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Como una puta

jueves 27 de febrero de 2020
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Aunque dijeran que los hombres no tienen buen gusto a la hora de escoger ropa para mujeres, yo me convertí en el primero de nuestro pueblo en desafiar el dictum sacrosanto para probar lo contrario, porque la acompañé, aunque soy su hermano y de modas no sé mucho. Por la misma puerta por donde entran Las Chicas Plásticas contoneándose y en donde esperan los maridos orgullosos de ser los dueños de esa parcela, de ser los únicos conductores con permiso de tirarse sin frenos por esas curvas peligrosas, por ahí mismo entró mi hermana y yo detrás con la boca abierta, sin poder creerlo aún.

Fui yo quien tuvo el gusto de verla salir del probador voluptuosa, espléndida, sexy, enseñando a diestra y siniestra lo que Dios, con un propósito hasta entonces desconocido por ella, le regaló para que lo exhibiera al mundo. Salió soberbia. “¿Se ve bien, Ángel?”, preguntó loca de alegría. “Tremenda, Tita, estás como quieres, nena. ¡Yo lo sabía!”.

Tita, bendito, todavía metida en blusas blancas de tafeta con mangas largas y cuello cerrado y faldas de gabardina hasta el tobillo.

La primera vez que me dijo que quería ponerse una minifalda y una blusa de tubo de las que dejan verlo todo y no engañan, para ir al baile de fin de año de la escuela, no supe escoger entre la incredulidad y el asombro o la alegría y el entusiasmo. Porque, para decir verdad, mi hermanita Tita no era precisamente el icono de la moda en la escuela; sobre todo desde el año pasado cuando Miss Díaz “La Princi” declaró que los uniformes eran cosa del pasado. Adiós a las faldas y chalequitos de cuadritos azules y blancos y a las polos blancas que los muchachos nunca se metían dentro del pantalón, sino que las dejaban por fuera con los pantalones caídos por debajo de la cintura para desafiar a La Princi, quien a su vez les hacía venir a su oficina para preguntarles por qué no se vestían como hombres.

De la noche a la mañana la escuela se convirtió en un festival playero permanente: ¡minifalditas encarecidas, ombligos al aire atravesados con piercings, pantalones cortos con chancletas metedeos, tank tops, camisetas, you name it! Pero Tita, bendito, todavía metida en blusas blancas de tafeta con mangas largas y cuello cerrado y faldas de gabardina hasta el tobillo. Ya la tenían de relajo, “¡Corran que por ahí viene la Testigo de Jehová! ¡Conviértanse que Cristo viene!”.

Hasta sus panitas fuertes le dieron la espalda a mi pobre hermana. Angie y Lourdes la declararon mala influencia, estorbo público, ofensa visual y persona non grata. Decían no tener ningún tipo de asociación con pentecostales encubiertas como mi hermana. Cuqui, por otro lado, estaba demasiado ocupada chupándose con Tony “El Macrón” detrás del laboratorio de biología de Míster Pérez. La tipita empezó a acumular millage desde que comenzaron las clases. Tony ya era experto en respiración artificial de boca a boca por estar practicando encima de la nena a la hora del almuerzo. Un jueves por la tarde, La Princi se encerró con ellos en su oficina porque lo agarró chupándole los pezones debajo de las escaleras de la biblioteca.

Con sus nuevos ajuares tropicales las tres eran un concierto de caderas al unísono cada vez que caminaban por los pasillos de la High, haciéndose las nenas inocentes cuando todo el mundo sabía que brincaban cuatro pelos de alambre sin encajarse. En la escuela ahora las conocen como “Las Chicas Plásticas”, lo cual equivale a decir “Las Bellaquitas Malas” porque a la Angie mi amigo Johnny se la pasó por la piedra en el car wash del tío un sábado por la tarde y la Lourdes ha pasado por tantas manos que la nena ya parece un bollo de pan sobao. Los muchachos del equipo de baloncesto la tienen como timbre de guagua. Y la Cuqui, bueno veamos si llega hasta el día de la graduación sin quedar preñá.

