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Un niño semidesnudo en el suelo

martes 14 de mayo de 2019
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…fuertemente, a sangre y fuego, se graban mis imágenes,
sin sonidos, sin colores, ni siquiera lo blanco.

Alejandra Pizarnik, Extracción de la piedra de locura

El telón de mi infancia se levantó un día en el baño de varones de la escuela… Pero antes quiero aclarar ciertas circunstancias sin las cuales esta historia resultaría oscura:

¡Los juegos que nos montábamos en aquel sitio! Recuerdo específicamente aquel día cuando estábamos jugando a la cebollita.

Basta con querer recordar mi pasado para empezar a escuchar de inmediato la voz de mi madre repitiendo todos los días y a cada momento que no podíamos seguir viviendo en aquella casa, pues estaba harta de la pobreza, de aquel estado lastimero y de hacinamiento del que parecía no saldríamos jamás. Mi padre, en respuesta, alzaba la voz y preguntaba qué tenía de malo continuar ahí unos años más mientras se ahorraba para dar el enganche en un complejo habitacional moderno. Yo, ignorante de lo que implicaba una mudanza, pero ávido en soñar y compararme con lo que otros niños tenían, apoyaba firmemente el argumento de mi madre porque había visto algunas casas en revistas de urbanización e imaginaba mi infancia jugando en sus jardines: eran planicies amplísimas con mucha grama y flores. Yo jamás había jugado sobre la grama y nunca había tenido un jardín. Aquello me era sensacional. Y ni hablar de los cuartos: espacios personales con muebles, cielo raso, cerámica, bañera… todo aquello que tampoco había tenido hasta entonces. Mi realidad era una cama de madera antiquísima —que según mi madre adquirió con su primer pago de la juventud— en donde dormí con mi hermana hasta los once años, un palo de escoba atado con dos cabuyas y sostenido en el aire transversalmente para poner la mejor ropa que teníamos —porque la peor la guardábamos en salveques ordinarios—, y una caja de cartón en donde lanzábamos los zapatos. Todo aquello en un espacio muy reducido.

Las habituales discusiones sobre cuándo era mejor comprar una casa demoraron más de un año. En ese tiempo estaba cursando el quinto grado de la primaria en una escuela pública de mi distrito. Le llamábamos “La Pablo” pero su verdadero nombre era Escuela Pública Pablo VI. Se trataba de una pequeña edificación compuesta por seis aulas, cada una reunida en grupos de tres. Lo que dejaba como resultado dos grupos ubicados de frente uno con otro, y un único pabellón en medio. ¡Los juegos que nos montábamos en aquel sitio! Recuerdo específicamente aquel día cuando estábamos jugando a la cebollita: la mecánica consistía en ubicar a un niño sujetando el tronco de un árbol y detrás de él otro niño sujetándolo por la cintura, y así sucesivamente hasta formar una cadena que halaba al primer niño y trataba de soltarlo. En esa ocasión una de las niñas que tiraba de último con impresionante fuerza —porque me halaba a mí— no resistió más y cayó de espaldas golpeando su cabeza contra el suelo y partiéndosela. Estuvo desmayada mientras la sangre salía y formaba un charco. Todos gritábamos y pedíamos ayuda. Pero nadie atendía. ¿Quién hace caso del barullo que forman los niños en el recreo? Pasó allí quizá diez minutos hasta que fuimos en busca de una maestra. La trasladaron a un hospital pero al colegio no volvió más. La directora nos dijo que sus padres la habían sacado del colegio. Sin embargo sabemos que esa no fue la razón: se había muerto. O al menos eso manejábamos todos en los días posteriores con una mezcla de misterio e incredulidad.

