mientras el viejo caminaba con lentitud por el camino destapado, unas vacas yacían sobre un potrero escaso de pasto. La vista era fenomenal; podían verse las montañas cercanas que, imponentes, lucían cubiertas de bosques indómitos que rememoraban tiempos pasados en que la naturaleza permanecía virgen. Pero más allá podían verse las montañas más lejanas; cerros azulados que se sucedían hasta perderse en el horizonte. Cerros cubiertos de una neblina a veces blanca y a veces gris. Y sobre esos cerros, nostálgicos y hermosos, vivían hacía más de cincuenta años Aníbal y Emilia.

El anciano llegó sin aire a la casa, pero, de todas formas, su aliento todavía expelía un leve tufillo a aguardiente. “Ese viejo sinvergüenza se la pasa bebiendo y jugando billar”, había respondido Emilia, envuelta en una cólera dañina para su salud, cuando alguien le preguntó con malicia por el viejo Aníbal. Había que ver cómo se ponía cuando le preguntaban por su marido. Unos niños vecinos, que vivían en una casa detrás de la de los ancianos, tenían como deporte hacer enojar a la vieja. Parados desde la puerta de su casa, los infantes le gritaban a Emilia que su esposo, del que no se sentía cónyuge hacía muchos años, estaba borracho y tirado en el piso de un billar del pueblo. La vieja dejaba de hacer sus quehaceres para proferir gritos de ira que asustaban hasta a los perros. Los niños también se asustaban, pero era la adrenalina de enojar a la vecina loca lo que les llevaba a cometer semejante hazaña.

Al entrar a la casa, el anciano vio, tirada en el suelo y desastillada, la figura de madera que había tallado hacía algunos días. Sonrió con malicia y se dirigió a la cocina, dando pasos largos para no tropezar con los objetos que Emilia había lanzado contra las paredes. Comió el sancocho con brutal apetito. Sus gestos, un poco burdos a la hora de comer, podían apreciarse a pesar de lo lúgubre y poco iluminada que era la cocina. Y, mientras el viejo masticaba haciendo gran estruendo, podía escucharse a Emilia, poseída por la senilidad, hablando sola en su habitación.

Sara y el hombre entraron en un restaurante de comida italiana. Los recibió un mesero afable que, entre palabras ininteligibles, los llevó hasta una mesa con vista al exterior. La vista era simple: una avenida colapsada por el tráfico del mediodía; el ruido de los motores y los pitos de los conductores impacientes hacían que el ambiente se llenara de una histeria colectiva. Al lado de la vía se erguían dos guayacanes florecidos que, al dejar caer sus flores, iban formando un suave y hermoso tapete amarillo sobre el suelo; esta escena, por supuesto, era ignorada por los afanados y coléricos conductores que copaban la calle a esa hora del día.

El hombre se sentó con suavidad sobre la silla de madera, Sara hizo lo mismo, pero con un gesto menos elegante. El mesero que los llevó hasta la mesa volvió para dejar unos panecillos bañados en aceite de oliva. Cuando el mesero se fue, Sara puso su mano sobre la del hombre.

—¿Cómo estás, Ricardo? —preguntó con solemnidad.

La cara de Ricardo, pálida y de pómulos pronunciados, tomó un aire de gravedad tras la pregunta de la mujer.

—Bien, Sara. Llevo varios meses sin tener que ir a la clínica.

Ricardo era un hombre de unos cincuenta años, calvo completamente y de cejas escasas. Sus ojos, medio apagados por la enfermedad, todavía reflejaban, si se les miraba con escrutinio, a aquel hombre lleno de vida que llegó a la ciudad, proveniente del campo, hacía muchos años. Se había formado como abogado en una universidad pública; tuvo amigos comunistas y de derecha, fue testigo de los tentáculos guerrilleros que penetraban su alma mater. Se destacó como un estudiante brillante, a pesar de que en las noches trabajaba en un bar, lidiaba con borrachos y limpiaba vómitos amarillentos que dejaban algunos clientes en el piso. Llevó siempre una vida libertina, conoció el amor de mano de otros hombres y bebió todo el licor que pudo. Pero ahora, con cincuenta años y enfermo, parecía estar sobrando en el mundo, lucía como si su vida estuviera a punto de despeñarse por un oscuro precipicio.

