A la atención de Acrisio, rey de Argos
Lunes, 3 de abril.
Tiempos heroicos.
Muy señor mío.
Por la presente, me es muy grato comunicarle que su hija, la princesa Dánae, espléndida como una perla, se encuentra en estado de buena esperanza. Cómo ha ocurrido, estando ella encerrada en una torre de bronce al cuidado de una anciana virtuosa —y por más señas, sorda como una tapia—, es algo que aedos y escultores de los siglos venideros se encargarán de resolver al calor de sus fantasías. Hasta entonces, y dada la delicada naturaleza del asunto, le ruego encarecidamente la mayor discreción, que no hable usted con nadie y, sobre todo, que no se entere Hera, mi mujer, la Comedora de Cabras, o lo que ocurrió en Troya será un mal chiste de pastores comparado con su furia.
Agradeciendo de antemano su discreción, queda de usted, señor, su seguro servidor y futuro yerno,
Zeus Olímpico,
Padre de los Dioses, de los Hombres,
Recolector de las Nubes, etc., etc.
All Saints’ Day Prison Blues
Dicen que los viejos rockeros nunca mueren, pero tú, colega, te pasaste de la raya. Abres los ojos despacio, como si despertaras de un sueño muy profundo, y te descubres flotando en medio de la nada. A tu alrededor, cúmulos de nubes blancas, rosadas, algodonosas, iridiscentes, entre las que se filtran los rayos del sol. El espectáculo es más empalagoso que una canción de El mago de Oz —la película, no la banda de folk metal. Tienes que reconocerlo. Dada la vida que has llevado, esperabas algo, digamos, más caluroso.
Una especie de Papá Noel vestido de romano aparece dando voces a lo lejos.
—¡Vamos, corre! —grita, batiendo compulsivamente unas alitas diminutas, gordo como un abejorro.
Se acerca a ti sin resuello, y sudoroso, sin acabar de recobrar el aliento, te explica que hay una baja de última hora. A Elvis acaban de nombrarlo ángel de la guarda, lo han enviado a Happyland, Oklahoma, vía correo aéreo, y queda una plaza libre en el coro de la banda.
—¿Pero es que no me oyes? —te coge de la manga—. Al señor Johnny Cash no le gusta esperar demasiado.
¿Johnny Cash?, ¿has oído bien? Te relames de gusto sólo de pensar en un dueto de guitarras con el hombre de negro, el gran John Ray Cash, el cowboy del country y del rock’n’roll que con esa voz suya, áspera y triste, interpretó algunas de las mejores canciones que has escuchado nunca, canciones amargas como un trago de ginebra, baladas fronterizas sobre la soledad, la redención y el pecado, reales y duras como un puñetazo en la boca del estómago.
I hear the train a comin’,
it’s rollin’ ‘round the bend;
and I ain’t seen the sunshine
since… I don’t know when.
Empiezas a silbar aquella vieja canción que tanto te gustaba, el blues de la prisión de Folsom. Recuerdas la carátula del álbum, gastada de tanto manosearla, y el disco lleno de rayas de ponerlo y quitarlo y volver a ponerlo, hecho polvo por ambas caras. La música de Johnny Cash y el interior de la caravana donde vivías, oscuro y frío como una madriguera y cubierto de polvo, colillas, recibos sin pagar, montones de ropa sucia, la raqueta rota que encontraste en una acequia junto a la fábrica abandonada, y con la que fingías tocar la guitarra; eso y el olor a humedad, a humo de tabaco rancio, son tus recuerdos de cuando eras crío, antes de que le dijeras a tu vieja: “Me abro”, al cumplir los trece años.
—Esto, mira… abuelo. No sé si será por estar más tieso que la mojama, por el jet lag o puede que sea por lo de anoche, ¿eh?, ya sabes… El caso es que ando pelín seco. Bueno, seco de la hostia… con perdón. Si tuvieras una birrita por ahí —carraspeando—, a ser posible una birrita fresca… ¡ejm!, o dos.
—¡Ay, hijo! Todos decís lo mismo. Pero es que aquí no se bebe más que agua bendita, y para Navidad y las fiestas de guardar, un dedito de tónica Schweppes.
¿Agua bendita?, ¿un dedito de tónica… qué? ¡Vamos, tío!, ¿en serio?