A partir de este suceso los juegos en el pabellón se prohibieron. En consecuencia, quien se encontrara jugando y fuera descubierto por alguna maestra o supervisor, estaría expulsado sin derecho a reclamos. Es un hecho que aquello no aplacaría la furia interna que mueve los escuálidos esqueletos infantiles, así que trasladamos nuestros juegos hasta un espacio vacío que se encontraba contiguo a los sanitarios y desde donde no esperábamos ser interrumpidos con regularidad. Estuvimos con plácida calma durante seis meses. Tiempo en el cual no sólo resumíamos todas las actividades al juego absoluto, sino también a conocernos y establecer nexos. Fuimos formando una especie de coalición, una sociedad párvula que se alimentaba de sentimientos como la envidia y otros tantos a los que no podíamos dar nombres, pero que nos conducían y moldeaban los intereses. Fue esa la razón por la cual, mientras todos establecían amistades, noviazgos o enemistades, yo me resumía a mantener un mutismo selectivo. Decidía los momentos en los que era necesario hablar, a quiénes quería hablarles o a quiénes simplemente ignoraba. Desde luego muchos compañeros se acercaban, mostraban sus intenciones, sus ideas del mundo, pero no conseguían nada de mi parte. Esta imposible comunicación me otorgó el calificativo de rarito, el que después descendió a “el delicado” y por último a “el maricón”. Pero esto no me importaba demasiado. No hasta que apareció en nuestras vidas, en mi vida, aquel niño llamado Noé.

Noé entró a nuestra escuela a mediados de año. En la creciente sociedad infantil que formábamos —y en la cual yo sólo era receptor y jamás emisor— vino a ocupar los primeros lugares. Esto le dio potestad de realizar cambios significativos: como eliminar ciertos juegos e imponer los que él traía de su antigua escuela, avivar diferencias y promover peleas después de clases, colocar muchos sobrenombres y motivar una rebeldía colectiva. En las reuniones los temas pasaron de animes y videojuegos a relatos de experiencias sexuales autónomas o interpersonales. Los juegos se tornaron una constante afirmación de masculinidad: donde exponer tus habilidades como un niño-machito era la esencia, y demostrar cuán agresivo podías ser te dotaba de nuevas consideraciones, alianzas y derechos. Por eso cada quien se esforzaba en dar su mejor aporte en aquellas circunstancias. Cada una era una oportunidad para ascender en la sociedad.

Aunque he dicho que jamás participaba tan activamente como los demás, el hecho de estar allí, de saberme incluido hasta que Noé apareció, aunque no aportaba nada en el grupo, ya había constituido en mí una normalidad. Por eso me afectó tanto ser retirado. Ser esta vez a quien ignoraban y no el que ignoraba. Y si todo aquello hubiera quedado allí: en la expulsión del círculo, en la ignominia, el anonimato ahora impuesto, yo no hubiera sufrido en las escalas en que lo hice.

En una de las constantes reuniones sucedió uno de los golpes que desencadenó toda la sarta de desgracias en la que se convirtió mi año escolar. Nos habíamos movido hasta el espacio de los sanitarios durante el tiempo muerto que había dejado la ausencia de un docente. Nos sentamos en el suelo, unos pegados con los otros, y esperamos como siempre que Noé hablara.

La botella giró y giró cada vez con menos fuerza hasta que se detuvo. Miramos con sorpresa la dirección exacta: le había caído el reto a Azucena.

—¿Qué onda, gardeles? Miren, ahorita que tenemos tiempo, les quiero hablar de un nuevo juego. Ya saben que el que no quiera se va a la verga. Aquí no queremos cagados, ¿sí o no?, y el que no vaya a jugar que se vaya también. El juego se llama “La botellita”. Es fácil, así como estamos en el suelo, ponemos una botella en el centro y le damos vuelta. En donde la botella se pare, a ese le cae un reto… y si no lo cumple le cae la zopilotera entre todos.

—¡O le damos diez quemones en el brazo, bien pegados! —dijo un niño al que le decían “La Mona”.

—Diez quemones por cada uno… así que ya saben, mejor se van si no quieren entrarle al juego. ¿Jugamos o no?

Todos asintieron y levantaron la voz para vociferar yo sí, yo sí, yo también, dale pues, juguemos, aunque algunos se miraban los rostros con cierto temor. La botella giró y giró cada vez con menos fuerza hasta que se detuvo. Miramos con sorpresa la dirección exacta: le había caído el reto a Azucena. Ella nos observó y su rostro reflejaba terror.

