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Lo que le toca al cordero

sábado 6 de octubre de 2018
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La tarde de noviembre promete ser perfecta. El viento sopla fuerte y el cielo está encapotado: se avecina una tormenta tropical. Estoy sentado en la computadora, en calzoncillos, empezando a escribir un cuento que desde hace tiempo me ronda la cabeza. De ese cuento postergado tengo nada más una imagen: una mujer hermosa a la que le falta una mano.

Empieza a llover. Nuestro departamento tiene ventanas en tres de sus cuatro lados. Hoy, el viento sopla desde el sur y se pueden dejar abiertas todas las ventanas sin que la lluvia se meta en la casa. Circula una corriente fresca. Algo así configura mi idea de felicidad por estos días: una tarde de lluvia encerrado en casa, escribiendo.

Me doy cuenta de que estoy atrapado en el edificio sin luz y que el vecino está atrapado afuera, en la intemperie, bajo la lluvia.

Mi mujer llama del trabajo. Dice que está aburrida. Trabaja de vendedora en una tienda de vinos y los días de lluvia casi no hay clientes. Charlo un poco y le digo que, si para de llover, iré a buscarla al trabajo.

Vuelvo a escribir. Apenas consigo un par de párrafos cuando se corta la luz.

Me sobrepongo al mal humor. Me pondré el impermeable. Agarraré la computadora portátil, iré a algún café del centro y seguiré escribiendo.

Salgo del departamento, bajo las escaleras. Casi llegando a la puerta del edificio veo a un vecino en la vereda que se dispone a entrar. Pasa la llave electrónica por el lector (hace poco, el administrador del edificio cambió la cerradura tradicional por una cerradura electrónica que, según él, es mucho más segura). La cerradura electrónica chilla piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii y el vecino empuja la puerta, pero la puerta no abre. Paso mi propia llave electrónica por el lector por si acaso fuera la llave del vecino la que no funciona: el piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii no se detiene, la cerradura permanece cerrada. Me doy cuenta de que estoy atrapado en el edificio sin luz y que el vecino está atrapado afuera, en la intemperie, bajo la lluvia.

Llamo a la cerrajería que nos cobra un costo mensual por el servicio de mantenimiento de la cerradura electrónica. El hombre que atiende dice que el muchacho del servicio técnico vendrá en quince minutos. Pasa media hora. La gente se ha ido amontonando a ambos lados de la puerta. Una vecina que quedó adentro dice que es claustrofóbica, que si no consigue salir le va a empezar a faltar el aire. Afuera, ahora, cae granizo. Graniza como nunca vi en mi vida: la calle queda blanca, cubierta de trocitos de hielo. Saco una foto con el celular. Cuarenta y cinco minutos después de la primera llamada vuelvo a llamar al cerrajero. Le digo que llamé hace cuarenta y cinco minutos y que hay gente esperando a entrar y que ni siquiera pudimos cubrir los autos para protegerlos del granizo (la tercera persona del plural es mentirosa, porque yo no tengo auto). El tema de los autos, ya sea porque es fierrero o porque teme una demanda por daños y perjuicios, parece conmoverlo: dice que el service llegará en diez minutos y a los diez minutos, efectivamente, el chico del servicio técnico está en la puerta.

Pregunta, desde el otro lado de la puerta, si hay una entrada alternativa al edificio.

—No hay —contesto.

—¿No hay una entrada alternativa?

—No.

—Para solucionar el problema tengo que estar del lado de adentro —dice.

Miro asombrado a un vecino, buscando en él complicidad o indignación, pero no encuentro nada. Una mirada vacía.

Tengo un sentimiento volcánico dentro de mí. Un sentimiento volcánico es un sentimiento que empieza de pronto y escala poco a poco: temblor de tierra, humo, brote de magma. Si la presión aumenta, puede terminar con un vómito de lava.

Pienso que no todos los edificios tienen dos entradas. Pienso también que una cerradura que se traba, sea eléctrica o mecánica, no puede exigir que el cerrajero esté del lado de adentro para arreglarla. Ninguna cerradura bien diseñada puede tener una preferencia de lado respecto al cerrajero. La idea de cerradura encierra una condición necesaria de simetría. Una cerradura que el cerrajero sólo puede abrir desde adentro implica que es el propio cerrajero el que debería haber quedado encerrado en el edificio, y esa es una situación improbable porque el cerrajero no vive en nuestro edificio.

Le digo que por eso estamos como estamos en nuestro país. Que somos como corderos. Ella me dice que a la gente le cuesta confrontar.

