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¡Se venden males a bajo costo!

sábado 21 de septiembre de 2019
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A menudo pienso en el bureau d’Échange de Maux y en el malvado viejo que había sentado en su interior.
Lord Dunsany, El bureau d’Échange de Maux.

Una tarde de hace varios años, mientras caminaba distraídamente por el bulevar de Sabana Grande, divisé en la vidriera de una de las muchas tiendas que hay allí un cartel amarillo con letras rojas que decía lo siguiente:

“¡Se venden males a bajo costo!”

Naturalmente, creí que se trataba de una broma. Me acerqué a la fachada del comercio por pura ociosidad y entonces leí estas palabras manuscritas a bolígrafo en una hoja blanca, justo debajo del cartel amarillo:

“¡Ofertas especiales!
Crisis existencial: 100 Bs.
Demencia: 150 Bs.
Delirio de grandeza: 150 Bs.
¡Sólo por hoy! ¡Aproveche!”

La pared de vidrio en la que estaban toscamente pegados los anuncios con cinta adhesiva era nítidamente oscura (supuse que debido a un grueso revestimiento de papel ahumado). Además, el establecimiento no mostraba identificación por ninguna parte. Medité unos instantes. Miré fijamente mi reflejo en el opaco cristal central que constituía la puerta. Miré brevemente la zapatería y la farmacia contiguas, en donde las personas entraban o salían con toda normalidad. Humedecí mis labios con mi lengua. Finalmente, sintiéndome incapaz de resistir la curiosidad por más tiempo, abrí la puerta y entré en el local.

El lugar era tan estrecho y sombrío como un pasillo de hospital moribundo. A mi izquierda, había una mujer elegante y muy bonita sentada detrás de un escritorio. Del otro lado, un viejecillo mugriento dormía acostado en una corta fila de asientos, ocupándolos todos. Mi primera reacción fue devolverme por donde había venido, pero la chica enseguida me dijo con una sonrisa:

Recibí el ejemplar y de inmediato empecé a hojearlo, sin reparar en su portada. Contenía una sola y larguísima lista de todo tipo de aflicciones.

—Hola, buenas tardes. ¿Cuál de nuestras ofertas le interesa?

—Es que tengo una duda —me excusé, tras un breve silencio—. ¿Se pueden comprar desdichas para otra persona?

—¡No, para nada! —exclamó la mujer, espantada—. Todos nuestros productos son de uso exclusivamente personal.

—Muy bien —dije, algo avergonzado—, pues me gustaría ver el catálogo completo.

—Claro que sí —repuso, sacando un grueso libro de una gaveta del escritorio—. Aquí lo tiene.

Recibí el ejemplar y de inmediato empecé a hojearlo, sin reparar en su portada. Contenía una sola y larguísima lista de todo tipo de aflicciones, con indicaciones de precios y ordenadas de menor a mayor según su grado de peligrosidad, desde las más insignificantes como el miedo a los aviones o ligeras pesadillas, hasta otras más lamentables como manía persecutoria o incapacidad para amar. Medité un momento y le planteé a la vendedora lo que me pareció más sensato:

—Dígame algo, ¿esta tienda también compra mercancías? Tengo unos cuantos achaques que me gustaría venderles.

—No estamos comprando nada por el momento—respondió ella con expresión compasiva, aunque quitándome el libro de las manos—. Como habrá notado, nuestro inventario está muy bien surtido.

—Lo que sucede es que no tengo dinero ni para comprarme un dolor de cabeza.

—Bueno, si lo desea, puede cambiar un mal por otro —me aconsejó—. La empresa no ofrece garantía en tales casos, pero nuestro interés es que ningún cliente se vaya con las manos vacías.

—Me gusta la idea —confesé.

—Baje por esa escalera —me indicó, señalando con el dedo en dirección opuesta a la entrada de la tienda.

—Muchas gracias.

Caminé hacia donde me indicaron, atravesando el velo de luz que colgaba del bombillo gris en el techo, y descendí una corta escalera que comunicaba la recepción con una suerte de oficina abandonada. En ella no había mobiliario alguno: un tubo de luz opaca instalado en una techumbre rústica, las cuatro paredes, la puerta y el suelo componían todo su ropaje. Entré y di unos pasos despreocupadamente. Pensaba quedarme allí unos minutos, sólo por hacer tiempo y para no parecerle excesivamente odioso a la vendedora, cuando de pronto ingresó la última persona que esperaba ver en este planeta. ¡Apenas podía creerlo! ¡Era él! ¡Era el envidiado, el detestado, el indignantemente exitoso escribidor Pablo Cabello!