—Pero estás pálido, Ricardo, incluso más que la última vez que nos vimos.

—Eso fue hace dos meses, estoy igual. Hoy me siento mejor que hace dos meses.

En esas, el mesero llegó con los platos que habían ordenado: Sara, pasta corta en salsa Alfredo y una Coca-Cola; Ricardo, pasta larga, bañada en salsa boloñesa y una cerveza espumeante sin alcohol para calmar la sed. Ricardo comenzó a comer con sus habituales gestos afeminados, mientras Sara lo hacía de forma un poco más brusca. Mientras bebía la cerveza, el hombre preguntó con su vocecilla:

—Contame, ¿cómo están los viejos?

Después de almorzar, el viejo Aníbal se dispuso a hacer la siesta. Durmió en su habitación por dos horas sin interrupción. Hacía muchos años que él y su esposa dormían en piezas diferentes, tal vez los mismos años que llevaban sin dirigirse la palabra. Para comunicarse utilizaban a su hija: “Mija, dígale a ese viejo que el almuerzo ya está listo”, decía Emilia. “Mija, dígale que estaba bueno, pero le faltó sal”, respondía él sin inquietarse por el recado que su hija le traería después. Y así se iban los días de la pareja de ancianos: ella repitiendo, sin darse cuenta, las labores domésticas una y otra vez. Podía moler el mismo maíz hasta cinco veces para después darle forma de arepas. Barría la casa tres y cuatro veces durante el día. Aníbal, por su parte, bajaba al pueblo a hablar con sus viejos amigos, tomaba tinto en sus días más tranquilos y cuando algo lo inquietaba, solía bogar aguardiente como cualquier borracho. Salía en el único caballo que tenían, y volvía en la noche, dormido y ladeado sobre el lomo del animal.

Sus días estaban ahora destinados al ocio. Cuando no estaba en el pueblo, y si tenía ganas de hacer algo, subía a la cima de un cerro vecino y cogía cuanta leña le pareciera. Con la mejor madera que encontraba hacía figuritas toscas utilizando la técnica que un amigo carpintero le había enseñado. Fabricaba pesebres de figuras burdas y desproporcionadas, hacía cristos de rostros irreconocibles para cualquier cristiano, pero gozaba al ver sus obras terminadas. A veces, cuando estaba de buen humor, ponía alguna figurita debajo de la almohada de Emilia. Ella, poseída por la demencia senil, las guardaba en su mesita de noche pensando que un ángel se las había obsequiado. Pero reaccionaba en sus momentos de lucidez y echaba las figuras a la basura al asociarlas con el mediocre trabajo de su marido, como había ocurrido aquella mañana.

Después de la siesta, el anciano se sintió con ganas de convertirse en un gran tallador, así que decidió remontar una pendiente e ir por buena leña. Salió de la casa, donde quedó Emilia sumergida en un profundo sopor, característico de las tardes grises y lluviosas. Las montañas apenas podían verse por la bruma espesa que las cubría. Los árboles de pino, enormes y frondosos, bailaban al ritmo de una brisa fría e intermitente. Algunos perros ladraban al vacío como reclamando por la exigua atención que recibían de sus amos. En medio de ese paisaje, Aníbal se puso una ruana de lana, raída y curtida por los años, y comenzó a remontar la pendiente.

—Esperando a que los vayás a visitar —respondió Sara con algo de vehemencia.

—No es tan fácil, Sara —contestó el hombre, que se limpiaba la boca con una servilleta haciendo alarde de sus modales—. Mirá cómo estoy, no van a soportar verme así por una enfermedad que ellos dicen fue buscada.

