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Mi obra maestra

domingo 12 de septiembre de 2021
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¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!
¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el sol?
Eclesiastés 1, 2b-3.

Prólogo

I

Al arribar a mis treinta años de edad, me propuse escribir mi obra maestra. Huelga decir que me consideraba un escritor mediano, aunque no mediocre, pues había obtenido dos premios nacionales de dramaturgia, más una mención especial en un concurso internacional de cuento. En lo que respecta a mi bibliografía, diré que también contaba con tres libros de ensayos y un modesto, pero bien compuesto poemario. Mi trigésimo cumpleaños, sin embargo, me estalló en la cara con una inexplicable intuición de muerte prematura, de modo que aquel extraño día pensé: “¡Se acabó! ¡O alcanzo la fama mundial ahora, a través de mi mejor novela, o la labor de toda mi vida se perderá!”. Fue en ese estado existencial que terminé de escribir Calígula, una tetralogía.

Como el título lo indica, era una novela biográfica escrita en cuatro partes. La primera, subtitulada Calígula, el hombre, se iniciaba con el nacimiento de Calígula, no exento de contratiempos y malos augurios para los padres; después, se contaba su consentida niñez, se daba cuenta de la literatura mitológica que le sembró en su corazón la obsesión de ser un dios, y de que era necesario que matase a Germánico, su padre, para que el pequeño demostrara su carácter divino; se narraban el respectivo asesinato, la adolescencia lasciva e incestuosa, la juventud libertina, y terminaba con la icónica estancia del personaje junto a Tiberio César en la isla de Capri, y la inherente transformación de Calígula en una bestia del vino, del falo y de las corrientes de sangre.

La segunda parte, titulada Calígula, el emperador, narraba, por supuesto, la muerte de Tiberio y el reinado de Calígula, incluyendo las frecuentes bacanales palaciegas, la célebre muestra de dos docenas de ostras como botín de guerra sobre Neptuno o el simpático nombramiento del caballo del César como cónsul de Roma. Y terminaba, en fin, con el acribillamiento del emperador. Hasta aquí, no había nada esencialmente nuevo en la trama de la historia, nada que no apareciera ya en otros libros. Ahora bien, se sabe que un argumento cualquiera puede contarse de mil maneras distintas, todas ellas interesantes; la cuestión es saber narrar ese argumento.

La etapa culminante de toda la novela comenzaba cuando el dios comprendía que había escogido una época decadente para visitar su otrora imperio.

Calígula, el dios, la tercera parte de la obra, transcurría en la cima del monte Palatino, el hogar de los dioses romanos. Allí, Calígula intentaba conversar con Júpiter, quien no lo apreciaba, y con la diosa Venus, quien le tenía lástima. También llegaba a compartir una ambrosía con Hércules, quien no dejaba de burlarse de él, comparándolo con Baal, una divinidad cananea sin sacerdotes, ni profetas, ni templos, ni fieles. Calígula, humillado, se retiraba a la parte del cielo donde moraban Julio César y Augusto, quienes se entretenían discutiendo sobre táctica militar, ignorando a Calígula por completo. Por último, corrían los años y los siglos. Calígula observaba el devenir histórico del pueblo romano con incomprensión y como a través de un cristal empañado. Hastiado de la eternidad, decidía descender a la tierra.

La cuarta y última parte de la narración se titulaba Calígula en el siglo XXI. Allí se contaba cómo el personaje, bajo la apariencia de un indigente, recorría las calles de Roma en el año 2019 sin reconocerla, y de cuánto se divertía en clubes nocturnos y mansiones del sexo, adoptando indistintamente la forma de mujer o de hombre. La etapa culminante de toda la novela comenzaba cuando el dios comprendía que había escogido una época decadente para visitar su otrora imperio, una época donde se celebraban, por ejemplo, la libertad sexual y el sentimiento pro migrante como avances de la civilización, aunque ambas cosas ya eran viejas en la Ciudad Eterna mucho antes de que el águila dorada dominara la península itálica. Con todo, el colmo de su paciencia sobrevenía con la solicitud de varias ONG para que aceptara la candidatura al parlamento italiano, en representación de la comunidad LGBT+. Sólo con recordar los afanes del servicio público, el dios se marchaba a Oriente, pues sabía que aquellas tierras son más cómodas para los seres divinos.