Ambos nos acercamos a la luz y nos miramos fijamente un momento, aparentemente igual de perplejos. Observé su cabeza pelada y su insoportable barbita gris en forma de candado hasta que no pude contenerme más y exclamé:

—¡Qué afortunado soy! ¡Tengo el honor de ver en persona al genio de las letras!

—Mucho gusto —respondió cortésmente, tras mirarme con gravedad unos instantes—. ¿Y usted es…?

—¿Qué le importa mi nombre? —repliqué—. ¿Por qué el gran Pablo Cabello se interesaría en un escritor fracasado como yo?

—¿Así que usted también es escritor?

—Corrijo: yo sí soy escritor —repuse, arrastrando las palabras—, mientras que usted no es más que un escribidor, un aficionado a publicar tonterías y que gana mucho dinero con ello. Esa es la gran diferencia entre usted y yo.

—Bueno —dijo él, con una sonrisa algo insegura—, si quieres, podemos cambiar de oficio. Te aseguro que no te faltará dinero, fama, ni lectores.

Me quedé atónito. Por un momento intenté razonar alguna respuesta ingeniosa, pero me di cuenta de que el tipo hablaba en serio. Intentando parecer perspicaz, le pregunté:

—Y si tu ocupación es tan maravillosa, ¿por qué quieres cambiarla?

—Porque me siento vacío —respondió, bajando la mirada—. A estas alturas, cuando ya soy el autor con más libros vendidos en todos los idiomas, ya no me interesa la fama. Sólo quiero hacer verdadera literatura. Daría de buena gana todo lo que tengo por poder escribir un solo texto valioso, aunque sea un haiku.

Aunque los llamados “bloqueos de escritores” son frecuentes en el oficio, la verdad es que no me había acontecido nada parecido hasta entonces.

Entonces pensé en un agradable poema de tres versos que yo había compuesto mentalmente en mi niñez. Hasta donde sabía, su forma no se correspondía con ninguna especie poética conocida, razón por la que jamás me había atrevido a escribirlo. Además, ¿quién iba a interesarse en leerlo? De todos modos, me lo sabía de memoria, pues solía recitarlo en voz muy baja cada vez que me encontraba solo y desocupado.

—La verdad es que ya he escrito tantos buenos textos que ahora quisiera hacer algo distinto —dije, intentando sonar despreocupado—. ¿Por qué no hacemos el cambio? Cada uno tiene lo que el otro busca.

—Es un trato —me dijo, extendiéndome su mano—. Te estaré enormemente agradecido.

—No es gran cosa —repuse, correspondiendo el gesto—. Espero que disfrutes tu nueva suerte.

—Igual para ti —dijo débilmente, y abandonó el lugar a toda prisa.

Por la noche, estando ya en casa y todavía divertido por las bromas de la tarde, me situé frente a mi laptop dispuesto, por primera vez, a escribir mi secreto poema. Pero no logré recordarlo. Mis manos, por otra parte, se paralizaron sobre el teclado. Aunque los llamados “bloqueos de escritores” son frecuentes en el oficio, la verdad es que no me había acontecido nada parecido hasta entonces, pues al mismo tiempo empecé a sentirme excitado por querer escribir otra cosa, por olvidarme de la poesía y de todo mi aprendizaje literario, y contar la historia de un hombre a quien el universo le concede un deseo. Supe que enloquecería pronto si no desahogaba aquella idea. Fue así como, víctima de una hipnosis febril, escribí en menos de una semana la novela El alambrista, historia de un pastor que soñaba con fabricar alambres. Poco después la envié a una editorial grande que la publicó casi de inmediato. Ese fue mi primer best-seller.