—¿Y qué más podés hacer? ¿Esconderte hasta que se mueran de viejos?

—No, no. Pues hay que buscar el momento. Acordate cómo les dio de duro cuando supieron lo mío, mi papá se quería morir —dijo el hombre con un gesto algo rudo para sus afeminados ademanes.

—Pero esto es diferente, Ricardo. ¿No te das cuenta?, la cuestión es de tiempo, ¡entendelo!

Ricardo no contestó a la súplica de su hermana; siguió comiendo, con el ceño fruncido y la mano crispada hasta que, de repente, un ataque de tos lo ahogó y su lamentable cara pálida tomó el color que había perdido hacía muchos meses. Los otros comensales se alertaron al ver la escena. Incluso, un hombre corpulento, que comía apacible en la mesa del lado, se paró para ayudar a Ricardo; comenzó a darle golpes en la espalda y luego lo abrazó para apretarle el abdomen con una tremenda fuerza que parecía iba a partir en dos al pobre hombre, que lucía ahora rojo y más enjuto que nunca.

“¡Un médico, un médico!”, gritaba Sara con estupefacción al ver que su hermano se le había escurrido al hombre corpulento y había caído al piso con la suavidad con que cae una pluma.

El viejo subió hasta un bosque tupido. Entre los grandes árboles se lograba colar una brisa helada que provocaba sonidos agradables al chocar contra las ramas. El suelo, cubierto de materia vegetal, parecía un colchón natural de diversos colores y distintos materiales. Sobre la cima, el anciano logró divisar su casa, que estaba ubicada un poco más abajo de otro bosque parecido al que se adentraba. De la chimenea de su hogar se escapaba un humo blanco y espeso. Temió por lo que estuviera haciendo su mujer, pues preciso ese día había salido su hija, quien la cuidaba y soportaba sus disparates, pero también gozaba de sus momentos de lucidez.

En su mente se agolparon los momentos que había vivido junto a ella: el construir una casa en la cima de un cerro, los paseos a tierra caliente cuando la cosecha había sido abundante y bien remunerada; el matrimonio, que se había efectuado a pesar de la férrea oposición de sus suegros. Para él nunca habían sido claras las circunstancias por las que la relación se había venido a menos, tampoco lograba entender por qué la Iglesia se había negado a anular el matrimonio. El pasado esplendoroso, en que eran una familia funcional, había quedado inevitablemente grabado en los recovecos de su memoria. “¿Recordará ella aquellos años?”, se preguntaba el viejo Aníbal con frecuencia.

El anciano salió de sus cavilaciones cuando un pájaro, negrito y de pecho rojo, se posó en una rama que estaba encima de su cabeza. Tomó el hacha que había puesto sobre el suelo y la levantó como quien levanta a un viejo amigo que yace herido. Se acomodó la ruana y comenzó a caminar por entre los viejos árboles, que eran incluso mayores que él, y habían sido testigos de la colonización de aquellas montañas boscosas.

“¡Un médico, un médico!”, gritaba Sara con estupefacción al ver que su hermano se le había escurrido al hombre corpulento y había caído al piso con la suavidad con que cae una pluma. Inconsciente y ahora pálido, Ricardo yacía sobre el suelo mientras una multitud de curiosos asistía a ver el espectáculo. Los gritos de Sara desgarraban los tímpanos de los presentes. “¡Respira, respira!”, dijo alguien que se había acercado diciendo que, hacía un año, había hecho un curso de primeros auxilios. El hombre corpulento suspiró aliviado, pues pensaba que su accionar bienintencionado había terminado por acabar una vida. Los gritos de la mujer se hicieron menos intensos y los morbosos fueron, poco a poco, desocupando el lugar.

Ricardo abrió los ojos y, más que dar gracias por estar bien, sintió una vergüenza absurda por haber causado un show. Se repuso poco a poco, reconoció la figura de su hermana, se sentó y su respiración volvió a ser rítmica. No se había atragantado con nada, como había pensado el hombre acuerpado, sino que había sido víctima de un brutal ataque de tos. El hombre grande, al presionarlo con fuerza desmedida, había impedido que el frágil Ricardo recibiera el aire que necesitaba. Por eso se había desmayado.

