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La araña

martes 11 de febrero de 2020
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El termómetro marca treinta y ocho de fiebre. El sábado no tendría que haber ido al potrero de la vuelta, pero los amigos estrenaban la cinco de cuero y nada ni nadie lo iría a convencer. No todos los días se estrena una y encima la primera del barrio. ¿Cómo iba a faltar?

—Y ojo con destaparte o salir de la cama —oye que le dice mamá—. Cualquier cosa, estoy en la cocina.

De pronto siente que bajo su brazo derecho camina algo. Por la forma en que lo hace, delicada y metódica, presiente, sabe, que es una araña.

Por la ventana apenas si entra luz. Es pleno día pero la claridad es débil, tan débil como él ahora. Amenaza lluvia. Una lluvia como la del sábado cuando se quedó jugando y empapándose en el potrero. De pronto, mamá que vuelve a entrar. Se acerca en puntas de pie. Lo cree dormido. Le pone los labios sobre la frente. Un poco por saber si la fiebre persiste pero mucho más por hacerle mimos. Pablito tiene los brazos afuera de las frazadas. Mantenerlos debajo seguro lo haría sudar y él detesta sudar.

De pronto siente que bajo su brazo derecho camina algo. Por la forma en que lo hace, delicada y metódica, presiente, sabe, que es una araña. Se queda quieto. Lo suficiente como para que mamá no se dé cuenta. Si mamá la descubre la matará y él, Pablito, nunca mata bicho alguno, no importa cuál. Antes, cuando era más chico, su primo el Rafa se reía si lo veía atrapar una hormiga o una mariposa dentro de casa para sacarla al jardín. Se reía por grandulón, porque le lleva tres años y se hace el hombre aunque no le sale. Sobre todo porque le sonaba ridículo que él, Pablito, se tomara el trabajo de agarrar una hoja de cuaderno y un vaso de vidrio (porque tiene que ser vidrio o algo transparente), y encerrar al bichito para después liberarlo.

A veces el bicho volvía. Sobre todo las polillas que eran tozudas en eso de buscar una y otra vez la lámpara del living. Encima el Rafa por entonces lo gastaba: “Te digo un versito, mañana, afuera de casa, los pajaritos se comerán tu bichito”. Entonces se peleaban. Pero después volvían a ser amigos, porque en el fondo el primo no era mal pibe, apenas un poco burlón por aquello de la edad del pavo, como le dicen.

Una vez el Rafa le dijo con ironía, no exenta de consideración: “Te vas a quedar sin cuaderno si seguís salvando bichos”, y de paso le sugirió una baraja. Pero él aquella tarde le demostró que una baraja no alcanzaba a cubrir la boca del vaso y el primo tuvo que cerrar la propia.

Como buen agrandado que era, el Rafa no estaba para leer los viejos libros de la Robin Hood. Él leía El Señor de los Anillos, y desde mucho antes de que saliera la película. Es más, aquel día del cine que Pablito la elogió tanto, el primo se le echó a reír diciendo que no mostraba ni la mitad de lo que decía el libro. Pablito ya sabía que las películas nunca traían todo, lo mismo le había pasado con Pinocho, pero a él igual le había gustado la película.

Ahora la araña había recogido las patas, como suelen hacer las arañas cuando quieren simularse muertas. A Pablito le era imposible alcanzar el jardín sin pasar por la cocina o abrir la ventana para dejarla en el repecho. Además necesitaba el vasito y la baraja, perdidos entre los juguetes del garaje. Pues aunque se atreviera a sacarla con las manos, la puerta de la pieza estaba abierta y mamá podría verlo. De aprovechar alguna salida de mamá, como la de ir a descolgar ropa de la terraza, la ventana armaría escándalo porque sabía que la falleba y las bisagras andaban faltas de aceite. Papá siempre estaba con eso de bueno, mi amor, ya lo voy a hacer el sábado, pero el sábado nunca lo hacía. Porque mamá siempre se acordaba de pedírselo en la semana y para el sábado se olvidaban pues los sábados había que ir aquí o allá y después nunca quedaba tiempo para nada.