—¿A mí? ¿Me tocó a mí? ¡No puede ser!

—Te pondremos un reto fácil porque sos mujer —dijo Noé, y se reunió con todos nosotros para dilucidar qué sería aquello.

Algunos compañeros optaron rápidamente por pedir que la prueba consistiera en darle un beso al chico que más le gustara, otros dijeron que debía mostrarnos el corpiño con encajes color rosa que se entreveía por lo mullido de la camisa blanca del colegio. Noé por su parte no dijo nada, mandó a la calma y nos retiró otra vez a formar el círculo. Estando así exclamó:

—¡Ya tenemos tu reto! Todos sabemos que siempre te la pasás viendo el bulto de los varones y no digás que no, ni pongás esa cara que todos te hemos visto… entonces… ya que te gusta ver, ahora te reto a que toqués mi bulto. Yo he notado que de todos los chavalos el mío te enloquece más. Cuando hacemos deporte y estoy en pantaloncillos te quedás ida viéndome, tan tonta que ni te das cuenta de que te estoy viendo. Así que vení, meté la mano aquí y tócalo una vez. No pasa nada. Sólo será una vez y ya.

Azucena fue animada por sus amigas. Las que también dejaban en evidencia, por el rubor de sus mejillas y la contorsión de sus manos, que deseaban meter la mano allí. Noé desabrochó su pantalón y bajó la cremallera, dejando expuesta una tanga color azul estampada con nubes. Después esperó que la nerviosa Azucena acercara su delicada mano hasta el bulto. Le sostuvo él la mano y la llevó al interior de su tanga. Le recordó que el reto no era introducir la mano, sino tocar. Entonces Azucena empezó a mover sus dedos primero con parsimonia, después más rápido hasta parecer que lo masturbaba. Cuando Noé dejó escapar el primer gemido, ella retiró la mano con brusquedad y volvió a su posición. Llevaba la mano aislada. Sin querer tocar nada más. Ahora su cara estaba con signos de náuseas, y sus amigas le decían que por favor no las tocara hasta que se lavase. Noé abrochó su pantalón, en el que se repintaba una erección que dijo sería incapaz de satisfacer.

La botella volvió a girar y se detuvo. La dirección era ambigua. Unos decían que le tocaba a Mauricio, otros que el turno era mío. Ciertamente el ángulo estaba en contra de ambos, así que Noé, como siempre, resolvió que el reto era para mí. Desde ese preciso momento caí en un estado de ansiedad y temor. No me movía. Estaba agitado mi corazón. Y mi mente le exigía a cada músculo que huyera de aquel lugar.

—Vamos, que ahora le toca al maricón. Vengan a decidir el reto.

Me quedé sólo esperando. Teniendo la oportunidad adecuada para huir. Pero aunque era lo que más quería hacer, mi cuerpo parecía rebelarse a las órdenes que le daba. En pocos minutos todos se unieron al círculo nuevamente. Se carcajearon algunos sin poder contenerse. Me vieron y mostraron lástima entre risas. ¿Quién de ellos se apiadaría de mí?

—Al maricón le hemos puesto un reto sencillo, ¿sí o no? —todos siguieron riéndose a carcajadas—. Sólo tendrá que ponerse en el centro del círculo, bajarse el pantalón y dejarnos ver si de verdad tiene picha.