El restaurante volvió a la normalidad. Afuera, una brisa sacudió las flores caídas de los guayacanes y deshizo el tapete amarillo que los conductores habían estado ignorando. Todavía con vergüenza de lo que había pasado, el hermano de Sara pagó la cuenta en efectivo y se sonrojó cuando uno de los meseros, el más agraciado de todos, le preguntó si estaba bien.

—Vamos a una clínica, Ricardo —suplicó Sara a su hermano.

—Estoy bien, no creo que haya necesidad.

—¿Pero si te vuelve a pasar, Ricardo? ¿Quién te va a ayudar? ¿Ah? ¡Decime!

—Es la única vez que me ha pasado, no quiero hablar más de eso, ¿está bien? —replicó Ricardo con su vocecilla nada masculina.

Los dos hermanos salieron del restaurante sin decirse una sola palabra más, se subieron al carro y el hombre lo puso en marcha. Anduvieron por avenidas estrechas para la cantidad de vehículos que por ahí se movían. Ricardo, otra vez pálido y ahora agarrado del volante, tuvo que esquivar un par de motociclistas imprudentes que zigzagueaban por entre los estrechos carriles.

—¿Dónde te dejo?

—Dejame donde pueda subir fácil al Oriente, ¿te queda fácil? —contestó Sara con apatía.

“¿Dónde estará ese viejo?”, se preguntó la vieja Emilia al ver que en la casa aún estaba ella sola. Hacía ya un rato largo que Aníbal había salido en busca de leña, pero su anciana cónyuge no estaba preocupada; sino que, en realidad, necesitaba algo de qué quejarse con urgencia. La chimenea se había apagado, la madera ya no crujía y el humo se había dejado de filtrar por las estrechas paredes que lo guiaban al exterior. No era común que la anciana encendiera la chimenea, por eso se había alertado Aníbal al ver que de su casa salía ese humillo blanco. “¿Dónde estará ese sinvergüenza?”, repetía la vieja una y otra vez al ver que Aníbal no aparecía. La anciana encendió la radio y sintonizó una emisora en la que estaban programando boleros y tangos. Se puso el delantal de cocina y comenzó a amasar el maíz que toda la mañana había estado moliendo. “¡Sara, Sara!”, gritó con impaciencia, pero el silencio de la casa sólo fue quebrantado por el lejano mugido de una vaca. Al sentirse burlada, la anciana gritó con más fuerza: “Traeme a ese viejo sinvergüenza que debe estar borracho en el pueblo”.

—Dejame por aquí, Ricardo.

Desde afuera pudo verse cómo el carro se orilló con lentitud. Las luces de parqueo se encendieron y resplandecieron con fuerza, pues aquella tarde gris comenzaba a caer y se iba haciendo cada vez más oscura.

—Mirá —se limitó a decir Ricardo, a la vez que le pasaba un sobre de manila a su hermana.

—Andá, visitá a los viejos —contestó Sara, ahora con dulzura.

—Sí, claro. Dame un tiempo que me desocupe del trabajo de la oficina y voy.

—No todo puede ser trabajo, Ricardo. Mirá cómo estás, ¿de qué te sirve ser un abogado respetado mientras acabás con tu salud y por ahí derecho con la de tus papás?

Ricardo, como solía hacer, evadió el tema y contestó otra cosa.

—Ahí va la plata de siempre —dijo mientras señalaba el sobre de manila—. Si necesitás más, me llamás y nos vemos, ¿ok?

—Sí —respondió Sara, sólo para no revolver los ánimos de nuevo.

