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El color del tiempo

sábado 8 de febrero de 2020
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En la mitad del patio se guarecen sombras de cadáveres estáticas. En el centro, a la nena la alcanza el sosiego del mediodía. Lombrices solitarias en la periferia; cuerpos; hematomas; la intuición del aroma del jazmín de leche; la intuición del hedor del orín de los gatos; y la humedad que concibe seres en su vientre verde, entre las trompas de las cuatro esquinas atiborradas de moho. Hollín de cuerpos engendrados. Sombras de fetos que no resistieron ni la ola polar ni la corriente del niño. Sobre las pecas del piso y en las baldosas flojas, estampas de niñas muertas; cuerpos corpóreos; cuerpos vacíos; esqueletos de cuerpos abrazados entre sí y por los cuerpos de otra especie de vida. De momento, todo parece que está muriendo.

Hace más de veinte años que se blindaron las puertas y las ventanas.

Pero las mariposas y las abejas regresan con el polen de las plazas y de los patios vecinos a los que sus dueños acceden porque sus muertos y sus niños vivos se han fundido con ellos. Las mariposas aquí sólo vuelven cuando los caranchos se van atragantados con los tejidos de las carnes fallecidas.

En mi patio, los prismas de las gemas se mecen en la tanza y bocetan en las paredes la recreación iridiscente de los golpes. De los golpes de puño, redondos, esfumadas las circunferencias. De los renglones de cinturón, latigazos que escamaron la pintura como venas injertadas. Hace más de veinte años que se blindaron las puertas y las ventanas. No puedo pasar. Quedé atrapada en la casa. La intemperie sólo está en la calle donde esos otros dolores tajean las carnes sensibles, de las personas que son como almejas sin caparazón.

Entreveo. Se salvan unas pocas niñas que, con un desperezamiento excedido, disciplinado y constante, se estiran la piel para que el hematoma las tome completamente en una metástasis salvífica. La piel amarilla, violácea, bordó, morada, se les resbala del cuerpo, y el moretón es del aire. Ya no hay energía mínima en el viejo envión del puño cerrado; ya no le queda dolor al cinturón carcomido. El dolor es del aire. A través del juego de espejos cuadrados, colgantes, se proyecta en las paredes la liberación de lunares, de pecas, de verrugas; de latigazos que desprenden las capas sobre capas de pintura, el palimpsesto de la historia que se queda en gris, en la exfoliante primera intención de cemento.

Desde la silla de la cocina, mediada por las salpicaduras del barro que opacó el vidrio, se despuntan las pasiones. La pasión de la pasionaria que trepa por los cables, respiraderos y viejas antenas de televisión. La pasión de la maleza, que se vuelve buena cuando los polinizadores intercalan una flor. Y la pasión, desmesurada pasión del viento, que desteta a las semillas simbióticas del diente de león: una esfera de pestañas blancas, decenas de ojos soplados hacia la suerte de otra perspectiva.

A veces, un gato se acaricia en las rodillas raspadas de la única niña que no ha muerto. A veces, cuando la lluvia limpia el vidrio, nos saludamos. Nos leemos los labios. Nos sonreímos. Con exactitud salina y de desplazamiento, nos imitamos las lágrimas. Ella vive en el terrario en que ha devenido el patio, donde hace veinte años no puedo pasar; donde, sin embargo, se sucede la historia de una abeja que deja su vida por ser abeja: le pica la mano a la niña sentada sobre las hojas disecadas cuando, en tiempo real, escribe la autobiografía fiel de ese momento. Entonces, el vapor de su suspiro viaja hasta la ventana.

Ella se queda en ese planeta que orbita dentro de mi casa; aunque no parezca ya mía mi casa; aunque no parezca ya mío el mundo.

Cuando no la veo, con frecuencia, limpio frenéticamente las ventanas de mi lado. Las fricciono con el recuerdo del recuerdo, la memoria, que es todo lo que tengo. Insisto: el líquido azul cae azul y el trapo se frota sobre lo limpio y permanece blanco. Las cenizas siempre se quedan afuera cuando no llueve.

Brazadas contundentes, rápidas, para alcanzar la intemperie. Un rayo tiró abajo la puerta del patio.

No sé cuántas nenas han pasado, cicatrizadas, fantasmales, estos veinte años en que se atraviesan la espuma y la niebla en que han reencarnado. No sé cuántas veces, en estos días, supuse que un avión, que sobrevolaba bajo, era la secuencia de truenos y relámpagos que traería la tormenta. No sé cuántos cuerpos, desde mi último avistaje, se han sumado a la osadía de la selva; cuántas plantas carnívoras han comido las uñas de la nena; cuántos cactos se han alistado a los aguijones que le clavaron la mano mientras escribía y crecía, y crecía, sobre las hojas muertas.

Es la única que está siempre. Es la única que, como yo, levanta la mirada, esperando la lluvia. Yo, sentada en la silla de madera para estar a su altura; ella, menos chiquita, sobre la historia de un patio. Las dos, diestras, con el callo del mayor impregnado de tinta estilográfica.

Nunca recuerdo mis sueños, pero hoy me senté a escribirlos —al lado de la ventana siempre— entibiada por las hornallas, cuyas llamas titubean, en la dubitación entre el naranja y el azul del fuego, recreando el sonido rasante de un avión: llovía fuerte. El agua entraba a la casa. Yo me acosté sobre la misma lámina de inundación que bañaba a la niña, ya más grande, y nadaba en el piso, entre pétalos, sin avanzar. Brazadas contundentes, rápidas, para alcanzar la intemperie. Un rayo tiró abajo la puerta del patio. Iluminada, agarré un toallón blanco, chapoteé y envolví a la niña, ya mucho más grande, que tenía mis ojos y seguía escribiendo, secándose con el fuego de la cocina, al lado de la ventana transparente.

Gisela Vanesa Mancuso
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