El silencio que adopté se hizo incontrovertible. Era una prisión, una jaula que tenía la función de protegerme de los de afuera. Las risas subieron de tono y los gritos de Noé aumentaron con mi actitud desinteresada. Nadie podía en ese momento liberarme ni penetrar mi cárcel. Nadie podía, pensé. Pero al paso del tiempo, cuando las risas menguaron y en todos reinaba la furia, se unieron otra vez a sopesar. Creí que me echarían del grupo por no haber cumplido el reto. Era lo que realmente esperaba, sin embargo, después de acabar su reunión, se acercaron a mí con sigilo, me rodearon el cuello con sus brazos, como enterneciéndome, dándome consuelo por no ser fuerte, por no haber dado espectáculo. Los brazos de los compañeros más fornidos se quedaron en torno mío por mucho más tiempo de lo que dura un mimo, y entonces sospeché que aquello era una trampa. La fuerza apareció y fui testigo de una violencia en auge. Me inmovilizaron mis captores y los demás empezaron a tratar de quitarme el pantalón. La lucha era inútil. Las patadas también lo eran, y los gritos, y las lágrimas, y los ruegos que de mi garganta se dispararon como al cerdo que degüellan. De pronto me sentí a merced de todas las manos, de las risas y de los ojos que esperaban el segundo exacto en que mi sexo se expondría ante ellos. Consideraba inútil toda oposición y resolví entregarme, relajar mis músculos y permitir que cada uno se enseñoreara de mi cuerpo. Al notar que ya no había resistencia los brazos en mi cuello dejaron de apretar, los que se ocupaban de mi pantalón ya no se apresuraban en sacar la correa, desabotonar y bajar la cremallera, lo hacían cada vez más lento hasta que se detuvieron. Estaba en ropa interior. Tirado en el suelo. Jadeando. El grupo me veía como el ave que cae del tendido eléctrico por una descarga mortal. Llegué a sentir que se arrepentían. Percibí que tenían miedo de lo que habían hecho. De la escena que ante ellos estaba y quizá jamás olvidarían. Supe que todo estaba consumado. El miedo se iba. Ya no volverían y terminarían la obra. Mi calzoncillo se quedaría en mi cuerpo y nadie iba a ser testigo de mi sexo ese día. Entonces, sin saber por qué, empecé a orinarme. Todos estaban atentos al fluido que emanaba, y fueron abandonándome uno a uno cuando el charco pareció que me alzaría del suelo.

Ese mismo día, cuando ya era la tarde, llegué a casa sin ninguna idea de victimizarme. No era una opción denunciarlos ante mis padres. Estaba seguro de que la culpa sería mía. Mi padre apostaría a que eso me pasaba por ser un inútil que no podía hacerse respetar, y mi madre, después de golpearme, juraría venganza. No estaba en mis planes hacer mayor alarde de los sucesos. Ni tampoco que en el colegio, a raíz de lo que mi madre podría hacer, se incrementaran los malos tratos hacia mí.

Llegué al baño, y mientras orinaba percibí que alguien me observaba desde dentro de un sanitario.

Llegada la noche toda mi atención se concentraba en la imagen de un niño semidesnudo en el suelo, siendo alzado por una marea de fluidos amarillos, sin poder levantarse y acabar con las risas que escuchaba, sin poder siquiera ahuyentar las moscas que sobrevolaban la escena. Después, como si creyera en una flama vitalicia que emanaba de alguna víscera oscura y pudiera tornar el lamento en baile, me veía (en la misma imagen del niño) haciendo aquello que, aunque no me consideraba capaz de hacer, me refugiaba de la culpa, de la angustia, del sentimiento viscoso: entonces me suspendía del suelo, ajustaba otra vez mis pantalones, engrosaba la voz y exclamaba un discurso que sonaba poderoso y convencía a los que carcajeaban de lo mal que me sentía y del daño que ocasionaban. En aquellas cavilaciones se redimían… y en lo gozoso de la redención se colaba la realidad para ponerle fin a los buenos sueños. Pronto caí en cuenta de que al amanecer tendría que levantarme porque me esperaba otro día en La Pablo. No estaba seguro de cómo debía conducirme ahora. Y aunque no tenía vergüenza, sino miedo, era muy abstracto todo lo que podía pasarme.