Así pues, Calígula atravesaba el mar Mediterráneo volando en forma de mosquito, de modo que nadie advirtiese su presencia entre los mortales. Llegaba a Jerusalén y se maravillaba por la enorme influencia que aún tenía el Dios de Israel, y le entraban ganas de incursionar en su apreciada provincia de Egipto. Pero, al sobrevolar la Franja de Gaza y contemplar la actividad de la nueva religión de mezquitas, se lo pensaba mejor y volaba hacia el sureste asiático, y se asentaba, por fin, en la India, en donde recobraba su apariencia humana, y algunas personas le rendían culto y le erigían un templo, junto con los otros 3.745.213 dioses que hay en ese país. Así terminaba la obra. Nada mal, ¿verdad?

 

II

Todo autor sensato sabe que debe mostrar su manuscrito a algún lector de prueba antes de pensar en publicarlo. Este gesto permite recibir observaciones sobre aspectos importantes de la obra que se le suelen escapar al propio creador. Pero sucede que no soy un autor sensato, así que envié el manuscrito directo a mi editor para que lo publicara. “¡Ya estoy realizado!”, me dije. “¡El trabajo de toda una vida, al fin ha concluido! ¡Veintidós años, cuatro meses, dos semanas y un día de escritura! ¡Mil quinientas páginas impecables, repartidas en cuatro tomos! ¡Una vez que Calígula se publique en su totalidad, podré morir en paz!”.

Mi editor alabó el esfuerzo sostenido de mi pluma, ponderó mi creatividad, elogió mi sentido del humor… Y también se negó a publicarme.

“¡Esa novela es demasiado larga!”, dijo. “El mundo no soportaría otro genio como el de Proust. Haz el favor de reescribir esa vaina en un solo tomo de quinientas cuartillas como máximo”. Seguí su consejo y rehíce el texto. En cosa de año y medio tuve lista Calígula. La historia entera cupo en trescientos renglones. Me sentía orgulloso de mí mismo.

“Ya que empecé a desbrozar esta historia”, me dije, “debería terminar de purificarla toda”.

Puedo decir brevemente, para los curiosos, que la reescritura de la historia consistió en suprimir la mayor parte de las tramas secundarias (las que narraban, por ejemplo, la vida y muerte de Agripina, las que concentraban el punto de vista narrativo en Claudio, y en cómo éste sobrevivió a las locuras de su sobrino haciéndose el tonto); también eliminé muchos pasajes inútiles en los cuales los personajes hacían afirmaciones de tipo filosófico o moral. La verdad es que Calígula me satisfacía mucho más que la difunta tetralogía… Y sin embargo, aún me parecía demasiado larga. Fue así como, tras mucho meditar y meditar, decidí reescribirla en formato de novela corta. Estimé que cincuenta renglones serían más que suficiente.

Siete meses me llevó acabar mi querida novelita. Eliminé las dos primeras partes; ¿para qué volver a contar una historia que todo el mundo conoce? Ya sé que había afirmado la idea contraria con anterioridad, pero ustedes saben, el ser humano es cambiante, rectificar es de sabios, etcétera. En lo que respecta a las dos partes restantes, las simplifiqué: las conversaciones de Calígula en el cielo las reduje a breves diálogos de no más de cuatro intervenciones por personaje; el viaje por el mar Mediterráneo, Israel y la Franja de Gaza, lo sustituí por una teletransportación desde Roma hasta la India, y a manera de epílogo. De modo, pues, que casi la totalidad de la narración transcurría en la Roma de la actualidad. El producto final fue un ingenioso y ameno relato de cuarenta y cinco cuartillas, ideal para leer durante un fin de semana… Aunque, bien mirado, ya nadie suele tener fines de semana libres, y el que los tiene, difícilmente los dedica a leer. Por otro lado, siempre me ha parecido que la noveleta, como forma literaria, es un aborto de novela, cuando no un cuento estirado, algo así como un adolescente narrativo, a medio camino entre una y otra identidad. “Ya que empecé a desbrozar esta historia”, me dije, “debería terminar de purificarla toda. Convertiré Calígula en un cuento y esta será la reescritura definitiva”. Y así lo hice. Calígula, el cuento, tuvo una extensión de apenas quince cuartillas.

