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Tres relatos de Eva Gil

martes 10 de marzo de 2020
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Agustina, o tal vez Ignacio

Ellos tuvieron la culpa, Adolfo, de que aquella mañana de abril naciera esa hermosa niña que te desvela. Antes que ella lo había hecho su mamá, por la que tuviste que luchar hasta convertirla en tu esclava, buenamente dicho…

Agustina era mi abuela paterna; yo la visitaba por cuenta propia y seguía sus movimientos. En verdad me daba gusto su forma de vestir para meterse en la cocina a picotear un montón de verduras y otro tanto de monte para que al rato oliera a sopa en toda la casa. Ignacio la observaba complacido desde el retrato en la pared. 

Como te estaba contando, Adolfo, ahora que veo a tu familia tan atareada en estos días por el nacimiento de tu hija, traigo este acontecimiento donde quiso la Providencia que el caballo que se escapó llegara a los predios de Agustina. Ella lo atendió muy bien hasta el día siguiente cuando se presentó una comisión de rescate comandada por Ignacio.

Ahora, procura apreciar esa loable culpa intelectual, para que tus descendientes hagan proezas en nombre del amor o, al menos, sepan que una brizna puede desencadenar una historia singular.

 

Elucubraciones de una señora

Desde el frío pozo habríamos de percibir el aroma de una rosa, que algún corazón amoroso nos traiga hasta la tumba, si es que una hermosa obra de ingeniería nos lo permite…

Gerarda calculaba su destino bajo la tierra, de forma que pudiera dar fiel cumplimiento a las leyes terrenales y a la de Dios, pues eso de ser cremado y después atomizar las cenizas… o, algo más grave, que las envasen para causar estupor entre los allegados, la inquietaba. Así que Gerarda lo pensaba y su incomodidad giraba en torno a los elementos que rodean el hecho de ser enterrada cristianamente, y una fosa no cumple los requisitos sagrados… porque compartir con otros la última morada no era cualquier cosa; tomando en cuenta que un descanso eterno requiere ciertas condiciones… y se sabe, y Gerarda también lo sabe, que las fosas son compartidas hasta por cuatro o más cuerpos. Ese asunto lo tiene claro. Lo que acentúa su incomodidad es cuando recuerda la sentencia de que “polvo eres…”; Gerarda entiende que ese polvo es tierra y, en una magnífica edificación, entraría en el inquietante rango del posible —¡Jamás, pero jamás!—, podrá abonar la tierra para subir a un gran árbol y así contemplar un hermoso cualquier amanecer…

 

Puro hueso

¿Quién soy para impedir que mis huesos deambulen, en su momento, las profundidades del océano-tierra en busca de pequeños precipicios donde alojarse, mientras se confunden con otros que cayeron antes?

Esos magníficos huesos míos, que supieron de músculos firmes, abrazados, queridos e impetuosos y dispuestos a la carrera de la vida esplendorosa del primer grupo de años, tienen un expediente abierto en mi poca memoria.

Esos huesos, testigos de sangre encendida, de red de nervios a toda máquina transitando todos los centros de impulso vitales y temerarios; de respuestas rápidas, como la distancia de los relámpagos.

Estos huesos de ojos propios, que se miran a sí mismos como provenientes de tanto ruido inherente; de tanta euforia; de tanta ropa tejida de otros tejidos horas y horas humanas…

En fin, huesos blancuzcos que se quitan un poco el polvo, por pura coquetería, están aquí dentro, tibios y en acción… pero hoy, han amanecido reflexivos…

Los huesos de mi mano derecha se preguntan, capítulo aparte, qué estaré pensando yo mientras le sirvo de escribiente.

Eva Gil
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