Luego, cuando llegué al colegio me dirigí directo hasta mi sitio. La primera clase era Ciencias Naturales y me fascinaba. Estuve concentrado en las explicaciones de la maestra hasta que llegó el momento de salir al recreo. El grupo que conformaba la sociedad contiguo a los baños no se había juntado para dirigirse en manada hasta allá. Todos estaban dispersos. Azucena hacía fila en la cafetería, Carlos jugaba chibolas, Maritza estaba sentada haciéndole una trenza a Dulce María, los demás corrían por allí sin que pudiera identificarlos. ¿Pero dónde estaba Noé? Tampoco lo había visto en el aula. ¿Acaso no había llegado a clases?

El recreo acabó tan pronto que hubo actividades que los demás se vieron obligados a dejar inconclusas. Yo estaba terminando una bolsa con churritos y vinagre, pero ya no tendría tiempo de ir hasta el baño. Los permisos para abandonar el aula durante las jornadas escolares estaban prohibidos. Todos lo sabíamos. Aun si del permiso dependía tu dignidad ante la emergencia de ir al baño, por ejemplo. Así que tenía dos opciones: incorporarme a clases unos minutos después del timbre, u orinarme frente a todos nuevamente. Decidí que optaría por la primera. Llegué al baño, y mientras orinaba percibí que alguien me observaba desde dentro de un sanitario.

—Entonces el maricón no orina sentado. Ya sabía que tenías picha. ¿Me la quieres enseñar a ver cuál de las dos es más grande?

Noé había salido de un sanitario y estaba detrás de mí. Yo seguía orinando, pero el chorro se esfumó cuando lo escuché tan cerca.

­—Date vuelta, mira la mía… La tengo bien grande, ¿verdad? Las chavalas dicen que tengo verga de negro, ¿a vos te gusta?

Sabía que era el momento de hablar. El mutismo podía quedarse en cualquier lado. Era menester que hablara con él. Que tratara de hacerle entrar en razón con respecto al trato que me daban.

—Mira, Noé, tienes que entender que no soy maricón. De verdad no lo soy. No sé por qué todos creen que sí, pero no, te lo juro.

—Como siempre todos los maricones se niegan… yo sé que te gusta la verga. ¿La mía no te gusta?

—En serio que no. Ni la tuya ni la de ninguno. Dejame pasar.

—Entonces si no te gusta ninguna, ¿por qué te comportás como un maricón?

—Yo no sé cómo se comporta un maricón…

—Pues así: todo delicadito, no juega con los varones, así como vos.

—Déjame salir, por favor, ya te dije que no sé cómo se comporta un maricón, si yo parezco uno pues te vuelvo a jurar que no lo soy… apartate de la salida…

—Entonces si no sos maricón tócamela, si sos hombre no pasa nada, a los que les queda gustando es a los maricones…

—No puedo de verdad, déjame salir…

—¿No quieres que todos dejen de verte como maricón? Si me la tocás yo diré que nadie te vuelva a decir así.

—No puedo, me asquea…

—¿Asquea? Esas palabras que usás también son de maricón. Los maricones hablan como vos.

—Noé, no voy a tocarte nada, dejame salir, por favor.

Todo lo que podía ser de mi vida si aquello salía a la luz pasó por mi mente como una sucesiva película en sepia. Los horrores y la vergüenza, el escarnio y el odio, todo duplicado y sobre mi humanidad.

—Es tu última oportunidad, si no me la tocás, entonces todos los días serán como ayer. ¿Eso querés? ¿Qué te cuesta demostrar que no sos maricón? Si sos hombre no pasa nada, ¿o tenés miedo de que se te pare?

—Eso no va a pasar —y rápidamente puse mi mano en su pene. La retiré tan pronto como hice contacto y él se puso a reír.

—Eso no demuestra nada. Agáchate.

—No. ¿Qué? —hizo ademán de que iba a golpearme si no me agachaba.