Vuelvo al departamento, dejo la computadora, busco una barreta para forzar la puerta, intento e intento pero no hay caso, no cede. El cerrajero nos da instrucciones. Nos pide a los que estamos del lado de adentro que le digamos a dónde van los cables que salen de la cerradura eléctrica. Los cables, le decimos, desaparecen en el borde del cielo raso. Nos pide entonces que busquemos una caja blanca de unos veinte centímetros en algún lugar del edificio. ¿Dónde? No sabe exactamente dónde. ¿No debería saber dónde? ¿No debería la cerrajería disponer de un mapa o de un registro indicando dónde está la caja que tenemos que buscar para solucionar el problema? Así que los vecinos que estamos adentro emprendemos una especie de búsqueda del tesoro alumbrados por la linterna de nuestros celulares. Quisiera que alguno de estos compañeros circunstanciales de búsqueda dijera algo. Que se quejara por lo absurdo de la situación. Que puteara entre dientes. Pero nada. La ausencia de ecos de indignación me desmoraliza. Buscan, mansos, la bendita caja blanca hasta que uno de ellos la encuentra en el sótano. El cerrajero nos describe entonces, siempre desde el otro lado de la puerta, cómo anular el sistema. Abro la tapa y desconecto el positivo de la batería y la cerradura cede y todos los que estábamos atrapados adentro podemos salir y los que estaban confinados afuera, incluido el cerrajero, pueden entrar. La tormenta pasó. La vecina claustrofóbica respira profundo en la vereda. Hay autos con marcas de granizo en el capó. El cerrajero revisa la caja blanca e informa que volverá en veinte minutos a terminar de solucionar el problema. Que hasta tanto, la puerta de calle quedará abierta.

Nadie dice nada. Ni los vecinos que habían quedado fuera, ni los que habían quedado dentro. El cerrajero intenta irse. Le digo que pare y pregunto por qué pasó lo que acaba de pasar. ¿Por qué no funciona la cerradura?

—Se quedó sin batería —contesta —. Las baterías duran, a lo sumo, un año y medio.

Le señalo que es la cerrajería la que, entonces, debe cambiar la batería con una frecuencia mayor a un año y medio. Porque nos cobran mensualmente por ese servicio. Admite que es cierto. Pero que él trabaja hace ya dos años en el servicio de mantenimiento y nunca había venido a nuestro edificio.

Me pregunto si entiende que está admitiendo su responsabilidad.

Se va, dejando la puerta sin seguridad de ningún tipo. Cualquiera podría entrar al edificio. No hay luz en la manzana, la calle es una boca de lobo.

Como a todo esto ya casi se hizo la hora a la que mi mujer sale del trabajo, voy a buscarla y la invito a cenar afuera.

Le cuento lo que pasó. Que los vecinos ni se quejaron con el chico de la cerrajería. Le digo que por eso estamos como estamos en nuestro país. Que somos como corderos. Ella me dice que a la gente le cuesta confrontar. Me dice que piense en el vecino del caniche.

El vecino del caniche es un viejo que vive a mitad de cuadra (dos casas más allá de nuestro edificio) y que tiene un caniche. Por las mañanas y por las noches saca a pasear al perro. Lo trae hasta nuestra vereda y espera, paciente, a que el perro cague. Jamás junta los excrementos. Noche tras noche, los negros excrementos del caniche ensuciando nuestra vereda. Le digo a mi mujer que la próxima vez que vea al viejo con el perro en nuestra vereda le voy a decir que si no junta los negros excrementos me voy a calzar los guantes y voy a agarrar los excrementos y voy a escribir con ellos en la puerta de entrada de su casa.

Me digo que esta noche no seré el cordero. Persigo al hípster. Mi mujer me llama por mi nombre y me dice que lo deje, que no tiene importancia.

Llegamos al restaurante. Elegimos uno de comida mexicana. La recepcionista nos está anotando en la lista de espera cuando escucho que mi mujer se queja y le exige a alguien que le pida disculpas. Veo a un hombre joven con un bolso alejándose. Le pregunto a mi mujer qué paso. Me dice que el hombre la chocó y no le pidió disculpas.

Probablemente sean el corte de luz, la tarde truncada, el granizo, la cerradura, el caniche. Tal vez ayude el hecho de que mi mujer mide un metro cincuenta o de que el hombre que la empujó lleva un bolso en bandolera y se viste como hípster. Mi clase social, mi origen, inscriptos en mí como el código genético, insoslayables, toman el control. Sí, quizá sea sólo una cuestión de clase. De persona que vive en un edificio sin ascensor, olvidado por la cerrajería que cobra, mensualmente, su cuota de mantenimiento.

Me digo que esta noche no seré el cordero. Persigo al hípster. Mi mujer me llama por mi nombre y me dice que lo deje, que no tiene importancia. Yo ya estoy más allá de los pedidos de mi mujer. Le grito al hombre que pare. Le digo que qué se cree, empujando a una mujer sin pedir disculpas. Se da vuelta y dice, con voz bajita, que sí pidió disculpas. Que mi mujer no lo escuchó. No debe tener ni treinta años. Su bolso en bandolera, su camisa a cuadros, los anteojos de marco grueso, a la moda, la barba prolijísima. Le ofrezco el hombro y le digo que me empuje a mí. Que es fácil con una mujer de un metro cincuenta. Insiste en que pidió disculpas. Le digo que ella no lo escuchó, que le gritó que pidiera disculpas y él siguió caminando como si nada. Levanta una mano y me pide que dejemos las cosas así.

Su mano levantada.

Le preguntó qué se piensa que está haciendo. Le digo que tenga cuidado. Que baje la mano. Que no tiene idea de lo caliente que estoy.

Baja la mano. Insiste en que lo dejemos ahí.

Le pregunto si se cree cool, sin darse vuelta a pedirle disculpas a una mujer.

Le pregunto si se cree mejor que yo.

Contesta que no se cree mejor que nadie.

La noche está fría. Hay algo en el aire, algo como justo antes de que empiece a nevar. Una tensión que no puede sostenerse. Hay, también, una oportunidad de arrojar una señal al mundo.

Alan Talevi
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