Lo vi. Sucio. Un mono negro hasta la cintura. Su piel, oscurecida aún más por las capas de semanas sin asearse. La mirada perdida entre los árboles y luego entre la gente, y después le daba igual el pavimento mojado o las escalinatas de la iglesia, donde nos topamos sin vernos.
Mi corazón se aceleró al punto que acudieron a mis ojos dos lágrimas calientes. Me senté en una banqueta de tres que hay en el lugar. Lo seguí con la mirada hasta donde pude y luego se perdió en una esquina, calle arriba, probablemente para encontrármelo de nuevo cuando reanudase mi camino.
Este chico no tiene veinte años, Ni siquiera dieciocho, calculo…
¿Por cuál motivo, al verlo, llegó la sal a mis ojos?…
La indigencia es un estado mental, que causa más impresión y falsa preocupación a quien observa que a quien la vive. Sus pies, descalzos, no me preocuparon, pues lleva una buena capa de costras suficiente para protegerse de laceraciones.
En efecto, al poco rato volví a verlo; estaba frente a la frutería, como todo el mundo: procurando una que otra oferta, bien a cambio de billetes, bien a cambio de miradas borrosas e irremediablemente indiferentes.
Escogió de la caja de desechos dos o tres trozos y se marchó lentamente.
Saboreo los restos de sal en mi boca mientras veo de cerca esos ojazos miel, vidriosos. Mortalmente vidriosos como los míos, que de nuevo me suministran cristales salados…
Sus cejas —pude ver—, dos triangulitos mullidos; su boca, una promesa muerta tantas veces, que ya no se esfuerza en revivir alguna frase. Sus manos, hábiles compañeras de viaje… y su mirada… cuánta ternura en su mirada… ¡Lo hubiera abrazado allí mismo…! Seguí mi camino hacia ninguna parte, pues creo que estoy acompañándolo sin su consentimiento por esas calles que recorro cada día para regresar al mismo lugar.
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