Mi hermana Margarita vino a visitarme. Desde hace varios meses regularmente pasa por aquí. La institución se esmera en cuidar todas las instalaciones, es una edificación muy grande con varios módulos construidos, que están iluminados sobre todo con luz natural, también cuenta con amplias zonas verdes y la gente es muy respetuosa. Muy amablemente la enfermera nos llevó al jardín.
Encontramos un prado recién podado, adornado con rosas, pompones, claveles y otras flores inimaginables del trópico, todas ellas hermosas de muchos olores y colores, creo que el resto del mundo envidia no estar aquí. Mi hermana y yo tenemos nombres florecidos muy bien escogidos, decía nuestra madre. Margara me felicitó porque me veía mejor. Al fondo del jardín había un bosque verde, frondoso, inmenso, lleno de alegría, todo era bello en ese paisaje tan tranquilizante, como lo que necesitamos todos los días. Por lo menos es el ambiente que propician los directivos de la institución.
Recordé la historia de mi último marido, que también estuvo conectado, pero en una clínica. Me acordé de mi Ramiro.
Es grato ver a mi hermana, nos hemos acompañado toda la vida en las buenas y en las malas, estuvimos conversando un buen rato y hablamos de medio mundo. Me contó que mis sobrinos ya terminaron la universidad, a esos muchachitos no los veo hace días, me hacen mucha falta. El tiempo se pasa volando. Margarita está muy bien, siempre es muy especial conmigo porque me visita con frecuencia y estamos pendientes una de la otra desde que éramos pequeñitas. Me trajo varias revistas de moda, algunas de puros chismes de farándula y otras de información general. Hojeamos una que otra durante la visita. Me llamó la atención un artículo que hablaba de un físico que estaba cuadripléjico en una silla de ruedas.
Decía algo así: “Ya hace años, el famoso científico inglés Stephen Hawking tiene conectado su cerebro a un computador… De esta manera registran lo que piensa, puede hablar y comunicarse con los demás… por supuesto de forma virtual”. También decía: “Ha escrito libros que lo han hecho merecedor de muchos premios”.
Al leer esto quedé absorta y recordé la historia de mi último marido, que también estuvo conectado, pero en una clínica. Me acordé de mi Ramiro. Él no escribió libros ni tampoco ganó premios, pero cuando estaba bien en los últimos años se presentaba ante un público interesado en sus charlas sobre temas de salud. Yo lo acompañé varias veces.
Él tuvo un accidente. Durante meses estuve toda desquiciada después de ese percance dado que lo tenían conectado no a un computador sino a un respirador y a otros tantos equipos. Él no hacía nada, sólo estaba allí como un vegetal.
Sucedió hace un tiempo, cuando mi esposo iba manejando su carro, una volqueta lo embistió. Venía por la Avenida de las Américas con la carrera treinta muy cerca del apartamento. A él nunca le gustó correr, él no iba rápido. Tenemos un Chevrolet Aveo, teníamos, mejor dicho, porque quedó vuelto nada. La volqueta iba a mil, no le pasó mayor cosa, se había metido en el carril de los carros, no respetó el que le correspondía. Acá no se respeta casi nada. Después de semejante golpe lo llevaron de urgencia a la clínica Meredi, tenía varias fracturas en las piernas, las costillas y el cráneo. Después del choque le indujeron un coma que lo tenía postrado en cama, estaba conectado a un respirador artificial y a otras tantas mangueras que lo alimentaban por medio de líquidos que le garantizaban la supervivencia.
Antes del accidente me decía que los humanos nos podríamos convertir en casi eternos, si lográramos conservar el estado del cerebro. Me decía: “Mija, podríamos vivir hasta doscientos años y seguir produciendo muchas más cosas de forma casi infinita”. Eso me sonaba raro, mi marido a veces hablaba extraño.
Cuando pienso en lo que nos pasó, para calmarme me gusta recordar cómo nos llamábamos dependiendo del momento. “Mija” y “mijo” lo usábamos de forma regular, “mijito” y “mijita” de manera afectiva, “papi”, “mami”, “rico”, “rica”, en momentos más privados, y nos decíamos otras palabras indecibles que no vale la pena comentar. Ramiro y Flor los usábamos estrictamente para las discusiones y reclamos.
Mi esposo escribió pocas cosas, creo que todo lo tenía en su cabeza. Algunas personas lo consideraban una persona brillante, otras lo consideraban como alguien común y corriente. Alguien me propuso a raíz del infortunio que podríamos registrar su conocimiento en la nube. Eso también se oía fuera de lugar. Dijo que si lo hacíamos podríamos “contribuir a que la humanidad viviera mejor”. Todo el mundo dice cosas atípicas cuando sobreviene una crisis. A veces ilógicas, mejor dicho locas.