Ahora sí, el desarrollo del conflicto transcurría enteramente en la Roma contemporánea, y consistía en dos interacciones del personaje con algunos sodomitas italianos; de la estancia del emperador en el cielo, a duras penas quedó un breve párrafo introductorio; de su destino final en la India, sobrevivieron tres o cuatro líneas, como epílogo. Me pareció que el formato de la narración breve le dio una intensidad distinta al relato; las restricciones del género me permitieron eliminar todo lo prescindible, suprimir hasta la última palabra inútil. Y a pesar de todo… No sé qué pensaban ustedes del argumento, pero únicamente cuando hube escrito el cuento me di cuenta de que toda esa parte de Calígula en nuestros días no era más que una pendejada, una ocurrencia nacida en el seno de una cabeza ociosa como la mía. Nadie puede pasar a la posteridad con un tema tan baladí. Así que lo hice. Sí, reescribí el cuento en formato de microcuento. Lo reproduzco a continuación:

Veinte siglos después de su divinización, Calígula, cansado de ser un dios, bajó del cielo a una aldea de la India y se transformó en vaca.

No obstante, apenas lo vieron, unos aldeanos pintaron sus cuernos de rojo y amarillo, colgaron flores por todo su cuerpo y se inclinaron ante él con mucho respeto.

¿Qué tal? Cuando comencé a garrapatear estas líneas, pensaba que el cuento corto, ahora sí, de verdad, sería la versión definitiva de mi obra. Pero tengo mis dudas. No sé, me parece que el solo nombre del personaje es lo bastante sugestivo como para que el lector mismo haga su propia versión de la historia. Creo que cualquier persona que tenga por lo menos una noción de quién es el personaje histórico llamado Calígula, lo imaginará, por ejemplo, manipulando la mente de Tiberio para que éste le nombre su heredero y así vengar las muertes de Agripina y Druso; o imaginará a Calígula vejando alguna estatua de Júpiter; o concebirá a un personaje llamado Calígula, pero que no tenga nada que ver con el emperador romano (salvo en la desmesura vital), en otra tierra y dentro de otra civilización… ¿Para qué, entonces, empobrecer la vida del lector con mi versión de Calígula? ¿Tengo derecho a distraer a los demás de su propia invención? No, claro que no. Por eso he tachado el microcuento y conservo el solitario título: Calígula.

Si he escrito este prólogo es porque he querido aproximar al lector a lo que fue el largo y difícil proceso de creación de una obra aparentemente simple.

¿Saben algo?, creo que he estado equivocado; unas líneas antes, escribí que “cualquier persona que tenga por lo menos una noción de quién es el personaje histórico llamado Calígula…”; pues bien: ¿y si nadie, o casi nadie, sabe quién diantres fue Calígula? Yo mismo no supe de su existencia hasta que leí la novela Yo, Claudio, de Robert Graves. Cualquiera ha oído hablar de Julio César, tal vez de Nerón o de Constantino, pero no de Calígula. No es tan famoso, esa es la verdad. También escribí: “¿Tengo derecho a distraer a los demás de su propia invención?”. A ver, ¿qué invención? ¿Quién dice que la gente necesariamente anda por ahí inventando historias? Con la vida tan compleja y veloz de la actualidad, ¿quién se detendrá a escribir relatos? Y, en tal caso, ¿por qué sería una narración sobre Calígula, y no sobre cualquier otro personaje? Sí, ya me doy cuenta: mi idea era mala desde el principio. No hay remedio, tendré que tachar el título y dejar la página en blanco. Listo. He concluido mi trabajo.

Así como no todas las estrellas son iguales, aunque a veces lo parezca, ni son iguales todos los granos de arena o todas las hormigas, tampoco todas las páginas en blanco son iguales. Mi página en blanco es única porque sólo yo sé cuánto me costó llegar hasta ella, sólo yo viví la experiencia de dar a luz una obra de mil quinientas páginas y, paso a paso, verla gatear en trescientas cuartillas, tomarla de la mano y ayudarla a caminar en su edad de noveleta, verla correr como un cuento, verla decrecer como un microrrelato, verla envejecer en su propio título, y, finalmente, verla alcanzar su culminación en una preciosa, impoluta, invicta página en blanco. Como Jonathan Swift al escribir Los viajes de Gulliver, como Henrik Ibsen al componer Casa de muñecas, hay hazañas literarias que un autor es capaz de ejecutar una sola vez en la vida. Pues bien, este ha sido mi caso. Si he escrito este prólogo es porque he querido aproximar al lector a lo que fue el largo y difícil proceso de creación de una obra aparentemente simple. He aquí, pues, el producto de mi obsesión de escritor, he aquí mi legado a la posteridad; he aquí, en definitiva, mi obra maestra:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Isaac Morales Vargas
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