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Fin de año

jueves 23 de enero de 2020
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Hoy es 31 de diciembre y recuerdas cuando eras niño y te escondías porque te daban miedo los cohetes, la algarabía colectiva y la angustia de que acabara el año. Querías evadir esa mezcla de desesperación y fiesta en que se sumergía la casa porque se terminaba un año. Mamá nos había comprado los estrenos de Navidad y de fin de año a los cinco menores y ya a las ocho de la noche todos lucíamos felices e impecables con nuestra ropa nueva. Una felicidad sometida a la tensión de disparos, cohetes, tumbarranchos, saltapericos. Quizás asociabas inconscientemente el fin del año al fin del mundo, pues te habían dicho que éste estaría precedido de muchos ruidos. Los más pequeños encendíamos luces de bengala. Todo era nuevo sobre nuestros cuerpos: ropa interior, camisa y pantalón de buenas marcas y zapatos nuevos o recién pulidos. Luisa, nuestra hermana mayor, decía que los interiores debían ser de color amarillo para tener suerte en los venideros días. También la comida especial de esa noche estaba preparada para la cena que debía ser luego de recibir el cañonazo que marcaba el fin de un año y el comienzo de uno nuevo. Éste sonaría a las 12 en punto, después de una cuenta regresiva que nos mantenía a todos en vilo. Era creciente la expectativa en torno a ese momento. Esa experiencia de espera angustiosa la había vivido el año anterior y toda la tarde pensé cómo evadirla en esta ocasión. Algo se me ocurriría, pensaba, mientras obedecía el dictado de mamá de ayudarla a servir refrescos para los hijos de los primos que llegaban de visita.

El fin de año exigía celebración; sin embargo, según los gestos y palabras de muchas personas, parecía entablada una lucha entre la alegría y la tristeza.

Todo en la casa había girado, en los últimos días alrededor de esta crucial hora, un poco fuera de la órbita en la que se desenvolvían las cosas normalmente. Mamá se mostraba un poco inquieta con las compras de última hora y papá, que era comerciante, no paraba en la casa pues decía que debía cobrar las últimas facturas antes que los clientes cerraran sus negocios o se emborracharan y desconocieran sus deudas. Sobre la mesa de la cocina se habían apilado los víveres y productos para la ensalada de gallina y las hallacas: las pasitas, las aceitunas, las hojas de plátano que había que limpiar adecuadamente, los potes de petipuás, los garbanzos remojados, el vino, los encurtidos y otros aliños, el hilo pabilo, etc. La preparación de las hallacas era una tarea de varios días que exigía el concurso de al menos otra persona. Felizmente mamá tenía una aliada que la ayudaba a preparar el plato estrella: Matilde. Matilde era una amiga de la familia, experta cocinera que había aprendido a elaborar exquisiteces de la cocina española y francesa. Se instalaba uno o dos días antes en la casa y comenzaba desde tempranas horas de la mañana su secreto ritual de adobar la pierna de cochino o el pavo que papá había comprado con anterioridad. Lo inyectaba, le agregaba clavos de olor, salsas y jugos frutales, y vigilaba con paciencia su lenta cocción.

A las nueve de la noche estábamos todos reunidos en el porche de la casa y comenzaban a llegar los vecinos, los tíos y tías, los primos, los amigos y demás allegados. Saludaban efusivamente y a quienes decidían quedarse para esperar el cañonazo se les brindaba algún trago. Sillas y mesas estaban dispuestas en el jardín anterior. Los adultos bebían whisky y los niños gaseosas. La alegría parecía desbordante y se expresaba en las gaitas, la música bailable, en el ruido que hacían los cohetes y demás fuegos artificiales. Las hermanas mayores nos halagaban por lo bellamente vestidos que estábamos los niños y algunas nos ofrecían paseos y helados para el próximo año. Algunos tíos, quizás por efectos del licor, se tornaban inesperadamente generosos y nos obsequiaban relucientes monedas que sacaban de sus bolsillos. Había un inusual despliegue de emociones y sentimientos. El ambiente tenía algo de locura y de desenfreno. El fin de año exigía celebración; sin embargo, según los gestos y palabras de muchas personas, parecía entablada una lucha entre la alegría y la tristeza. Ciertas mujeres se mostraban consternadas, a punto de llorar. Un año iba a morir, decían, y se abrazaban entre ellas. Yo esperaba que la tristeza no significara el fin de los tiempos que había escuchado profetizar a una señora muy católica que nos enseñaba catecismo.

El estruendo de los cohetes y la algarabía colectiva se acentuaban a medida que transcurría la noche. Los mejores días, los de los aguinaldos y villancicos, los de las misas en las madrugadas cuando íbamos acompañados a la iglesia por alguna devota hermana mayor, con el frío mañanero y el entusiasmo de cantar al niño Jesús que iba a nacer, habían pasado. El pesebre lucía abandonado en un rincón de la casa. Ahora sólo se escuchaban cohetes, cornetas de los carros y voces entrecruzadas de gente que hablaba en voz alta para hacerse oír. Cada vez llegaban más personas a la casa. A algunas las veías por primera vez y te extrañaba que te saludaran tan efusivamente. ¿Habrían bebido también licores?, te preguntabas, mientras te confundías con los primos de tu edad y buscabas la cercanía de tus hermanos menores. Una vecina se nos acercaba para elogiar la combinación de nuestra ropa, a otra le parecían hermosas nuestras camisas que, decía, debían ser importadas. La ropa norteamericana es la mejor, coincidían. Tanto despliegue de halagos y sensiblería me incomodaba.