En medio de mi tristeza yo no sé cómo podría vivir la humanidad mejor. Lo que me preocupaba es qué haría después de su muerte. No me importaba que nos volviéramos casi eternos. Me importaba un bledo. Para colmo de males perdí la carta que ambos firmamos ante la Fundación del Derecho a Morir Dignamente. Ellos me dijeron que no tenían el registro de nuestra diligencia, por eso no lo pudieron desconectar y terminar con su vida, mi deseo era que lo desconectaran. ¡Desconéctenlo ya!, yo decía. Esta idea resumía mis pensamientos por esos días.
Él tenía cincuenta años recién cumplidos y yo le llevaba diez. Íbamos con frecuencia al médico, estábamos afiliados a Cafesalud. Teníamos un apartamento en el barrio Antonio Nariño en un piso quinto —no tenia ascensor— en el centro de Bogotá. Tuvimos una vida modesta, sencilla, casi pobre.
Cuando nos fuimos a vivir juntos compramos el apartamento, que hoy en día todavía lo estoy pagando, me quedan unos años de cuotas.
Mi marido siempre se resistía a los controles médicos. No le gustaban las filas ni las demoras, los trámites de un sistema de salud perverso, donde unos avivatos se enriquecen con los aportes de la salud de nuestro trabajo mes a mes y, con los aportes que hace el gobierno buscando garantizar una mayor cobertura. Teníamos por costumbre hacernos los exámenes médicos cada año, en eso fuimos rigurosos. Siempre fue muy nervioso, cada año era una bendita pelea para la toma de sangre porque le tenía pavor, sudaba, hiperventilaba, jadeaba, hasta que al final se la dejaba tomar. Toda la vida les tuvo pánico a las jeringas, mejor dicho fue muy cobarde para las agujas (las jeringas no hacen nada). Él también le tenía miedo a las alturas y a estar encerrado. Todas las personas tenemos diferentes temores, lo que pasa es que no se los contamos a nadie.
Era admirado por algunos que pensaban que era buen conferencista. Cuando hablaba normalmente estaban las mismas personas, por lo menos esa era mi impresión. De vez en cuando veía a alguien diferente o desconocido, los más frecuentes hablaban mucho y se hacían notar. Al principio guardábamos los pocos recortes de prensa donde él aparecía. Nunca tuvimos hijos por mi temprana esterilidad, por eso no pudimos compartir nuestra historia con pequeñines. Nuestro núcleo social era muy cerrado, no celebramos con amigos los triunfos de mi esposito, éramos los dos no más. Releíamos con vanidad oculta —solos los dos— los artículos de prensa donde lo referían. Nuestro computador tiene algunos enlaces que registran el reconocimiento y los momentos públicos. Las vanidades de nosotros tuvieron su límite, fue un tiempo muy corto ya que no fuimos de pretensiones, tal vez por eso estuvimos viviendo quince años en el mismo sitio.
Cuando nos fuimos a vivir juntos compramos el apartamento, que hoy en día todavía lo estoy pagando, me quedan unos años de cuotas. Cuando lo conocí era un hombre joven, alto, moreno, divino, conversaba y conversaba sin aburrirme, era una bendición. Después de las primeras veces que salimos quedamos enganchados. ¡Yo quedé matada! Lo veía y me ahogaba, no me salían las palabras, me sonrojaba, me emocionaba muchísimo al oírlo, verlo, tocarlo, amarlo. Mis papis, almas benditas, me decían que lo pensara bien. “¿Qué le puede ofrecer ese muchacho?”. Yo les respondí siempre: “Lo que él no me pueda ofrecer, se lo ofrezco yo. Es más, se lo doy”. Fin de la discusión.
Yo estudié Ingeniería Electromecánica en la Universidad Nacional, en medio de un mundanal grupo de hombres. Mis compañeros me decían: “Florecita no es bonita pero pa qué, es inteligente”, siempre me tomaron del pelo. Me ennovié con un compañero, de nombre Luis y afectivamente le decíamos Lucho, y eso duró lo que duró la universidad. Cuando terminamos la carrera, cada uno cogió su camino. Yo ya estoy pensionada, trabajé en diferentes empresas en la planta. Toda la vida disfruté de estar pendiente de los procesos industriales, me fue bien en mi profesión con las máquinas, las herramientas y la tecnología industrial, esos son mis gustos, mi pasión. Todo ha cambiado mucho porque los colegas jóvenes son unos voladores, varias veces fui reemplazada por alguien más joven, pero la experiencia no se improvisa y me volvían a llamar y así, entre angustia y angustia, heme aquí pensionada y feliz. Pero no hay felicidad completa, la enfermedad de mi Rami me tenía muy mal, estaba muy alterada, esa situación me tenía loca.