La mujer salió del carro, caminó por entre una multitud de oficinistas que salían a esa hora de sus trabajos. Una llovizna menuda comenzó a caer con suavidad, activando los limpiaparabrisas de los carros que permanecían quietos por la congestión. En la salida hacia Oriente tomó un bus, se sentó y cerró los ojos como si las curvas del camino pudieran arrullarla.

Sara llegó a la casa cuando ya la tarde había caído hacía mucho rato. La brisa, cada vez más fría, lograba filtrarse por las rajaduras de puertas y ventanas, lo que causaba que hasta en las habitaciones se sintiera el frío. Su madre estaba acostada bocarriba y con la luz de la habitación encendida. De la mano de la anciana colgaba un viejo escapulario con el que solía rezar el rosario. La mujer cobijó a su madre, le sobó la frente y apagó la luz procurando hacer el menor ruido posible. En la cocina encontró un plato de sancocho, todavía tibio a pesar del frío que lograba entrar en el recinto. Encendió la luz y comió con lentitud, mientras pensaba en lo sucedido en el día y en el mal estado en que había visto a su hermano.

La vieja Emilia hablaba en la habitación, pronunciaba nombres de personas muertas hacía décadas y, de vez en cuando, lanzaba una risotada capaz de asustar a cualquiera. Sara ignoraba la voz de su madre, pues era frecuente que la anciana hablara dormida y hasta gritara una que otra vez. Cuando terminó de comer, revisó la habitación de su padre; la cama estaba bien tendida y unos zapatos de cuero estaban puestos sobre ella. Vio el reloj de la pared, que señalaba las 8:32 pm. No se preocupó de que Aníbal no estuviera en casa: el viejo llegaba, con bastante frecuencia, más tarde de esa hora.

Sara tomó un libro que estaba leyendo, era una novela corta de un autor norteamericano. Al cabo de un rato se cansó, lo puso sobre la mesa de noche y durmió sin interrupción hasta el día siguiente.

Cuando el alba despuntó, las montañas aparecieron después de casi un día entero de estar ausentes; primero habían estado ocultas tras la neblina y luego perdidas en la oscuridad. Toda la bruma había desaparecido y el cielo lucía azul intenso; aunque el viento seguía siendo helado. Sara se despertó de un brinco al escuchar los feroces gritos de su madre: “Viejo sinvergüenza. Viejo bruto. Te voy a agarrar apenas te vea”. La hija entendió la situación de inmediato, se vistió con prisa y salió para el pueblo.

La mujer sintió la brisa helada en su cara como una cachetada, pero siguió cuesta abajo con determinación. Cuando llegó al pueblo apenas estaban abriendo las primeras cafeterías, que ofrecían desde ya buñuelos recién salidos de la paila y café hirviendo que servía para calentarse en aquella gélida mañana. Preguntó por su padre, pero nadie le dio razón. No había borrachos por allí, lo que indicaba que nadie había pasado la noche bebiendo por aquellos lados. En esas apareció Manuel Jaramillo, un campesino de escasa estatura y cabello rubio. “¿Aníbal?”, preguntó mientras dejaba ver su boca desdentada. “Mija, él subió para la finca ayer a hora de almuerzo, por acá no lo vimos más”, terminó de decir el hombre.

Envuelta en desesperación, Sara se fue para el hospital del pueblo, donde caminó entre heridos y quemados, que recibían atención sin aparente distinción. Allá tampoco estaba su padre. Así que llamó al hospital del pueblo del valle de San Nicolás, pero no había nadie que coincidiera con las descripciones que había dado. Así se pasaron dos días: Sara corría de un lado para otro con su cabello revuelto y sus gestos de desesperación. Recibía llamadas que avivaban la esperanza, pero que al final sólo servían para acrecentar más la incertidumbre. La vieja Emilia también pareció llenarse de incertidumbre en algunos pasajes, pero luego volvía con su típica perorata: “Viejo desvergonzado, andarás de juerga como aquella vez que no apareciste en tres días, me las vas a pagar cuando te vea”.