En pocos meses, mi vida cambió por completo. Fácilmente me habitué a ver mi rostro a diario en los medios de comunicación. Ofrecía entrevistas semanalmente a distintos canales de televisión y emisoras radiales. Cualquier cosa que yo dijese pronto se volvía una cita célebre y se hacía viral por las redes sociales. Proliferaban los memes en los que yo aparecía haciendo alguna morisqueta, y continuamente recibía correos electrónicos de mis fanáticos pidiéndome consejos sobre cómo alcanzar sus sueños. Y en lo que respecta a la escritura, apenas puedo expresar lo natural que era: para mi segundo libro (pues debo considerar El alambrista como el primero; mis tres silenciosos poemarios iniciales ya no cuentan), simplemente escribí una secuela en la cual el universo le concede un deseo al hijo del protagonista anterior. El éxito fue todavía mayor. En cuestión de semanas vendí los derechos de autor para que se realizaran las respectivas adaptaciones cinematográficas en Hollywood. Por aquellos mismos días alguien me propuso como candidato al Premio Nobel de la Paz.

Toda aquella fama y éxito editorial se traducían, naturalmente, en una existencia bastante cómoda y placentera para mí: finanzas prósperas, buena salud física, libertad absoluta para viajar alrededor del mundo… Sin embargo, debo confesar que lo inusitado de la situación no dejaba de producirme un cierto malestar, un vértigo del que no podía ni quería zafarme. Yo había luchado toda mi vida por ser un poeta realmente bueno, pero ahora me acercaba a mis sesenta años y no quería terminar mis días como un derrotado más. Claro que era perfectamente consciente de que me había vuelto un impostor, un fabricante de estupideces lucrativas, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Si mi destino era el de ser un mal escritor, al menos lo sería rico y famoso. A veces pienso que tal vez por abrigar tales ideas fue que, súbitamente, encontrándome en la cúspide de la gloria, mi buena fortuna se vino abajo.

Justamente el día en que cumplía tres años de haber visitado la tienda de males, mi agente literaria me telefoneó suplicándome que escribiera algo radicalmente nuevo si no quería que nos viéramos en la ruina. Le pedí una explicación y me contestó que mis libros, objetos hasta entonces de ventas ininterrumpidas, habían dejado de interesarle al público esa misma mañana, y que seguramente jamás volverían a venderse. De hecho, ningún otro autor de literatura comercial vendió absolutamente nada aquel infausto día.

—Lo que sucede es que hay una revolución literaria que tiene a los lectores latinoamericanos eufóricos —oí que decía la vocecita de mi agente a través del celular.

—¿Así que al fin se está haciendo realidad el tan esperado “segundo boom” de la novela hispanoamericana? —le pregunté.

—No es un fenómeno narrativo, sino poético —aclaró ella—. Lo más raro es que toda la conmoción la ha causado un solo autor con un único texto.

—Pero eso no es tan raro —repuse—. Un solo libro es suficiente para…

—No he dicho un solo libro, sino un único texto —me interrumpió, alzando bruscamente la voz al pronunciar las tres últimas palabras—. Es decir, un solo poema.

Viéndome casi totalmente desarmado, recurrí a la pluma, y en dos meses escribí mi tercera novela.

—¿Será un poema narrativo, de unas cien páginas?

—¡No, chico! —exclamó—. Es apenas un poemita de tres versos, sin título, del infame Pablo Cabello…

Solté sin querer el celular. El aparato cayó al suelo y se destrozó estrepitosamente, pero no me importó en lo más mínimo. Dado que yo estaba sentado frente a mi laptop, enseguida abrí el explorador de Internet y tecleé el nombre del desgraciado. Hice clic en el primer enlace sugerido por el buscador, que dirigía a su página web oficial. Empecé a ojearla. Vi fugazmente las imágenes que mostraban al hombre escribiendo en un cuarto muy modesto, ignoré su reseña biográfica y entonces leí su obra maestra verso a verso y palabra por palabra: era el poema que yo había compuesto mentalmente en mi infancia.

Me sentí defraudado. Medité unos instantes sobre cómo actuar. Varias posibilidades se cruzaron por mi cabeza, incluyendo demandar a la tienda de males ante el Organismo de Protección al Consumidor, bajo el cargo de estafa, pero luego recordé que el negocio no se hacía responsable por los intercambios entre clientes. Viéndome casi totalmente desarmado, recurrí a la pluma, y en dos meses escribí mi tercera novela, titulada A orillas del río seco me acosté y lo abracé, cuyo tema es la predestinación. La publiqué con la esperanza de que Pablo la leyera, comprendiera su significado y, finalmente, me devolviera mi suerte de buen escritor anónimo. Pero eso jamás ocurrió. El libro, por otra parte, fue un fracaso de ventas.