Tita, sin embargo, momificada en sus faldas de poliéster e incapaz de moverse al ritmo de las panderetas, se quedó inconsolablemente echada en la esquina de arte grecorromano y renacentista de la biblioteca. Allí pasaba las horas largas manoseando páginas llenas de héroes griegos en pelotas, tal y como Dios (o mejor dicho, Zeus) los trajo al mundo. Mil veces se imaginaba su suerte si la agarraba uno de aquellos sátiros o centauros bellacos que veía corriendo en manadas por los montes, locos por clavar a unas doncellas gorditas y desnudas, con melenas de pelo siempre rubio que les llegaban hasta la cintura y que corrían desesperadas a esconderse detrás de los matorrales para que no las agarraran. Se quedaba en trance hipnótico con la boca hecha agua sobre el David, teorizando sobre la naturaleza mágica que los escotes y las minifaldas les confieren a sus poseedoras. Con el anuncio del baile de fin de año le llegó la oportunidad de deshacerse de una vez por todas de su carimbo y mortaja social. Y esta vez estaba decidida.

Por eso me puse loco de contento cuando salió del probador envuelta en una blusita verde con puntitos color rosado hecha de una sola banda de spandex perentoriamente aguantada a la espalda por tres botones, tan apretada que hacía del sostén una cosa del pasado, innecesario, redundante, ¡obsoleto diría yo!; con la espalda al aire, las tetas rebosantes, a punto de desbordarse en cualquier momento, y del mismo color una minifalda de nilón encandilante que apenas dejaba una pulgada de tela suficiente para taparle lo que se supone que nadie pueda ver sino inferir.

Cuando yo vi aquello, por poco me caigo pa’ trás. Esa no se parecía a mi hermana. ¡ESA NO ERA TITA! Un busto venusiano, una estatua ambulante de Rodin con caderas como bongós listos para que les dieran duro al son de la salsa y en su rostro una sonrisa de orgullo y confianza que raras veces había visto. Sólo le faltaba lipstick, un permanente, tacones y listo el makeover. Lista ella para el bayoyero nocturno. Era su primer baile de la escuela y estaba lista para salir del clóset de las que no se atreven y secretamente ansían liberarse del olor del algodón almidonado y las falsedades visuales impuestas por los moñitos en el pelo, los rabitos con cintas baratas y los malditos uniformes escolares de gabardina a cuadritos que hacen del dicho “las apariencias engañan” palabra divina caída del cielo.

Antes de abrir la boca ni me pasó por la mente que los límites de aquel atrevimiento en cualquier momento podrían ser puestos a prueba en la sala de nuestra casa.

Llegamos a casa planeando, elucidando y conspirando contra el mundo y La Princi hasta que Tita cruzó el balcón y se encontró a mami en la mecedora, acabando de apagar la telenovela. Corrección: en vez de mami, debo decir Mami “La Aduanera”, porque a esa no se le pasa ni el pitillo de marihuana que traté de pasar una vez dentro de un zapato ni la Playboy que metí en mi mochila esperando que ella no notara la calentura que llevaba en la cara y me obligara a abrirla.

Tita se escurrió sigilosamente hacia su habitación escondiendo de lado la bolsa plástica anaranjada que contenía, junto a la evidencia denunciante, el nombre de la tienda, un desafío abierto al mundo localizado justo frente a plaza del pueblo: MUJER MODERNA: ¡PARA LAS QUE SE ATREVEN DE VERDAD!

Antes de abrir la boca ni me pasó por la mente que los límites de aquel atrevimiento en cualquier momento podrían ser puestos a prueba en la sala de nuestra casa, “Tita, enséñale a mami lo que compraste”. “No, ahora no… después… que tengo que hacer la tarea”. Totalmente ignorante estaba yo de la tormenta que se barruntaba.

Inevitablemente, el nubarrón se convirtió en un chubasco con vientos huracanados la mañana siguiente antes del baile…

Comenzó con la misma preguntita inquisitiva de siempre, la que abre el espacio para la opinión nunca solicitada de mami: juez, inquisidor, aduanera y muy pronto policía de la moda y decencia en nuestra casa.

—¿Qué fue lo que compraste ayer, nena? —preguntó, apoyándose contra el marco de la puerta mientras Tita, haciéndose la zángana, tendía la cama en su habitación.

—Ná, una camiseta que me voy a poner pa’ dormir.