Observas el lecho de nubes que se desliza a tus pies a toda prisa, mientras Papá Noel te arrastra en volandas cogido de la oreja; no sabes muy bien hacia dónde, y no tienes cuerpo para preguntárselo. Ya te ves con un jersey rojo de pico y una sonrisa de circunstancias haciéndole los coros a Los Sabandeños. “Desde luego, si esto no es el infierno —te dices, llevándote una mano a la boca, a punto de vomitar—, se le parece un huevo”.
Champú de huevo
Como un hilo o aguja que casi no se siente…
Leopoldo María Panero
La farmacia apareció como caída del cielo.
—¡Buf, ahí está! —se dijo, dando un suspiro—, ¡c-cojonudo!
Era tarde, cerca de la madrugada. Eloy sintió que se mareaba y se agarró a una farola, perdido como un náufrago en mitad de la nada. Había deambulado sin rumbo fijo por las calles sin luz de Malasaña, tropezando con los bordillos, volcando en un ataque de rabia los cubos de basura, resbalando en el asfalto mojado de lluvia. Se frotó la nariz —la moquita se le escurría hasta la boca— y trató de encender un cigarrillo, pero no pudo; las manos le temblaban demasiado. Un escalofrío le hizo arrebujarse en la chupa de cuero, en un abrazo sintético que no le dio calor. Eloy no estaba bien. Tenía ganas de llorar y el corazón se le iba a escapar por la garganta. No estaba bien desde hacía mucho tiempo, desde que lo había dejado con Marta.
Dio un par de pasos de borracho, tres, cuatro. Cruzó la calle con el semáforo en rojo, quizá hasta le pitara una moto. “¡Ande vas, atontao!”. A Eloy le hubiera gustado coger un autocar y volver a casa, a Pasaia, donde las calles olían a madera podrida y pescado; oír los chillidos de las gaviotas balanceándose en la brisa y ver otra vez a su hermano, cruzando en trainera la ría de Oyarzun, antes de que los grises lo condenaran de un mal porrazo a una vida en silla de ruedas. Le hubiera encantado dejar aquel sumidero de sueños y mentiras y cristales rotos, pero se subió el cuello de la chaqueta y entró en la farmacia.
La farmacéutica, una cincuentona con cara de atención, cuidado con el perro, gafas de pasta, rubia de bote, con un cigarrillo sin filtro colgando del labio, lo miró avanzar como si le estuviera perdonando la vida a cada paso. Eloy no dijo nada, ya estaba acostumbrado; con los carcas siempre pasaba lo mismo. Sólo veían las crestas y las gorras de plato, los collares de tachuelas y las muñequeras, los imperdibles en las orejas y las camisetas rotas; el resto se la traía al pairo.
¿Y qué era el resto? El resto era la ilusión y el desvarío nada más pisar la capital de los Austrias, en la que ya empezaba a fraguarse un mundo distinto, bisoño, un poco circense, y los días se convertían en noches perpetuas abrazado al abismo de un vaso en los antros de moda —Pentagrama, Rock-Ola, La Vía Láctea—, o leyendo en un rincón a la luz de los fluorescentes los versos lisérgicos de Allen Ginsberg o la dramaturgia directamente psicótica de Antonin Artaud. El resto eran Kaka de Lux y las Vulpes, Radio Futura, Glutamato Ye-Yé y los Pegamoides. Almodóvar y MacNamara retocándose el cardado en los baños de señora, y el salto al vacío desde la punta de una jeringuilla en un cuartucho minúsculo, cargado de humo, mientras Marta le mete la mano sinuosa y alegre por los pantalones y le canturrea al oído Champú de huevo, el último nº 1 de Tino Casal.
—¿Qué quieres? —le suelta la farmacéutica, tamborileando en el mostrador con unos dedos gordos, llenos de anillos.
Eloy se sobresalta.
—D-dexedrina, una caja… no, to-todas, ¡las que haya! —responde, bajando sin querer la mirada.
Y saca del bolsillo y abre con un chasquido metálico una navaja de mariposa.
—Y toda la pasta, ¡vamos!, ¡me cagüen la ost…! —exclama de repente, agitando la navaja frente a la nariz de la farmacéutica como un don Quijote borracho.
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