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Los avestruces

martes 15 de enero de 2019
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Parecía que estaban unidos por una sustancia pegajosa que los obligaba a gravitar muy cerca el uno del otro, como aquella vez que se cruzaron en tantas ocasiones en un mismo día que decidieron sentarse juntos en el último asiento del autobús, y presentarse. Ella se inventó un nombre, él simplemente le dio la mano. “Vaya, tienes el nombre de una persona que admiro”, le dijo. Y a ella no le importó saber cómo se llamaba aquel sujeto que comenzó a ser parte de su vida. Sólo que se subía en el autobús casi siempre dos paradas después de ella y que la casualidad los hacía encontrarse a las cuatro de la tarde en la avenida Río de Janeiro. A las seis en la plaza Páez. A veces a las ocho y treinta frente al cine Trasnocho. Y siguieron el ritmo para seguirse encontrando, sin dar más señales que las necesarias para no tener que dar explicaciones.

La verdad es que estaban hartos de sus vidas. De la realidad cayéndose a pedazos.

Inventaron oportunidades para subir al Ávila sin la compañía de sus amigos. Se perdieron en callejones que antes ni sabían que existían. Exploraron rutas, parques, veredas, flores y fuentes, puertas, sonidos, sabores y otras verdades ocultas a quienes sólo pasan sin pestañear. Su misteriosa anonimidad los excitaba. Al encontrarse, sus cerebros estaban tan al unísono que casi podían escuchar las vibraciones del otro. El mundo estaba tan descompuesto que preferían vivir esa fantasía de verse en la calle sin descubrir sus identidades y sólo discurrir hablando de libros, películas y —sobre todo— falacias, cosas imposibles en aquel país descalabrado.

La verdad es que estaban hartos de sus vidas. De la realidad cayéndose a pedazos. La densidad de su inconformidad les impidió ver que los atraía más que el deseo y el amor por las ideas. Y quizás en su pensamiento conectado intuyeron que indagar en la miseria del otro los haría perder esa emoción que les movía las vísceras cada vez que el autobús se paraba en esos lugares y horas que pronto al menos dejaron pendientes para la próxima. Entonces, si se veían a destiempo, se ignoraban para no perder la magia. Un día él casi intervino cuando un sujeto se le acercó a Oriana con demasiada lujuria. Pero la mirada de ella le dijo que esos asuntos los podía resolver con un paraguazo.

 

Se bajaban en cualquier parte de la ciudad y trataban de hacerse ajenos a lo que les rodeaba, mientras intentaban pintar la realidad con palabras e imágenes que encontraban sólo dentro de sus cabezas. También exploraban esos temas donde sus horizontes llegaban a tocarse. “Oriana Fallaci, la periodista italiana, dijo que la diferencia entre la derecha y la izquierda no existía más, y que son una única tropa que combate contra sí misma”, afirmaba ella. Y él continuaba la idea, “hay una tenue y delicada membrana que divide al ser humano de su propia bestialidad y, aun en las sociedades más sofisticadas y avanzadas científicamente, esa permeabilidad provoca inmensas tragedias que algunos pretenden esconder bajo el lente de la lógica”, quedándose pensativo.

Poco a poco comenzaron a darse cuenta de que su alrededor se había vuelto un aquelarre.

Ese día entendió que ella no le había dicho su verdadero nombre y por qué a veces lo llamaba Alekos, como el triste amor de la Fallaci. Pero también llegó a la conclusión de que no le importaba saber su nombre. De lo que sí tuvo absoluta certeza era de que deseaba escrutarla hasta sus más recónditos secretos y auscultar desde adentro el latido de su corazón, y ella sólo tomó su mano y fueron hasta donde su intuición les dijo que era posible que su aliento se confundiera y que el mundo se callara a su alrededor y el tiempo se doblara por un instante, mientras sus ojos se volteaban a ver el otro lado del universo que sólo reside en el interior de sus párpados.

