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El testigo

sábado 4 de mayo de 2019
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Mi memoria funciona como una sucesión de recuerdos interconectados, tejidos en redes, unos con otros, de forma que si algo evoca uno, se activan varios simultáneamente. Suena a algo que puede tomarme horas, evocar, pero en realidad sucede en unos pocos segundos.

Era la época dorada del Messenger de Windows cuando escuché un estallido fuera de la ventana. Conversaba con mi novia de entonces, teníamos cámaras pero no micrófonos, así que teníamos que escribirnos. Era media mañana. Pasadas las 10, tal vez.

¿Acababa yo de ser testigo de un asesinato? Seguí asomado por la ventana por un período que se sintió demasiado largo.

El estallido me produjo un sobresalto; al principio me pareció un disparo, pero después pensé que podía ser el tubo de escape de una moto, por lo que me asomé por la ventana buscando la fuente del sonido y allí estaba: un hombre en una moto detenido con un pie en el piso en la entrada de un estacionamiento residencial compartido. Parecía estar encendiéndola, pero luego noté que esperaba a alguien que iba en dirección suya porque miró hacia atrás como en un ademán implícito.

El segundo hombre se dirigía hacia la moto sin prisa, ni siquiera por el hecho —que noté— de que sostenía una pistola en la mano izquierda apuntando hacia abajo. Fue entonces cuando el tiempo se volvió muy lento: el hombre de la moto comenzó a encenderla y el hombre del arma la guardó en su cintura. Usaba shorts color beis y franela negra. El otro jeans y una franelilla blanca percudida. El hombre del arma se subió a la moto y el conductor levantó el pie del piso y la moto comenzó a andar. Se dirigían en dirección sur. El primero era blanco y el segundo moreno. Ambos delgados, pelo negro, corto, sin barba.

¿Acababa yo de ser testigo de un asesinato? Seguí asomado por la ventana por un período que se sintió demasiado largo. Recordé a un hombre tendido en el piso en el centro de la ciudad cuando tenía unos ocho años: fue el primer hombre asesinado que vi en mi vida, un disparo en la cabeza por intentar robar a un árabe (según comentarios de los otros mirones). Recordé el disparo que rozó el brazo a una señora que cargaba un bebé que estaba dirigido a alguien que hacía uso de la misma parada, y que también yo usaría, pero un retraso de cinco minutos evitó mi presencia allí. Recordé la mano temblorosa que empuñaba el arma que me apuntaba directo en la sien para que le entregara mi celular. Recordé a un hombre en un autobús gritando que le dolía mucho: le habían disparado en el abdomen para robarlo y, mientras el chofer nos llevaba a toda velocidad a dejarlo en un sitio donde lo pudiesen atender, el hombre gritaba “NO ME DEJEN MORIR”. Todos conectados cronológicamente, cosidos por la trayectoria de la misma bala. Y yo, el testigo omnipresente.

Las personas de las casas vecinas empezaron a asomarse lentamente, corriendo las cortinas con cautela, abriendo sus puertas y rejas, las cárceles que habitan para su sensación de seguridad. Me regresé a mi silla frente a la computadora y en la conversación de Messenger leo un “¿Qué pasó?”, “Hey”, “Te han enviado un zumbido”.

A todas estas yo quería seguir pensando que era el sonido de la moto. Pero en seguida el grito de una mujer entró violentamente por la ventana.

Carlos Quevedo Arteaga
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