Ahora el asunto era terrible. El primo se había vuelto a su casa, volvería recién para las vacaciones, como todos los veranos, y no podría ayudarlo en esta. Sí, porque el Rafa había cambiado. Ya no se reía como antes. Había dejado de burlarse cuando descubrió que su adorado J. R. R. Tolkien había hecho en la vida real lo mismo que su primo Pablito. Para el cumple le habían regalado un libro sobre la vida de Tolkien donde lo decía. Y desde aquella vez, Pablito subió varios puntos en el ranking secreto del Rafa y también viceversa. Porque después de eso, el Rafa hasta lo ayudaría a perfeccionar el sistema buscándole vasos de boca chica. Más tarde vino con que se los había comprado por casualidad a un vendedor ambulante, pero nunca supo explicar por qué llevaba también una baraja en el bolsillo. Dos vasos de plástico transparente compró; uno para Pablito, y otro, bueno, otro por las dudas, de repuesto. Y desde esa vuelta, cualquier baraja servía para cubrir la boca de esos vasos.

Y mamá de nuevo que se asoma y lo mira preocupada. Y la araña que sigue escondida bajo el codo. Y Pablito que tiene miedo, que piensa que su protegida bien podría picarlo. Se cuentan cosas horrendas sobre las arañas. En especial las vecinas viejas, que siempre andan chismorreando de tal o cual chico que lo picó una arañita: fíjese, no más grande que una cabeza de alfiler, pero si usted supiera cómo le puso el brazo, así de hinchado se lo puso. Si no van rápido al Hospital de Niños (sí, el de Capital, el de la calle Paraguay), no sé si lo salvan, mire. Diga que el cuñado tiene auto y entonces lo llevaron en un santiamén.

Con las avispas pasaba algo parecido, por eso había que tener cuidado y usar siempre el vasito y la baraja. Pero a mamá no le gustaba para nada el asunto:

—Tu hermana es chiquita y te imita en todo, así que basta, porque un día la va a picar un bicho venenoso y entonces sí que la completamos.

De ahí que Pablito siempre trataba de ocultarse de mamá cuando sacaba una araña o una avispa. En cambio salía pavoneándose si era una mariposa. A ver, querido, mostrame. Qué linda. Tené cuidado que no se lastime y no la vayas a apretar mucho porque si pierde el brillito de las alas se nos muere.

La araña que se mueve un poco más por debajo. Mamá firme al pie de la cama y de brazos cruzados.

Desde hacía tiempo, Pablito había logrado convencer a mamá de que lo dejara también salvar polillas. La madre lo consintió a desgano porque ella seguía con aquello de los animales útiles e inútiles como pensaban en el siglo XIX. Y las polillas figuraban entre los inútiles, tal como también figuraban en El Tesoro de la Juventud, según lo había leído una vez con papá. Además se comen la ropa, le decía terminante mamá. Afuera no la podrá comer, contestaba él. Y ella ocultaba la sonrisa. Pero una tarde por fin, mamá reconoció que una polilla era linda de cerca; no tan llamativa como una mariposa, claro, pero sí bonita en su estilo, de alas con filigranas y todo eso.

Pero con las arañas era otra cosa. Con las arañas, mamá no transaba ni transaría: no voy a arriesgar a mis hijos con un bicho así de peligroso.

La araña que se mueve un poco más por debajo. Mamá firme al pie de la cama y de brazos cruzados. Pablito que mantiene el codo un centímetro por arriba, sin tocar la frazada. La posición del antebrazo lo cansa, pero no puede hacer otra cosa porque mamá está demasiado atenta. ¿No querés levantarte un segundo de la camita, así te la arreglo, mi amor? No, gracias, mami. Estoy bien. ¿Seguro?, mirá que no me cuesta nada. Oh, perdoname, estoy nerviosa, mirá si te voy a hacer chupar frío. Mejor te acomodo bien las cobijas.

Y enseguida mamá que se inclina, tironea de un lado, después da un rodeo para seguir tironeando de aquí o de allá. La araña que se conmueve con el zangoloteo de tanta frazada movediza, Pablito que pierde contacto, que se desespera. Aprovecha un segundo que mamá está en cuclillas, intentando meter un pliegue rebelde entre el colchón y el larguero, para levantar levemente el antebrazo y mirarla: sólo para descubrir que no está. Se incorpora un poco. Le da un mareo pero se la aguanta. Mamá que lo reta, que le pide que se recueste bien, que no tome frío. Él que debe arrebujarse bien adentro. Mamá que le da un beso y le promete un rico café con leche para antes de que vuelva papá. No, mejor té con leche, el café te va a caer mal. Para más tarde quizá, pero sólo quizá, por ahí un rico pastel de papas.

Mamá que se va y Pablito que vuelve a incorporarse. ¿Dónde se metió la bendita araña? No vaya a ser cosa que se haya largado al piso y cualquiera que entre la aplaste. Son muy inteligentes, piensa, largan un hilito de seda y ya están en el suelo. Él se destapa un poco más para buscarla. No aparece por ningún lado.