—Oye, a propósito, ¿qué te vas a poner para la fiesta de esta noche? Déjame saber con tiempo para plancharte la ropa —pregunta obviamente insincera, porque viniendo de mami, toda pregunta está fríamente calculada.

—Pues no sé… a lo mejor una faldita que tengo por ahí… —musitó Tita haciéndose la loca, como quien no quiere la cosa.

“A lo mejor”. “¿Fue lo que dijo? ¿Estaré soñando o habré oído mal?”, me pregunté yo, que estaba en la sala mirando la lucha libre. “¿De dónde sacaba ella eso de ‘a lo mejor’? Sácala, Tita, enséñasela”, iba a decir, pero me callé a punto de abrir la boca, con las palabras en la punta de la lengua, casi babeándoseme por la esquina de los labios, para no meter la pata otra vez. Me paré de la silla y pensé: aquello huele a miedo, no se la quiere enseñar. “¡Atrévete, Tita!”, pensé, “que de alguna manera vas a tener que salir de aquí esta noche…”. La cosa se estaba poniendo buena. Mami puso mirada de sospecha. Miró hacia el suelo y en un segundo levantó la cabeza, se hizo la pendeja y siguió:

—Pero dime lo que te vas a poner, que lo que sea hay que plancharlo. No me vayas a molestar a última hora cuando estoy ocupada cocinándole a tu papá o haciendo otras cosas.

—No, es una falda nueva y no hay que plancharla —susurró Tita nerviosamente, de cara a la pared.

—¿Una falda nueva, Tita? Si a ti no te hacen falta más faldas… Tienes el clóset lleno de ropa. ¿Para qué te pones a gastar el dinero en cosas que no te hacen falta?

En ese instante me acerqué yo también a la puerta, ansioso por conocer la próxima movida de mi hermana, porque aquello se barruntaba como la sal pa’ fuera del mes. Con los brazos cruzados, apoyé el hombro izquierdo contra el otro lado de la puerta. Ahora mami y yo bloqueándole el paso y exigiéndole una respuesta. Sal del clóset, chica, de una vez por todas, o mira a ver qué embuste le vas a vender, e implórale a Dios para que se lo trague. La observé ansiosamente. Mientras, ella sudaba la gota gorda y se hacía la que recogía su escritorio, sin mirarnos, sin saber cómo decirle a mami que esa noche iba a salir de la casa semidesnuda.

La evidencia todavía estaba donde la había dejado la tarde anterior. Entonces mami miró hacia la cómoda y vio la bolsa plástica. Fue y la agarró. Abrió la boca como quien hubiera visto al diablo. Tita en seguida se la arrebató de las manos y se atrincheró en la otra esquina de la habitación.

—¡Tita, no me digas que tú te fuiste a comprar trapos a la tienda esa de la plaza! ¿Compraste una de esas indecencias que venden allí? ¡Mira carajo, tú no me digas una cosa así!

Mi hermana apretó la bolsa entre las manos, detrás de la cintura, juntó los hombros hacia atrás como gallo de pelea y ripostó desafiante:

—Mira, yo no estoy de humor para ponerme con pendejadas ahora, ¿OK? Además, póngame lo que me ponga, eso no es asunto tuyo. Bastante grandecita estoy yo para que me digan cómo tengo que vestirme.

Bien hecho, Tita, ahora huye al patio, vete al balcón, haz algo, por favor, pero no te quedes aquí, que la cosa sólo se pone más negra… Mami, conocedora indiscutible de los resabios desafiantes de sus hijos, puso cara de malos amigos, salió a la sala, le apuntó con la mano derecha y le gritó:

Tita, ¿acaso tú no sabes que las mujeres que se ponen esa ropa no valen nada?

—Mira, te voy a decir una cosa: si tú te crees que vas a ir a la fiesta con una de esas falditas que usa la hija de la Mazurca, te equivocas. Mejor es que llames a la Principal y le digas que no vas. ¡Tú con esos trapos no sales de aquí!

Me senté en la sala de nuevo para observar la próxima movida de mi hermana que el día anterior había decidido dar el grito revolucionario y declarar su independencia de la inquisición maternal.

—¡Yo me pongo lo que me dé la gana y nadie me tiene que estar criticando!