¿Por qué, me preguntaba, había que darse un abrazo que me parecía como impuesto, forzado? ¿Sería que de verdad se iba a acabar el mundo?

Pasadas las diez de la noche te resultaba poco tolerable tanto ruido y ajetreo de la gente. El ambiente se tornaba estridente. Tú eras un niño pero echabas de menos un poco de silencio y quietud. La Navidad había sido apacible, no obstante ahora me parecía que había durado poco. Cuando desperté temprano el 25, fecha señalada para la llegada del niño Jesús, vi a un lado de mi cama el ansiado triciclo con el que tanto había soñado; sin embargo, poco pude aventurarme en él fuera de la casa debido a la vigilancia de mamá. Desde hacía rato este fin de año comenzaba a tener algo fuera de tono. Algunas mujeres, incluso algunas niñas, lucían trajes y peinados pocos sobrios, más bien artificiosos; tantos afeites y adornos sobre sus trajes y sus cuerpos les hacían perder naturalidad. Muchos se movían en la casa de un lugar a otro. Preguntaban por personas de la familia que no habían saludado o que cuánto tiempo faltaba para las doce. La espera del cañonazo comenzaba a volverse cada vez más estresante. Nada escapaba al ruido y a un cierto movimiento desquiciante. Pensé que podría irme a un cuarto y hacerme el dormido, pero quizás alguien preguntaría por mí e irían a despertarme. Busqué la compañía de mamá a la vez que me preguntaba dónde podría esconderme. Mamá estaba en la cocina y se disponía a atender a su hermana Josefina, que recién llegaba. Lucía un tanto cansada. Le comenté que me apretaban los zapatos nuevos. Me recomendó que fuera a la habitación donde descansaba papá y me los cambiara. Ya tenía entonces mi coartada preparada.

El fin de año tenía también sus rituales. Luisa, siguiendo una vieja costumbre, había traído uvas que en número de doce aconsejaba contar y comer sólo unos momentos antes del cañonazo. Cuando comenzó a repartirlas supe que debía perderme de su vista. No quise hacerme parte de su séquito y de un ritual que acentuaba el lado sentimental, melodramático, de la fiesta. Los comedores de uvas eran de los que lamentaban el fin de un año como una pérdida verdaderamente irreparable. Un año iba a morir, decían. No entendía entonces por qué se celebraba con tanta euforia, con tal despliegue de música y escándalo. ¿Por qué, me preguntaba, había que darse un abrazo que me parecía como impuesto, forzado? ¿Sería que de verdad se iba a acabar el mundo? Toda esa confusión me producía miedo. Mi hermano Néstor, quizás para evadir la tristeza, optaba por darle más volumen a la radio para que se escuchara, con el fondo musical de la canción “Faltan cinco pa’ las doce”, el conteo regresivo de los cinco minutos antes de que finalizara el año. El locutor de turno mientras tanto se hacía eco de la locura apocalíptica que se había apoderado de la ciudad. En todas partes unos bailaban, otros lloraban. Néstor tenía preparado su revólver para disparar al aire cuando sonara el cañonazo. ¿Se trataba de matar al año? Desde la calle llegaba el ruido de los cohetes y tumbarranchos. El despliegue de fuegos artificiales convertía al cielo en un espectáculo inusitado. Una opción que había considerado era irme al patio y encerrarme en el viejo Volkswagen de papá, pero la deseché pues mamá no la aprobaría. Cuando comenzó la cuenta regresiva para el cañonazo opté por irme al cuarto de papá. Allí estaría seguro, protegido. Quería dormirme para escapar de tanto escándalo y sobre todo para seguir disfrutando, cuando amaneciera, de mi triciclo nuevo.

Mamá hacía respetar el descanso de papá, que se había levemente resfriado. Allí casi no llegaba el ruido de afuera pues el cuarto tenía aire acondicionado y sólo mamá tenía la llave de la puerta. Me abrió. Entré. Papá consentía la fiesta, pero no participaba. Lo de él era ver el recuento de las noticias ocurridas durante el año. Terminado éste se dormiría. El abrazo de feliz año lo postergaba para el día siguiente y para el entorno familiar. Al verme, papá entendió que yo estaba un poco cansado y con deseos de dormir. Le dije que me apretaban los zapatos nuevos y quería dormir. Me dijo: “Está bien, quítate todo y acuéstate a mi lado”. Ya no quise sufrir, ni ver más caras tristes por el año que moría, ni escuchar más halagos de mi ropa nueva, ni exponerme a los abrazos de gente que no conocía. Me dormí pensando en el triciclo nuevo. La memoria es traidora: ¿escribo lo que viví o invento al niño que fui?

Douglas Bohórquez
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