Amargado por el reciente triunfo de Pablo Cabello frente a mi desdicha personal, ya ni siquiera podía estar a solas con mis pensamientos, de modo que una mañana salí precipitadamente de mi casa y anduve de nuevo por el bulevar de Sabana Grande, como hago casi siempre que quiero calmar mis nervios viendo pasar mujeres bellas. Entonces noté que mi librería favorita (especializada en obras de ficción) estaba cerrada. Sin embargo, pude ver a través de la puerta de vidrio a un joven librero que desempolvaba los anaqueles vacíos. Sorprendido, toqué tres veces y el muchacho se acercó.

—Sí, qué desea —preguntó, entornando la puerta.

—¿Están haciendo mantenimiento?

—No, jefe —respondió, abriendo mucho los ojos. Acaso me habrá reconocido—. Hemos clausurado. Ya nadie quiere comprar libros.

—¿Y eso por qué?

—La literatura ha cambiado —argumentó, con cierto aire de superioridad—. Los tiempos en que se escribían volúmenes de quinientas páginas quedaron atrás. Ahora, lo más razonable es publicar textos de una cuartilla o menos, y esos se pueden descargar por Internet.

—¿De verdad? ¿Tan radicales son los cambios ahora?

—Veo que usted está un poco desactualizado —se atrevió a comentar, con una risita—. Pero no se preocupe, bastará con que lea el poema de Pablo Cabello. Hoy en día, todos quieren emularlo… Usted es escritor, ¿verdad?

Resolví, mientras caminaba intentando respirar con regularidad, que ubicaría a Pablo Cabello y desharía el intercambio de males.

En ese momento, un rumor se deslizó velozmente por entre los transeúntes y estalló de pronto en un sonoro clamor general, como una llama que recorre un rastro de pólvora hasta explotar inexorablemente en una montaña de dinamita. La gente empezó a correr en dirección Chacaíto. Yo me alejé de la librería sin decir palabra y seguí dócilmente a la muchedumbre. Un sudor frío, como de hielo derretido, empezó a brotar de mi frente. Un hormigueo voluptuoso me invadió los pies y las manos. Sentía que los ojos se me iban a reventar dentro de sus cuencas. Crucé la calle San Gerónimo y avancé por la siguiente cuadra. Resolví, mientras caminaba intentando respirar con regularidad, que ubicaría a Pablo Cabello y desharía el intercambio de males, pero mi mente se distrajo al llegar a la esquina de la calle El Recreo: el tránsito estaba bloqueado por un cerco policial que la multitud intentaba romper; varios fotógrafos pugnaban por conseguir la mejor instantánea de algo o de alguien que estaba en medio de la calle, unos metros más abajo, hacia la avenida Casanova.

No tuve que ver el cadáver para enterarme de lo ocurrido: Pablo Cabello, el exitoso escribidor, el supuesto creador del poema revolucionario por antonomasia, se había suicidado arrojándose por el balcón de su apartamento, ubicado en el octavo piso del edificio Sísifo, de la calle El Recreo. Enseguida se supo que había garabateado la siguiente nota en un cuaderno poco antes de acabar con su vida: “Jamás seré un buen escritor. Mi único texto valioso no es mío”.

Confieso que muchas veces había imaginado con gusto diversas muertes para el pobre Pablo, pero aquello me turbó profundamente. Creyéndome ya a punto de caer desmayado, me deslicé por entre el gentío y seguí avanzando por el paseo en dirección a la tienda de males. Estaba aturdido, conmocionado. No obstante, me sentía dispuesto a cambiar todas mis amarguras juntas por la peste de la mediocridad, por la felicidad de ser un don nadie, de modo que no me importase terminar mi vida siendo un pobre diablo. Así, sin darme cuenta, pasé de largo frente al comercio. Al llegar a la calle Los Apamates, me devolví y caminé otra vez la cuadra, y volví a pasar de largo. Fue sólo cuando recorrí el mismo segmento del bulevar por tercera vez, lenta y atentamente, contemplando cierta zapatería y cierta farmacia una junto a la otra, que comprendí que la tienda de males había desaparecido.

Isaac Morales Vargas
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