—Tita, ¿acaso tú no sabes que las mujeres que se ponen esa ropa no valen nada? Mira a la hija de la Mazurca. Desde el mismísimo día que empezó a ponerse esos trapos los hombres la cogieron de vacilón. ¿Y cómo está ahora? ¡Dime! Está preñada. ¿Y quién tiene la culpa? No la muchachita, por ser ignorante y necesitar la dirección de sus padres, sino su madre. Esa es la culpable de los malos pasos de su hija por no ponerla en su lugar a tiempo, porque en el momento en que la nena le llegó a ella con los trapitos esos, lo que debió haber hecho fue tirárselos a la basura, quemárselos. En mi casa una cosa así no va a pasar, porque para eso estoy yo aquí, que me he pasado la vida entera criándolos a ustedes con respeto y vergüenza.

Ahí tuve que interrumpir yo, porque la Mazurca no era ninguna santa tampoco. Cuando la hija iba, ya la madre venía. Antes de que su hija aprendiera a caminar ya la tipa estaba metiendo en su casa a cuanto macho encontraba en la factoría donde trabajaba. Como si fuera poco, se iba a la parada de Caguas a Río Piedras a reírles las gracias a los choferes de guaguas públicas. La tenían de relajo. La llamaban “La Crica Pública”, porque todos se le montaban, y ella de lo más aquel, como si nada. Culpable es la madre por darle mal ejemplo a la hija. De tal palo, tal astilla: corrección necesaria dada la propensidad de mami a las observaciones reduccionistas y parcializadas que siempre les convienen a sus argumentos.

Tita, por su lado, ni caso me hizo. Se apresuró irritada hacia la cocina para tirar la bolsa a la basura y mami la siguió, suplicante hablándole sobre el hombro.

—Tita, dicen que la dueña de esa tienda anda saliendo con el tipo contrabandista que agarraron el otro día en la redada antidrogas de la policía y que anda por ahí bajo fianza. Esa mujer debe andar en ritos satánicos, si se le nota en la cara. Ella no cree ni en los clavos de la cruz y te ha lavado el cerebro. ¿Qué van a decir los vecinos cuando te vean salir de aquí en esa facha? ¿Qué pensarán esas maestras de una muchachita con tan buenas notas y andando en esos trapos? Van a pensar que tú te andas juntando con esa gentuza.

Mami la siguió de vuelta a su habitación. Esta vez alzó la voz y le gritó en la espalda:

—¡Tú lo que vas a lograr es caer en la lengua del pueblo entero! ¡Tú lo único que vas a hacer es el ridículo saliendo vestida COMO UNA PUTA! Eso es lo que pareces tú en esos trapos: un cuero barato.

Tita se puso roja de rabia, se volteó hacia ella y embistió a todo pulmón:

—¡A mí me importa UN CARAJO lo que diga la Principal, ni los maestros ni el pueblo! Sabes lo que van a decir: ¡Finalmente, Tita la mosquita muerta pendeja decidió vestirse por sí misma, seguir sus propios consejos, hacer lo que le dé la gana sin tener que estar pidiendo permiso y opiniones pa’ ponerse pantaletas rosadas en vez de blancas! ¡Finalmente Tita sabe lo que quiere, coño! ¡Finalmente Tita sabe asumir responsabilidad sobre sus decisiones, sobre lo que hace y lo que no hace! Si no te gusta lo que me pongo esta noche pues mija lo siento, tápate los ojos o enciérrate en el baño. ¡Y se acabó la jodienda, CARAJO!

Tiró la puerta de la habitación y con más ganas se puso a prepararse para la bacanal nocturna. Mami juntó los labios, nos escupió un “¡huh!” y se fue a poner la ropa de papi en la lavadora, reverberando de irritación. Yo me quedé parado en el medio de la sala con la boca abierta. Excelente movida, Tita. Ya los dos sabemos que nadar contra la marea alzada es naufragio seguro. Una pérdida de tiempo.