—Agachate, es la última vez que te lo digo. Así es… abrí la boca y metetela…

Aquél día al acabar toda la jornada escolar, Noé me esperaba en la salida. Me dijo que siguiera caminando. Íbamos juntos, sobre el andén de una calle solitaria, y empezó a advertir que todo aquello tenía que olvidarse. Pero que yo debía contribuir para que eso fuera posible. Me quedé callado y me preguntó a qué se debía el silencio, pero continué así. En mi mente todavía no se procesaba lo que en horas anteriores había pasado. Tener una plática con él era lo que menos imaginaba, así que ante mi obstinada actitud, él explicó cuál sería mi aporte obligatorio para que el evento desagradable se mantuviera en lo subrepticio. Debía llevarle todos los días algo con valor. No le interesaba saber de dónde yo obtendría las cosas, pero remarcó que estaba obligado a siempre llevárselas, de lo contrario contaría que yo se la había chupado y por supuesto los papeles se invertirían en mi contra. Todo lo que podía ser de mi vida si aquello salía a la luz pasó por mi mente como una sucesiva película en sepia. Los horrores y la vergüenza, el escarnio y el odio, todo duplicado y sobre mi humanidad. Y el conocimiento de mis padres sobre su hijo desviado, porque aquello llegaría a oídos de los maestros rápidamente y ellos darían la noticia… ¿qué sería de mí? ¿Quién creería que no era un maricón como todos decían? ¿Quién saldría a comprender que ese acto no era lo que demostraba? Entonces no tuve opciones. Acepté. Y desde el día siguiente empecé a llevarle objetos. Todas las tardes antes de que mis padres llegaran a casa yo buscaba algo que tuviera valor y lo escondía en la mochila. Así empecé por robar los elefantes que mi madre colocaba con el trasero dando en dirección a la puerta y que ella creía atraían riquezas y favores. (Quizá no debía haberlos robado, pues en mi vida era eso lo que me faltaba.) Después robé algunos otros adornos de cristal que estaban en el mueble… pero pronto toda la ausencia de las cosas fue demasiado notoria y la preocupación me cayó de golpe. El estómago se torció y por la espalda me recorrió un escalofrío funesto. Mi madre en cualquier momento preguntaría por todas las cosas y yo qué respondería. ¿Me atrevería a contar todo esperando el milagro de la comprensión? Supe que era urgente tomar una decisión. Aunque la única que estaba más clara era la muerte.

Decidí hablar con Noé. De esa conversación saldrían todas las futuras decisiones. Me daría un norte. Tendría las cosas claras y los motivos para obrar. Quería osar y entender hasta dónde podía llegar. Si era capaz de publicar el suceso o no. Esperé que llegara el recreo y lo busqué. Estaba en la habitual reunión con el juego de la botella. Ahora los retos eran más sexuales y sabíamos hasta de probables orgías en los baños. Le llamé pero no atendió. Le dije que era sobre aquello y rápidamente me miró. Expandió los ojos en señal de asombro y se levantó con furia. Apartó a unas compañeras que estaban frente a él y llegó hasta mí para sujetarme del cuello y lanzarme contra la pared.

—¿Qué querés, maricón?

—¿Maricón? Dijiste que ya no me llamarías más así. ¿Y el trato?

—¿Qué pasó? Apurate. Todos van a pensar mal.

—Sólo te vengo a decir que ya no tengo más cosas. Hoy no he podido robar nada sin que se note y mañana tampoco podré. Hasta aquí llegó el trato.

—¡Eso no puede ser! Ya sabés a lo que te atenés. Lo voy a decir todo. Estás acabado, maricón.

—Es que no puedo seguir trayendo cosas, por favor, no es que no quiera, no puedo…

Antes que pudiera reaccionar Noé me derribó con un golpe. En el suelo empezó a patearme. Todos los del grupo lo avivaron y observé compañeros de otros grados uniéndose al jolgorio. Sin saber si fue el ruido o alguien que denunció, una maestra se interpuso en la sarta de patadas que recibía mi cuerpo. Cuerpo entregado a la violencia una vez más. En la dirección académica se nos fue impuesto un castigo, y se nos amenazó con la expulsión ante el menor incidente con la misma naturaleza. El castigo consistiría en hacer labores de limpieza en todas las secciones del colegio una vez finalizadas las clases. Eso por dos semanas. Además se redactaría una circular para nuestros padres en caso de que preguntaran por qué nos quedábamos en el colegio después de la jornada.