De pronto, al mover la frazada la ve correr un trecho, sólo un trecho, como hacen las arañas cuando están muertas de susto. Ahora está muy expuesta sobre el doblez de la sábana. Es como un lamparón para cualquiera que entre.

Sabe que es peligroso, pero se trata de una emergencia. Ahueca las manos, tiene miedo, pero las ahueca. Se le acerca con sigilo. La araña pega un saltito nervioso hacia un costado y después hacia el otro. Al fin, haciendo una pelota con las manos, la atrapa. La siente correr entre las palmas. Enseguida la deja detrás de la cabecera entre la cama y la pared. Se oye la voz de mamá: ¡mirá lo que te traigo!

Justo alcanza a taparse cuando entra mamá presidida por el té con leche. ¿No te habrás levantado, no? La bandeja tiene de todo: galletitas dulces, pan crocante. La mermelada es de durazno, la que más le gusta; mamá la fue a comprar especialmente para él. La hermanita lo saluda desde la puerta con un beso tirado al aire. Mamá la reta para que vaya rápido a hacer los deberes. La nena tiene prohibido entrar. Lo único que falta es que se me enfermen los dos. Se hace la mala aunque es más buena que el pan que ahora embadurna con manteca. Mamá después le mete mermelada. Lo mima otra vez, eso le gusta, pero igual sigue nervioso porque mamá se toma un siglo para todo. La araña puede salir de su escondrijo y entonces sería su fin.

Llega papá. Se abrazan con mamá y se hacen varios mimos de nariz con nariz. Ya sé que se quieren, ¿pero justo ahora se les ocurre? ¿Qué tal, campeón? Uy, todavía con fiebre. La mano de papá sobre la frente de Pablito no necesita termómetro. Pablito traga lo más rápido que puede. Cuanto antes termine, más rápido lo dejarán solo. No tan de prisa, dice mamá, y papá, con gesto adusto y poniendo las palmas apenas hacia adelante, le recuerda que es grande para no hacer caso. Por fin termina la merienda. La araña se portó bien. Al menos, todo lo bien que puede portarse una araña en una casa de familia. Se ve que con las risas y los besos no se atrevió a salir de su rincón. Lo único que espera es que no se le haya ocurrido bajar y pasearse como una tonta por el piso.

Por fin lo dejan solo, pero el drama sigue, ¿cómo hará para sacarla? Bueno, tal vez se mantenga escondida hasta que él se cure y entonces tranquilo irá a buscar el vasito y la baraja.

Por favor, arañita, ¿qué te cuesta esconderte? Pero no, la terca se queda a menos de dos metros del suelo.

La fiebre lo sigue teniendo a maltraer, lo hace caer en un sopor desagradable. Su último pensamiento es sólo para la pobrecita araña. A las siete en punto, mamá lo despierta con un beso para tomar la pastilla. Pronto tiene un enorme vaso de leche caliente entre las manos y una caricia en el pelo. Ya está devolviéndole el vaso vacío, cuando ve que mamá está mirando hacia otro lado. Recién entonces cae en la cuenta de que mamá contempla perpleja la pared lateral. Mamá apenas atina a decir: Oh, una araña… y de las grandes.

Mamá recoge las cosas y le previene que ni se le ocurra levantarse. La mirada de mamá es un cepo. Ahora, seguro irá y buscará un matamoscas, un aerosol, una zapatilla, cualquier cosa, y será el fin de un ser inocente.

Pasa un minuto, dos, diez, y mamá que no llega. Por favor, arañita, ¿qué te cuesta esconderte? Pero no, la terca se queda a menos de dos metros del suelo y en el centro mismo de la pared, como un símbolo al sacrificio.

De pronto mamá entra al dormitorio. Pablito le mira las manos. La luz ya es muy mezquina, pero igual alcanza a descubrirle un brillo. En cuanto te cures, ordenarás tus juguetes, le dice inapelable. Enseguida, con gran habilidad, mamá aplica el vasito contra la pared, encerrando a la araña adentro, y rápida pasa la baraja entre el borde de plástico y la pared. Una vez atrapada, lo conmina:

—Bueno, a taparse. Y ni se te ocurra contárselo a tu hermana —después mamá sale hacia el jardín con una sonrisa de triunfo.

Para mañana, Pablito estará bien.

Este relato obtuvo mención especial en el Concurso Internacional de Cuento Corto de la Biblioteca de Letras Latinas, en Auckland, Nueva Zelanda, el 21 de noviembre de 2014.

Héctor Zabala
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