A mí me pasó lo mismo el año pasado cuando me dio por afeitarme la cabeza y ella estuvo un mes completo dale que dale con la misma cantaleta: que yo era un cafre, que eso era cosa de maleantes y tecatos, que me iban a confundir con un sátiro y que parecía un paciente de leucemia; juraba que la policía iba a pensar que yo era un malandro callejero y me iban a meter preso sin saber… hasta que un día me cansé de la chaviendita, me paré, llené los pulmones de aire y le abrí la boca: “¡QUE SE JODA, COÑo! ¡Si sigues con la jodienda me voy a hacer un tatuaje de la Virgen en el hombro aquí, míralo bien, en el hombro derecho!”. Le tiré la puerta en la cara y salí de la casa enfurecido. Ella se fue corriendo a su cuarto con la boca abierta en busca de las pastillas para bajar la presión. Desde entonces, se acabó el asunto.

Por la puerta de la habitación salió increíblemente resplandeciente una guitarra flamenca, un dulce de guayaba listo para la primera mordida.

Esa noche, Tita se tomó más tiempo en su habitación, encerrada bajo llave. Por dos horas trabajó sin parar en su pelo, los ojos marrones de caribe africano y sus labios de guayaba madura. Se acomodó los senos pulposos calculadamente puestos al alcance de cualquier mano golosa. Cuidadosamente juntó los tobillos y las rodillas para poder deslizarse dentro de la faldita que pronto cayó en su sitio. Se pulió y pintó las uñas de los pies para que brillaran en los tacones alpinos que nuestra prima Maribel le prestó por esa noche.

Mami se tardó más tiempo que de costumbre lavando los platos. Lo hizo para no salir a verla. La conocemos como la palma de la mano. Gracias a Dios que no se inventó un dolor de cabeza o algún mareo para que nos sintiéramos culpables de dejarla sola en casa a punto de morirse. Después de arreglarme, me senté en la mecedora y con una mirada diabólica grité hacia la cocina: “¡Cuando quieras, Tita! ¡Vámonos que se hace tarde!”.

Por la puerta de la habitación salió increíblemente resplandeciente una guitarra flamenca, un dulce de guayaba listo para la primera mordida. Yo sonreía con la cara malvada, mientras observaba aquella voluptuosa procesión de nalgas meterse en el carro y miraba de reojo a mami. Manejé volando bajito, loco por verle la cara a La Princi y a Las Chicas Plásticas mirándola de reojo.

En el club, los bongós cortejaban los meneos cachondos de las muchachas, mientras que la noche sensual nos invitaba a todos a un primer palito de ron, a un pitillo de mota o simplemente a olvidar el examen final de historia y las miradas fastidiosas de La Princi tratando de recordarnos que en eventos escolares no se toma alcohol. Los DJ, que clamaron cada uno su territorio en esquinas opuestas del club, habían convertido aquello en un Estado Libre Asociado entre raperos, reggaetones y cocolos.

Nerviosa, trató de arreglarse la falda tan pronto se bajó del carro y cuando cruzó la calle por poco se cae del rascacielos de tacones en que iba montada. Se parecía a Lady Gaga. Por un rato se quedó atrás, parada en el parking, tiesa, mirando hacia la entrada del club, y tuve que volver hacia ella para tomarla del codo y ayudarle a navegar los charcos de agua. La apuré con ganas.

—Vamos, Tita, que ya empezó la fiesta. ¡Avanza, chica!

—No… Espérate un momento… —contestó vacilante.

Según nos acercábamos a la taquilla, le aumentaron los escalofríos. Cruzó los brazos y se ajorobó, vulnerable, queriendo taparse el busto como si hubiera salido de la ducha. Le puse el brazo sobre los hombros encorvados para calmarla y le sonreí dulcemente. Mientras, sus pasos se hacían cada vez más lentos.

De pronto, mi hermana se paró en seco ante la luz resplandeciente del salón que la esperaba para coronarla reina del baile. En un segundo, se le habían caído los hombros. Vi cómo se le desinflaban los pechos y se le aplastaban las nalgas. Mi hermana se consumió de temor. La ansiedad y la duda le petrificaron el rostro y a mí me llenaron los ojos de una tristeza profunda. Entonces, pálida y aterrorizada, se volteó y me preguntó al oído temblorosa: “Y tú, Ángel, ¿crees que me veo como una puta…?”.

Por más que traté de convencerla de la movida, no quiso entrar al baile. Nadie la vio esa noche porque tuvimos que regresar a la casa de inmediato.

Julio Rivera
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