La primera semana de castigo, antes de que acabáramos las clases, sufrí mucho más violencia. Noé daba indicios claros de que estaba contado lo que había pasado entre nosotros, por lo que todos aquellos males eran atribuibles a su gran boca. Varios compañeros cuando me veían pasar se agarraban los bultos y se echaban a reír. Algunos fueron hasta mí y me dijeron que tenían ganas de una mamadita. Otros se esforzaban en ridiculizarme aun ante los maestros, cuestión que colmó mi tolerancia. Era momento de actuar. Pronto los maestros lo sabrían fehacientemente y yo tenía que evitar que eso llegara ante mis padres. Lo único que restaba era salvarme de mis padres. Era una meta. Una obsesión que cambiaría mi vida.

Se resbaló en el pabellón por lo húmedo de las baldosas y cuando lo miré tendido supe que era hora de acabar con todo aquello.

El tercer día de la primera semana de castigo Noé me dijo que me tocaba usar el lampazo. Era la labor más extenuante, pues además de sacar la mugre que se adhería en las baldosas, tenía que ir muchas veces a lavar el lampazo. De lo contrario se formaba barro. Lo único que Noé hacía era sacudir el polvo con una escoba y después ordenar los pupitres. El resto del tiempo se perdía por algún lado de la escuela, o se iba sin decir nada. Ese día me comunicó que no podría seguir cumpliendo el castigo. Que estaba inscrito en un equipo de fútbol y que los entrenamientos no podían fallarse o lo expulsaban.

­—Vas a hacer mi trabajo también o si no le diré de una sola vez a los maestros…

—No haré tu trabajo, el castigo te lo merecías vos.

—Lo harás, maricón.

—No haré nada. Mañana hablaré con la maestra y le diré todo —no pensaba hacerlo, era mentira, sólo quería demostrarle que ya no tenía miedo.

—Lo harás porque además te mataré a patadas, aquí no hay nadie que te defienda.

Seguido me empujó contra los pupitres. Traté de salir corriendo y él se puso a perseguirme. Se resbaló en el pabellón por lo húmedo de las baldosas y cuando lo miré tendido supe que era hora de acabar con todo aquello. Regresé hasta donde se había caído y sin sopesarlo me puse encima de él, y antes de que pudiera defenderse o decir una palabra, tomé su cabeza con mis manos y la impacté una y otra vez contra el piso. Una y otra vez hasta que me cansé. Hui a lavarme a los baños y regresé a mi casa con un sentimiento de libertad. Con la sensación de que mi cuerpo había sido deshabitado por la impotencia. Por la ira acumulada.

En la noche mi padre nos dijo a todos que tenía una gran noticia. Había dado la prima para una casa y podíamos mudarnos al día siguiente si queríamos. Todo había sido planeado por él sin decirnos nada. Porque creía que las mejores cosas no debían contarse hasta que todo estuviera ajustado. Al fin íbamos a dejar aquella cuartería que mi madre odiaba. Y por esta razón, nuestra madre se puso hacer maletas recién lo supo, y todos nos mudamos tan pronto salió el alba. Pensé que la fortuna no estaba en tener a los elefantes con el trasero en dirección a la puerta, sino robarlos. Nunca supe qué fue de Noé. Al igual que aquella compañera que creímos muerta después de la conmoción jugando a las cebollitas, yo tampoco supe si realmente estaba muerto. Ante nuestras puertas jamás se detuvo la policía y las noticias no revelaron ningún crimen de aquel tipo.

Meses después me inscribieron en otra escuela. El primer día fui llevado por mi hermana. Cuando pasamos por la entrada el señor que resguardaba me dijo que en esa escuela a los niños como yo nos iba mal. Mi hermana me miró y levantó los hombros: “¿A qué se refiere con niños como vos?”, me dijo. Ignoré la pregunta y seguimos caminando por el pabellón.

Yo no tenía miedo.

Tyrone Aragón Castrillo
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