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Desidia

jueves 21 de febrero de 2019
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No presté atención, hasta que me gritó. Me regañó porque pinté la mesa dibujándole marcianos, de los que me juró y perjuró que no existían. Al gritar, escupió sobre mis compañeros, por lo que quise carcajearme, pero sólo sonreí. Mis dientes ya estaban pintados; los manché porque mordí la pluma. Entonces, se me acercó. Cuando la tuve en frente comenzó a bañarme en cada grito. Su saliva olía, tenía un olor amargo; como el jugo de un durazno verde. De pronto, reparé en que si las babas dieran con las manchas, éstas se podrían borrar más fácilmente. Me mandó por el conserje, y la lluvia de saliva terminó.

—¿Tú otra vez? Un día de estos te van a expulsar, y entonces sí…

—No es para tanto, don Gaspar —le contesté. Como tenía hambre no dejé de ver su almuerzo.

—Qué muchacha. Dile a la maestra que ya voy, que no tardo —me dijo mientras hizo el plato a un lado.

Los niños de ahora son unos maleducados. Y eso es porque los padres son unos desobligados.

Al verme entrar sin él, se molestó. Desde su asiento comenzó a escupir. Le respondí que no tardaba e inmediatamente se calló. Se acercó a la puerta para recibirlo. Cuando llegó, la maestra le pidió que de favor me diera un trapo. Y más de fuerza que de gana, él lo humedeció con agua y cloro, y en seguida me lo dio tratando de ayudarme, pero ella no le permitió, le dijo que debía enmendar mi falta por mí misma.

Me cuestioné acerca de la relación entre manchar la mesa con después deber limpiarla, lo cual fue inútil, porque no encontré respuesta. Insistí en mi mente en que ni el cloro serviría más que sus escupitajos. En ese instante, don Gaspar me sonrió, fue como si fuera un cómplice y pensáramos lo mismo. Curiosamente, limpiar la mesa me tomó muy poco esfuerzo. Su apariencia retomó su aspecto seco, deprimente, tal y como las demás que había. Seguí limpiando y la maestra no dejó de platicar con él.

—Ya me cansé, no sé qué hacer. Su madre nunca viene —dijo, pensativa y con su mano en su barbilla.

—La entiendo, maestra. Los niños de ahora son unos maleducados. Y eso es porque los padres son unos desobligados.

—Exactamente, don Gaspar. Usted sí entiende —sonrió al decirlo, y sus ojos le brillaron.

La chicharra impacientó a mis compañeros. Uno a uno fue entregando su trabajo. Salieron. Corrieron al recreo. Yo no trabajé, de lo que unos se burlaron; me dijeron que era burra y que apestaba. Pero les respondí; les levanté el dedo y fueron de chismosos. Mi sanción de diez minutos sin recreo aumentó; ahora serían veinte, mientras que a ellos se les dijo que salieran de inmediato.

No había nadie en el salón, excepto yo que me quedé con la maestra, quien me aclaró que le salía debiendo. En cuanto a las burlas, se me explicó que las palabras se las lleva el viento, pero que los hechos, tales como levantar el dedo, ni un huracán los arrastraba. Fingí ser buena alumna y me callé, y evadí su verborrea pensando, limitándome a asentir. Pensé que, más por normatividad que por compasión o empatía, me dejaría salir al menos diez minutos. Me puso a terminar lo que no hice, pero me aferré a no hacerlo. Y por andar de floja concebí que mi bajo desempeño, mi pésima conducta, las lluvias de saliva y las burlas de mis compañeros se habían vuelto costumbre.

Mi hermano me buscó. Se aseguró de que yo no había salido. Cuando asomó la cara por la puerta, sólo le saqué la lengua. Me sonrió, pero ella lo corrió. No hice más que verla ahí parada, en su martirio, comiendo y esperando, vigilándome y corriendo a los de afuera. Tuve la sensación de que le importaba más que otros chiquillos, pero era sensación, sólo era eso. Lo que realmente le apuraba eran las cosas que podría robarme. Y mejor jugué a los carros con mi borrador, mi sacapuntas y mis lápices mordidos. Ella no dejó de revisar la hora, hasta que me dijo salte.

—Está bien, maestra, ya voy —le contesté.

Salí despacio. No tenía ni un peso ni cargaba lonche. Pero me contentó que no vería cómo algunos compran porquerías o desperdician su comida. Había días de suerte, como cuando me regalaban sobras. Otras veces tenía que batallar; debía buscar comida que el señor Gaspar aún no tiraba. Pero esta vez fue lo de siempre: me resigné a escuchar mis tripas retorcerse. Luego vi las retas de fútbol, y aunque me fascinan, no pedí que me juntaran. Cuando metieron gol, el timbre les cohibió el festejo. Corrimos. Formamos filas y avanzamos.

Entretanto, se escuchó la puerta. La tocó el maestro de deportes. Nos saludó. No saldrían quienes no tuvieran tenis.

—Ya ve, maestra, me porté bien —le comenté con cierto orgullo.

—Ya vi. No se te olvide; me urge platicar con tu mamá —me recordó. Sentí que fue en vano mi comentario.

—Si la veo, le digo —dudé. La vi muy seria.

