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Dos cuentos de Juan Carlos Hernández Díaz

martes 22 de octubre de 2019
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Versión

Murió tirado en medio de la calle, en pleno invierno. La temperatura estaba entre doce y nueve bajo cero. No transitaban carros. Un poco más de la media noche había pasado.

Se dice que tenía desabotonada su camisa; que la panza y el vello de su pecho le brillaban. Se detalla que no cayó de lo briago que andaba, sino por pisar sus agujetas desatadas. También rumoran que, al caer, no metió las manos para no quebrar el envase que llevaba, por lo que su sien y parte de su pómulo azotaron brutalmente sobre el suelo. Y ahí quedó, inconsciente, congelándose, muriendo poco a poco.

Lo encontraron abrazado a su botella, olía a orines. Su boca estaba hendida, seca, la tenía morada. De hecho, dicen que lloró, que tenía lágrimas secas en su rostro. Sus ojos entreabiertos hicieron pensar que antes de morir volvió en sí, que miraba algo. Piensan que en realidad miraba a alguien, a alguien que se limitaba a verlo tan sólo apreciando la opacidad de su reflejo en el cristal de la botella.

Figurar a aquel testigo, que nadie vio y del que todos hablan, me hace suponer que éste ha sido quien contó lo que rumoran. Así, cabe sospechar que todo es un engaño. Que lejos de haber tropezado, ese alguien, ese testigo, pudo haber empujado al hombre para despojarlo y salir huyendo. Aunque la idea de homicidio es sólo una suposición, me sigue siendo absurda la versión que existe, me incita a seguir pensando…

Quizá se habría tomado algo, algo que involuntariamente lo haría perderse, que lo llevaría al delirio y que el desequilibrio lo haría caer al suelo. Quiero pensar que fue suicidio, que premeditadamente sabía lo que pasaría, que de esa forma haría de la ociosidad común su más devota audiencia.

Me cuesta mucho creer que un hombre así, perdido y sin sueños, muriera del modo como cuentan todos. Tal recelo en mi cabeza no va a ceder nunca ante una única versión impuesta.

 

Ilusión perdida

Su pulso y su respiración se aceleraron: ligeros cólicos y leves espasmos le surgieron justo antes del momento. No lo imaginó, pero la sangre comenzó a escurrir, una parte caía al piso, a gotas, y la otra se coaguló en sus piernas. Su vestido largo y negro lo ocultaba todo. Sin embargo, ella no se detendría. Permanecería sentada, ahí, deslizando el arco, tocando.

La orquesta estaba a sus espaldas, y el director, en frente, un poco a su izquierda. Al público se le erizó la piel, tocaba hermoso. No obstante, todos la miraban, apreciaban determinación en su mirada. Por su talento deducían que para ella la música lo era todo, su vida. Y al terminar la ovacionaron, le aplaudieron como nunca. Por fin cumplió su sueño: tocar aquel concierto.

Se levantó. Le fue difícil alegrarse. Sus reverencias las hizo con sonrisas mustias. De pronto, cerró los ojos y sus lágrimas brotaron. Dejó caer el arco y su violonchelo. Ella también cayó en seguida, prácticamente desvanecida. Los espasmos punzaron en su vientre, le insistían, le hacían ver por lo que en realidad lloraba, lo cual no era por el dolor, ni por la alegría, sino porque su ilusión de ser mamá la vio perdida.

Juan Carlos Hernández Díaz
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