Al día siguiente, el país estalló otra vez en llamas. Como era habitual, la ciudad rompía su caos y era imposible calcular la rítmica fluidez de las máquinas rodantes. El reloj automotor se había alterado y así siguió por semanas y meses. Las subidas y bajadas, la búsqueda entre asientos y paradas, se volvió tan desgarradora como las imágenes y las vidas que se destruían alrededor. Para ellos, nada de eso importaba. Se habían convertido en avestruces. Ni los muertos que conseguían a su paso les hacían pensar que en un sitio como ese no había lugar para ellos, pero se seguían buscando aunque cada día era más difícil seguir caminando entre la gente sin oler la sangre e ignorar el dolor.

 

Pero el efecto narcótico fue cediendo a la normalidad. Al desconectarse tan súbitamente después de romper el telón de su utopía, poco a poco comenzaron a darse cuenta de que su alrededor se había vuelto un aquelarre. No es que fuese algo nuevo. Hacía tiempo que estaba así, pero la rapiña había abierto un agujero tan grande que se hacía muy difícil seguir ignorándolo. Sólo pensar que podían llegar a encontrarse los hacía seguir adelante, sin saber que a veces estaban a segundos de volverse a ver. Hasta que un día, cada uno tomó la decisión muy a pesar del otro. Y aunque estuvieron a punto de cruzarse en una avenida, en una cola de mercado, en el interior de un ministerio, sellando el título, esperando la visa, algo había alterado su mecanismo de encuentro.

Prometieron encontrarse de nuevo, seguirse el rastro sin tener que sentarse al final del autobús. Pero ya era tarde.

Aquel día de junio sería la última oportunidad para intentar verlo. Ella tenía la maleta hecha. Había regalado su colección de libros. El perro no, imposible dejarlo. No quería dejar tampoco aquel amor inconcluso. Siguió el rastro de su intuición y se subió al autobús. Anduvo todo el día, varias veces por la misma ruta. Cuando estaba a punto de bajarse porque había salido sin desayunar, un vendedor ambulante le puso en la mano una barra de chocolate. En el último asiento del autobús dejó que el cacao repusiera su carga calórica y decidió esperar una vuelta más a aquella ciudad que ya no sería más la suya.

Él, por su parte, también había decidido irse, pero había algo que lo seguía atando a esas calles que se habían vuelto tan inhabitables. Cerró los ojos y pensó en Oriana, la verdadera. La imaginó esperando a Alekos aunque sabía que su destino ya estaba marcado por la fatalidad. Así logró llenarse de un valor que no sabía que tuviera. Caminó por la ciudad sin meter la cabeza debajo de la tierra como llevaba tantos años haciéndolo. Descubrió otros seres, otra versión de país. Se dio cuenta de todo lo que habían cambiado las caras que antes se cruzaban en su ruta habitual.

 

A un cuarto para las seis, él se subió al autobús de costumbre como si siempre hubiese sabido que ella iba a estar allí, en el asiento de atrás. Su rostro era esencialmente el mismo, pero intuyó que el tiempo se estaba evaporando porque al tomar sus manos estaban frías y sudorosas. Ella lo miró sin levantarse, y estiró los minutos para estar segura de que era realmente él. Detalló su pecho, sus brazos quemados por esperar demasiado tiempo bajo el sol. También por un instante su mirada se detuvo en su entrepierna, y al acercarse al rostro pudo ver su vena cava latiendo con demasiada impaciencia contra el cuello, que parecía más escurrido. Por primera vez, ella le dijo su verdadero nombre y, sin importar dónde estaban, se bajaron en la primera parada.

La última vez que se vieron hicieron el amor tantas veces como pudieron. Prometieron encontrarse de nuevo, seguirse el rastro sin tener que sentarse al final del autobús. Pero ya era tarde. El mecanismo de separación había sido puesto en marcha. Seguirían el destino de quienes emigran. El tiempo dispuesto se llevó los sabores y los ardores en un por siempre jamás.

Alicia Monsalve
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