Un buen día decidí ponerles fin a todas las cosas. Lo tenía premeditado, sabía a qué hora el piso del cuarto de mi marido estaba casi desocupado, calculé muy bien los tiempos y movimientos, estudié detenidamente la marca y tecnología de los equipos que estaban en la habitación soportando la exigua vida de mi amor, leí los manuales de cada una de las guías de operación de los instrumentos, evalué la sincronización de todo el sistema. Estaba muy nerviosa, ansiosa, muy sensible, no sabía si lo iba a hacer bien, es más, no sabía si podría hacerlo. Me fui para el hospital muy temprano para acompañar a mi esposo, saludé a las enfermeras del turno, le pregunté al doctor encargado acerca de la evolución de mi paciente. “Todo lo mismo… No ha tenido evolución, puede ser que dure así muchos años, lo lamentamos, gracias por venir”, me dijeron las palabras que tan bien conocía.
Lo tenía todo organizado, sentí temor, no me reprimí y continué. Cuando me dejaron sola, cogí valor, mandé los miedos pa la porra y en sólo cuestión de quince minutos inhabilité los monitores, desconecté las máquinas esenciales y en tres minutos Ramiro se fue. Estaba muy débil, nada más sucedió. Reconfiguré los monitores y volví a conectar el equipamiento, sonó el pito piii… que se oye en las series de la televisión, donde muestran lo que pasa en emergencias cuando un paciente fallece. Eso fue muy difícil, no supe con claridad si lo había logrado, lloré mucho y no me podía controlar —eso lo viví de nuevo. Los médicos y enfermeras se acercaron a la habitación, verificaron la hora de la muerte, la registraron y me dieron el sentido pésame, me calmaron y me medicaron, eso fue muy duro.
Hace poco lo sepultamos, nos acompañaron algunos amigos y muy poca familia. Sentí un dolor profundo, se me subió la tensión, me dio taquicardia y no dormí bien por algunos días. Las personas fueron muy especiales conmigo, me acompañaron, me dijeron que lo sentían mucho, me dieron el sentido pésame. Ya estoy mejor, he ido elaborando mí pérdida, porque no es fácil, toma tiempo.
Noto que no he hablado casi de mí. Cuando me preguntan “¿cómo estás?”, a mi edad uno debe contestar con la verdad, contar sus enfermedades, sus dolencias y sufrimientos, es la respuesta adecuada, de eso conversamos los mayores. Les cuento a mi hermana y a mis amigas todo lo que me duele y lo que sufro. Mi amiga Azucena me dice que no me preocupe tanto de las enfermedades y de los achaques, muy dulcemente me dice que no me angustie cuando me despierte y me duela la cintura, la cabeza, una articulación, aquí o allá; para eso, dice ella, se toma uno un remedio y listo. Azucenita recalca: “Preocúpese cuando se despierte y no le duela nada. Bobita, ahí se murió”. Se burla de mí. Eso me aterra.
Ese doctor me encanta, porque es un cincuentón interesante. Cuando nos despedimos, me explicó algo sobre el síndrome de transferencia, que no entendí muy bien.
Cuando se es más joven las personas preguntan “¿cómo estás?” como una formalidad. Esa pregunta sólo es una cotidianidad, un inicio de conversación, como un acercamiento a los demás. Yo no digo que esté mal, sólo digo lo que pienso, son mis chocheras definitivamente.
Un mes después de la última visita de mi hermana me siento muy bien. El director de la institución, el doctor Ramiro Ramírez, me dio de alta, estoy muy feliz porque me voy de la clínica siquiátrica. Él confirmó que había sufrido de nuevo un episodio de ensoñación excesiva y que volví a construir una nueva intensa relación amorosa. Han sido varias, por cierto. Me dice el doctor que encarno varios personajes, como una actuación con diferentes parejos. Lo más grave es que siempre los elimino y no dejo rastro de ellos, seguramente para poder seguir viviendo sin la carga del amor, sobre todo si es ficticio.
Con el tratamiento que me dieron en estos cuatro meses en la clínica psiquiátrica, me lograron estabilizar. Aquí vengo cada tres o cuatro años por eventos parecidos. Ahora de nuevo tengo el cerebro conectado con la realidad. Margarita le da las gracias al doctor y se encarga de pagar la cuenta. Está soledad me está matando, la realidad es que nunca me casé ni viví con alguien por un periodo medianamente largo.
El doctor Ramírez fue muy bueno conmigo en todo este último episodio. Ese doctor me encanta, porque es un cincuentón interesante. Cuando nos despedimos, me explicó algo sobre el síndrome de transferencia, que no entendí muy bien. El tratamiento fue normal, mucha terapia, descanso y algo de medicamentos. Él me dice que no me preocupe demasiado, que “loca, lo que se dice loca”, no estoy; eso me tranquiliza. Parece que me hubieran hecho un lavado cerebral o una lobotomía, porque no recuerdo mucho de los últimos meses. Me siento divinamente y llena de vida con la esperanza de que no me vuelva a dar otro patatús de nuevo.
Al salir de la clínica, estaba en el portal principal ese moreno alto, lindo a pesar de los años, siempre tierno, allí me esperaba él.
Lucho, mi novio de la universidad, siempre ha estado pendiente de mis tratamientos y hoy volvió a recogerme. Ese sí es un buen amigo.
- El cerebro conectado - martes 20 de agosto de 2019