Cuando pensó que no aguantaba más el olor, el joven Daniel vio el cuerpo de Aníbal: tendido en el piso, la ruana sucia y mojada, las manos y el vientre hinchados.

Ningún familiar daba razón de Aníbal. Ricardo, al escuchar el desespero de Sara, se había puesto en la tarea de mover influencias para que en la Policía se anunciara que Aníbal Valencia había desaparecido. Así como a Arturo Cova se lo había tragado la selva, parecía que al viejo Aníbal se lo hubiera tragado la tierra.

Daniel Zuluaga, carpintero joven, desayunó abundantemente antes de salir de su casa. Comió calentado de fríjoles y arroz; huevo, carne asada, y pasó todo eso bebiendo un calórico chocolate sin leche. Agarró las herramientas que necesitaría y salió en su viejo jeep rojo que daba brincos por las calles del pueblo. Subió por una carretera deplorable, tuvo que acelerar a fondo para que el viejo carro no se le devolviera. Divisó el valle de San Nicolás, se detuvo un momento a contemplar aquella fenomenal vista y luego siguió adelante. El auto, a pesar de su enorme fuerza, no pudo continuar por la dificultad del camino, entonces el muchacho tuvo que seguir a pie hasta entrar en el bosque.

Con motosierra en mano comenzó a buscar un árbol de macana. La dificultad para conseguirlo radicaba en que su tala y comercialización había sido prohibida por las autoridades ambientales. El joven, que gozaba de buen olfato, sintió un hedor que provenía desde algún lugar de ese espeso bosque. “Un animal muerto”, se dijo sin darle mayor importancia al asunto. Pero, al sentir que el olor se hacía insoportable, comenzó a moverse, como un sabueso, hacia donde su nariz le indicaba.

Cuando pensó que no aguantaba más el olor, el joven Daniel vio el cuerpo de Aníbal: tendido en el piso, la ruana sucia y mojada, las manos y el vientre hinchados, la piel amarillenta y agujereada por algunos animales salvajes. El carpintero empezó a sentir terribles arcadas, perdió las fuerzas de su cuerpo y cayó de rodillas. Intentó vomitar pero no pudo, lanzó un amargo madrazo y salió hacia el pueblo llevando en la boca la terrible noticia. Habían pasado siete días desde la desaparición del anciano.

El cuerpo fue arreglado para el funeral. La ceremonia fue austera, como había sido la vida de Aníbal. La vieja Emilia llevaba un impecable traje negro. Su cara desencajada mostraba perplejidad: no tendría ya de quién quejarse. Si bien la anciana no parecía demasiado triste, sí se notaba en su rostro una intranquilidad agobiante.

“Parece que fue un infarto”, dijo Sara a una señora rechoncha que preguntaba sin pudor por las causas de la muerte. “No sufrió demasiado, supongo”, terminó de decirle Sara.

Ricardo, todavía más pálido que la vez anterior, contempló el funeral desde la parte de atrás. No escuchó el sermón del padre y apenas pudo mantenerse en pie la hora que duró la ceremonia. Una vez terminada, salió en su carro y, sin saludar a su madre, volvió a la ciudad a terminar unos asuntos de trabajo. Al terminar la misa, los presentes salieron a la plaza y se esparcieron por las adoquinadas calles del pueblo. Un silencio imperturbable se apoderó del municipio y, antes de anochecer, el cielo se llenó de nubes que lloraron, junto con Sara, la muerte del viejo Aníbal.

Semanas más tarde, Emilia repetía sus quehaceres como de costumbre. Cocinaba un sancocho y gozaba de uno de sus momentos de mayor lucidez. Vestía de negro y su cabello blanco contrastaba con su vestido. Sara, sentada en un sofá, la miraba con el rabillo del ojo como para vigilar sus actos. “Vení, a almorzar”, dijo la madre. Mientras el sancocho humeaba en el cucharón, la anciana pronunció una frase que todavía retumba en aquellas montañas: “Hace falta ese viejo”.

Miguel Osorio Montoya
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