A las seis de la mañana, una Marian con su habitual buena salud estaría estirándose y tratando de expulsar la pereza matutina con un gran bostezo; también apagaría su alarma: una fanfarria de trompeta especialmente ruidosa que serviría para despertarla tanto a ella como a quien estuviera cerca. En el pasado, me tocó una vez descubrir todo eso y por las malas.
Tendría derecho exclusivo sobre el piano del bar hasta que León pusiera todas las sillas en su sitio.
También descubrí que, a las siete, las sábanas de su cama estarían en orden, su cuerpo ya habría recibido la ducha, sus dientes una lavada y su pelo de china sería amarrado en ese moño que a las dos horas se caería de todas formas. Media hora después, estaría desayunando una taza de espresso y pan, observando cómo yo me sirvo tres arepas con queso rallado y como como bestia.
A las ocho estaría ya fuera, de camino al Plica’s y tarareando la pieza que estuviera ensayando. Tendría derecho exclusivo sobre el piano del bar hasta que León pusiera todas las sillas en su sitio y encendiera las luces de neón, lo cual siempre sucedería al ponerse el sol. Los compas y yo apareceríamos en el Plica’s a eso de las nueve.
Ensayaríamos, encenderíamos la curiosidad de los transeúntes que pasarían frente al bar y ocasionalmente nos dejarían propina, aunque para nosotros sería igual si sonáramos como ángeles o como el cuarteto de Bremen. Almorzaríamos cerca, ella estaría en una mesa aparte con Adrián, su tenor favorito, otro de los compas lo miraría a él con desdén y tanto el resto como yo nos preguntaríamos cómo es posible que a ella pudiera gustarle aquel tipo con voz de pito.
Cerraría la ventana y se acostaría, pensando en quién sabe qué, hasta dormirse.
Se iría con él, al mediodía, y dos horas después regresarían oliendo a vida, desorden y champú. Se casarían en un mes o jamás, no tendrían hijos y por siempre ella tendría los rescoldos de esa ternura y sensualidad que bien sabría reservar y servir para él, la misma que imprimiría a cada teclada que daría después de sus muy buenas dos horas de amor.
Cada uno regresaría a su casa después de las nueve, a la noche; ella apagaría las luces conforme avanzase hacia su habitación, revisaría dos veces la llave del lavabo, cerraría la ventana y se acostaría, pensando en quién sabe qué, hasta dormirse.
Pero hoy, un 7 de abril, Marian ignoró la alarma y no se estiró ni bostezó. Las sábanas siguieron en su sitio, no tomó la ducha ni cepilló sus dientes. Aquellos cabellos lacios permanecieron extendidos rodeándole la cara, mientras unos insectos la tomaban a ella como desayuno de espresso y pan.
Eso también me tocó descubrirlo por las malas.
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