—Ya detuviste a los demás. Mejor ya avanza.

Tirso, el director, iba en la fila. Sudaba a gotas y portaba un folder. Su camisa se estiraba de lo barrigón que estaba. Y los vellos de su pecho me daban asco. Nos pasamos. Sacó sus lentes. Cuando se los puso, se vieron diminutos en su rostro. Se sentó. No cabía en la silla. Miró que lo observaba y me guiñó con su ojo izquierdo. Al saludarse, pude ver cómo caían sus gotas de sudor al suelo, y que aquella mano frágil se perdía entre aquellos dedos gordos. Las clases continuaron: leyeron cuentos y los comentaron. Tirso no dejaba de observarla, escribía bastante, disintiendo, parecía un idiota. Ella se portó distinta; era vigilada y a la vez dejó de vigilarme.

Entretanto, se escuchó la puerta. La tocó el maestro de deportes. Nos saludó. No saldrían quienes no tuvieran tenis. Me salvé, aparte de tener zapatos, me sentía cansada, por lo que se fueron todos. Únicamente me quedé con el panzón y la maestra.

—Mire, le daré un consejo: cumpla con las nuevas normas. Su documentación está incompleta; incluso, incorrecta. Tenga, no le he sellado nada. De su práctica, hay mucho por mejorar —expresó, con aire de sabelotodo, mientras le entregaba el folder.

—Maestro, el grupo va bien, ha mejorado. Siempre hago mi mejor esfuerzo. Con todo respeto, pero, ¿no es eso lo que importa? Verá, me dedico a la enseñanza, no a la burrocracia —le respondió.

—Le diré, maestra. Requiero evidencias, registros, avances y seguimientos. Sin nada de eso, no es posible ver qué, cómo, con qué y para qué se enseña. Usted seguramente reprobaba si fuera evaluada —al contestar, le dio la espalda y se salió. Noté que su ojo parpadeaba y su boca se enchuecaba.

Las gotas de saliva y de sudor de ambos casi inundaron el salón. Traté de comprenderlos. Concluí que ella tenía razón. Después acomodó sus hojas, las puso en un cajón, y luego se sentó. Siguió ignorándome y leyó unos libros. Tomó notas mientras leía. Por último, escribió tarea en el pizarrón. Pasó volando el tiempo. Los demás volvieron. Venían sudando, con tierra en sus rostros y la ropa sucia; olían hediondo. Se acomodaron. Anotaron la tarea y recogieron. Yo hice lo mismo. De repente sonó el toque. Nos formamos. La maestra nos llevó hacia afuera. Nos dijo adiós, y un hasta luego.

Yo esperé a mi hermano. Primer grado salía después de todos. No tardaban tanto, pero ya me andaba de hambre; moría de ganas de ir a casa a comer algo. Y en cuanto salió, nos fuimos pronto.

—Ojalá que no repruebe. Ya voy a esforzarme, no es justo que ella…

—¿Te van a reprobar? —me interrumpió mi hermano.

—No, digo, la maestra. Le echa muchas ganas, me consta. Ya ves. Le piden que nos facilite todo, y además, que lo justifique. Entonces, si uno no aprende o no trabaja, la culpan, le reprochan. Como si aprender o trabajar no dependiera del esfuerzo, del nuestro, del propio junto con el de ella.

Tuve la esperanza de que al despertar aquí estaría mamá, para decirle que a la maestra le urge platicar con ella.

—Ah, pensé que…

—Olvídalo. Con estas malpasadas ya deliro —lo interrumpí, no supe qué contestarle.

Por fin llegamos. Moví la tranca de la puerta. Pasamos y tiramos las mochilas. La abuela estaba ahí, sentada. Pregonó que nuestra madre aún no llegaba. Nos encaminó. Nos dio un billete y ordenó que fuéramos por la comida, que no gastáramos el cambio. Compramos tortas y refrescos. Bebimos mientras masticamos los bocados. Recobramos fuerzas. Al terminar, pedimos otra torta y un refresco, pero para llevar. Nos regresamos. En el camino, nos desviamos hacia el parque y fuimos al columpio. Revisé que no se me cayeran las monedas que sobraron. Nos divertimos. El sol estaba a punto de meterse. Teníamos que volver antes de que estuviera oscuro.

Nuevamente removí la tranca. Entramos. La abuela nos pidió el mandado. Comió su torta y por poco se atraganta. Luego de tomar refresco, nos regañó, pero nos carcajeamos. Y cuando se enchiló, mejor corrimos. Me dirigí hacia mi mochila. Saqué mis cosas. Mi hermano se acostó y le dije que se hiciera a un lado para recostarme. No quería hacer la tarea, pero recordé que ya iba a echarle ganas y la terminé. Ni siquiera echamos baño y no nos importó. Nuestro gesto alegre había cambiado. Miré a mi hermano y pude ver que ya dormía. Al día siguiente iríamos a la escuela. Tuve la esperanza de que al despertar aquí estaría mamá, para decirle que a la maestra le urge platicar con ella. El cansancio me cerró los ojos poco a poco. El sueño me venció junto con la ilusión de que al amanecer todo sería distinto.

Juan Carlos Hernández Díaz
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